Arrobados en el tubo

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A pesar de las ofertas turísticas y de los 84 millones de desplazamientos que se producirán este verano, solo en España, la realidad es que vivimos encerrados en nosotros mismos y aterrados por el mundo exterior. Miramos la televisión porque sencillamente no queremos mirar por la ventana. Las cosas vistas en la televisión no solo duelen menos sino que ya vienen seleccionadas para ser miradas. En el mundo exterior, sin embargo, vive lo azaroso, lo imprevisible, lo angustioso. Vivir con las ventanas cerradas y la televisión siempre encendida es la metáfora perfecta de nuestra vida. Una vida que no mira nada porque ya lo ve todo, todo lo que hay que ver, por televisión. La televisión es vacío y aburrimiento, pero es lo único que hemos encontrado contra nuestro propio vacío y aburrimiento, nuestra falta de expectativas, de horizontes, de un lugar en el que posar la mirada; porque ella nos ha convencido que no hay nada mejor que mirar, porque no hay nada que descubrir, nada que esté oculto, la televisión nos convence de la transparencia como la naturaleza última de nuestra opaca sociedad.

No hay nada que ver, por eso vemos la televisión, porque no hay ninguna imagen fuera que valga la pena mirar. Ahí afuera es probable que haya un mundo, pero no es comparable con el mundo ordenado y perfecto que está dentro del televisor, con la libertad de elegir la mirada a través de la cadena, con el mando sobre la multitud de canales que son todos el mismo canal, que nos llegan todos por la misma ventana, el mismo tubo, al mismo sitio donde las cadenas nos esperan obedientes en la ficción de que somos nosotros los que las controlamos, los que tenemos la sartén por el mando, aunque eso no sea sino otra de las ficciones de la televisión.

No hay nada que escuchar, por eso oímos la televisión, porque nos acompaña como una lengua muerta, que habla pero no significa nada, y porque fuera todas las voces están lejos, más allá de nuestro hogar, y porque dentro no hay ninguna voz que valga la pena escuchar, ni siquiera la nuestra.

Mirados por la televisión, encerrados en ella, nuestras vidas no se dirigen a ninguna parte, avanza en círculos ahistóricos, reactivos y reaccionarios alrededor del texto desmembrado de un cuerpo imposible, de un fragmento informe que habla desde la recuperación falsa de lo irrecuperable al enmudecimiento de lo evidente. La televisión incluso nos acoge en ella como ilusión de participación, de vida junto a otros, como única certeza de que no estamos solos bajo la luz del sol catódico, en medio del desierto desolado que es la sociedad de la comunicación. Porque la televisión es el fetiche de toda esperanza, de toda alianza, justo ahora que el mundo de ahí afuera toca a su fin, que solo nos tenemos a nosotros mismos y ningún lugar al que huir, porque fuera de la televisión se ha perdido el lenguaje y la mirada, y es imposible reconocernos como comunidad.

La televisión es completamente punk, no cree en el futuro, el suyo es un presente sin fin, una cinta continua al servicio del espectáculo, del deseo que se alimenta con su farsa, con lo monstruoso y lo irracional de la tragicomedia en la que hemos convertido nuestras vidas. La televisión es el gran pegamento colectivo. La gran productora de símbolos sociales cohesivos, la gran maestra basura que nos educa y alecciona sobre el mundo al tiempo que nos inmoviliza en él, la gran madre que nos trata como a un hijo idiota que no sabe lo que hace, y que ella justificará siempre porque no sabe lo que hace, lo que nos deja como irresponsables sociales producidos en serie por ella misma, necios en los que es muy fácil ver su miedo, pero no su amor; porque, como decía Goethe, solo aprendemos de aquel que amamos, y así nos va.