Disolver la Audiencia Nacional

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Corren tiempos críticos para la justicia. Lentitud, falta de credibilidad o diferencia de trato según clases sociales son sospechas razonables de la ciudadanía para con quienes imparten justicia. Algunos mantienen que la justicia es un cachondeo y otros que puedes buscar justicia en cualquier sitio menos en un juzgado. Quizá a ninguno les falte razón.

Vamos a detenernos a analizar el caso del órgano judicial más presente en las noticias de la vida pública asociadas a la justicia: la Audiencia Nacional.

Y aunque pueda sorprender nos encontramos con un órgano preconstitucional. De hecho, la Audiencia Nacional se creó por Real Decreto-Ley 1/1977, de 4 de enero. Esta norma se publicó el 5 de enero de 1977, el mismo día que desapareció el Tribunal de Orden Público. Si a este dato sumamos que comparten sede e instalaciones queda meridianamente claro que se trata del órgano sucesor de aquél.

Preconstitucional, por decreto y sucediendo al TOP. Eso, de entrada. Y si profundizamos algo más, observamos que se creó en un momento donde las garantías constitucionales se encontraban suspendidas (Decreto-Ley 2/76 de 18 de febrero). Parafraseando a Lorca Navarrete la Audiencia Nacional fue “creada al amparo de una normativa de dudosa legitimidad democrática” y es “antidemocrática de nacimiento”, como dice De la Oliva.

Sin embargo no solo estos motivos históricos pueden movernos a reflexionar sobre su conveniencia. Atendamos ahora a criterios técnicos. La Audiencia Nacional es una anomalía jurídica sin parangón en el resto de países del entorno europeo. Y ni siquiera aquí parece encontrar justificación más allá de haber sido una herramienta de la política antiterrorista, como se acredita en la propia web del órgano: http://www.poderjudicial.es/cgpj/es/Poder_Judicial/Audiencia_Nacional/Informacion_institucional/Historia_de_la_AN

Son jueces “ad hoc”, que prestan servicio en un órgano creado a propósito para resolver casos concretos. Es evidente que estamos ante un tribunal excepcional, que vulnera el principio constitucional del juez natural predeterminado por la ley y cuyo reparto competencial se realiza con base en el criterio territorial. El juez que conoce debe ser quien ejerza la jurisdicción donde se comete el delito, sin más. Esto, que sí ocurre en materia civil y mercantil no es así en el orden penal, que es donde este principio tiene mayor sentido. De hecho, es sintomático el pésimo papel desempeñado por la Audiencia Nacional en la defensa de los derechos fundamentales, con multitud de sentencias anuladas o enmendadas por el Supremo, el Constitucional o el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

Muy burdamente se ha planteado que la Audiencia Nacional no es un tribunal excepcional ni especial sino especializado. Y ciertamente lo es, pero no por ello deja de ser también excepcional y especial.

De hecho, es una especialidad la de la Audiencia que se suma a las constitucionalmente previstas y que abarcan a los diputados y senadores de Cortes Generales, los miembros del Gobierno, y en ciertos supuestos, a los miembros del Consejo de Estado, los jueces y magistrados, los fiscales, los miembros del Tribunal de Cuentas, las autoridades de las Comunidades Autónomas y los miembros del Tribunal Constitucional.

Si a esta configuración, le añadimos un día a día plagado de pésimas instrucciones, utilización de impresos normalizados, incumplimiento sistemático de los plazos y un sinfín de irregularidades jurídicas tendremos el cuadro completo por el que se hace necesario disolver un órgano que nunca debería haber existido. Sin Audiencia Nacional nuestro sistema será más creíble, menos político y más jurídico. Y con toda seguridad reforzaremos la tendencia de evitar las actuaciones mediatizadas y protagónicas de determinados “jueces estrellas” con sus correspondientes retransmisiones televisadas de actuaciones o sus saltos a las más altas esferas de la vida política utilizando los órganos de justicia como meros trampolines hacia la detentación de más poder.

Adaptar los órganos e instituciones judiciales a las exigencias constitucionales y democráticas es una tarea principal para que podamos presentar un sistema judicial ordinario, creíble, valorado por la ciudadanía y que huya del bochornoso espectáculo que presenciamos casi a diario.