Urgen las utopías

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Durante el curso pasado, en tiempos de confinamiento y clases on-line, pregunté al alumnado sobre relatos utópicos y distópicos que conocieran. La lista de libros, series, películas y juegos sobre distopías era abrumadoramente mayor que sobre utopías. Nuestro encierro en relatos distópicos se hacía evidente. No había discusión posible. Nos hemos habituado a leer/ver/jugar sobre violencias descarnadas, destrucciones insalvables, ruinas infinitas y muertes lentas, dolorosas y tempranas.

¿Por qué en la literatura y, sobre todo, en cine y televisión (fundamentalmente, en el formato que ahora triunfa, las series) prevalece este mundo horrible e inhumano? El debate en clase fue de lo más interesante en muchos aspectos; rescato aquí solamente un par de ellos para invitar a la reflexión.

Por un lado, se expuso cómo gran parte de los medios de comunicación, del cine y de la literatura está al servicio del sistema capitalista, transmitiendo con sus relatos distópicos la idea de que si el mundo no funcionase como funciona, con su normalidad, sería la catástrofe. Es decir, con tanta distopía se lanza el mensaje de que lo que tenemos es lo mejor que podemos tener. De este modo, por ejemplo, llegamos a plantear, en plena pandemia, volver a la “normalidad” como soñada utopía, aunque ello signifique trabajo esclavo, violencias machistas, asesinatos en frontera, desahucios cotidianos, destrucción del medioambiente…

Por otro lado, se planteó la idea de que el mundo distópico es el día a día en los medios de comunicación, que esto responde a una “estrategia psicológica de insensibilización. ¿Cuántos de los aquí presentes –planteaba una alumna- podemos ver las noticias comiéndonos un plato de garbanzos, mientras en ellas solo aparecen hambre y sufrimiento, y no se nos mueve por el cuerpo absolutamente nada?. Nos acostumbran a la injusticia hasta que la normalizamos, sin siquiera exponernos sus causas, y mucho menos mostrarnos la diversidad de experiencias colectivas de resistencia y éxito en diferentes rincones del mundo. Así, todo lo malo que ocurre y nos ocurre es interpretado como “lo normal”, haciendo que asumamos lo irremediable de los procesos que estamos viviendo y, lo que es peor, generando en nosotras frustración, pesimismo e inacción.

La pregunta que podemos hacernos –y que también nos hicimos nosotros en clase- es si los medios de comunicación, el cine y la literatura, pueden influir en las posibilidades de pensar y vivir otros mundos posibles. Nosotras llegamos a la conclusión de que, evidentemente, sí, en tanto sirven de soporte para la producción de sentido. ¿Cuántas de nosotras no hemos comentado la última serie distópica de Netflix o Filmin? ¿O cuántos no hemos querido dar la primicia del desastre del día? Lo que no aparece en estos medios, no existe en nuestras cabezas y, en consecuencia, no forma parte de nuestras conversaciones con amistades, familiares, personas conocidas y desconocidas. Si no hay un conjunto de realidades que compartamos y sobre las que hablemos y reflexionemos, ¿cómo podremos actuar y encaminarnos hacia aquello que ni tan siquiera imaginamos?

Se hace necesario, urge, abrir espacios y tiempo a la utopía, “cuestionar su naturaleza impracticable, que es otra mentira –decía un alumno-, otro engaño para creer en la imposibilidad del cambio”. ¿Qué ocurriría si nos expusieran de manera constante en telediarios, documentales, cine, teatro, etc. experiencias de relación sana con la Naturaleza, de cuidados colectivos, de solidaridad, de cariño y apoyo mutuo? Quizás, como también se dijo “la gente, de manera lenta pero progresiva, empezara a creer y apoyar formas alternativas de vivir”, quizás “plantearan ‘hacias’ que marcasen utopías absolutamente necesarias de donde extraer el aliento”.

¡Hala!
Que la luz de la mañana
azules pone las ramas,
¡pajaritos a volar!

¡Hala!
¡Abrid que la vida llama,
que le están saliendo alas
que no las derrite el sol!

Si este mundo ha de cambiar
yo no me pongo a llorar
que vienen tiempos mejores.

Porque quien mira p’atrás
como una estatua de sal
acaba por los rincones.

(Fragmento de “La estrella perdida”, de Carlos Cano)