Progreso retrógrado

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Este pasado mes de julio miles de agricultores se manifestaron en las calles de Sevilla para expresar su protesta por los precios que perciben por la aceituna. Un cultivo, el del olivar, que supone la actividad más importante a la que se dedica hoy la economía andaluza. Porque Andalucía, desde el punto de vista de lo que se nos pide desde fuera, sigue desempeñando la misma función primaria que la Bética romana de hace más de 2.000 años. Con la diferencia de que el monocultivo del olivar, que ahora ocupa casi la mitad de la tierra cultivada, 1,7 millones de hectáreas, ha desplazado a una diversificada producción agraria local que permitía un altísimo grado de satisfacción de nuestras necesidades alimentarias, cubiertas ahora por importaciones, siendo cada vez mayor nuestra dependencia alimentaria.

Las quejas de los olivareros se relacionan con la diferencia entre lo que les cuesta por término medio producir un kg de aceite (2,70 € en 2018) y lo que reciben por él (2,20). Traducen el malestar de estar trabajando para otros, y no es un malestar nuevo, ni tampoco una queja imaginaria. Ya el ministerio de Agricultura, en sus estudios sobre “la cadena de valor” del aceite de oliva daba cuenta de esta situación de pérdidas para los olivareros andaluces, que aparecían claramente en las tres campañas estudiadas con números rojos. A partir de 2010, el Ministerio ha dejado de publicar estas cifras.

De modo que no es una cuestión coyuntural sino una característica propia de nuestra condición subalterna dentro del sistema. Una condición en la que los gigantes del agronegocio mantienen a los agricultores presionados por una pinza tanto por el lado de las compras, con costes crecientes de los ingredientes que necesitan (Bayer, Syngenta, John Deere, etc), como por el de las ventas, con bajos precios pagados por Mercadona, Carrefour, etc. Esta desigual situación que sufren los agricultores andaluces en beneficio de las grandes corporaciones transnacionales sólo puede mantenerse a través de tres mecanismos que acentúan la polarización social y alimentan y profundizan nuestra desposesión.

Uno, tratando de compensar las pérdidas con las subvenciones de la PAC. Una política económica que hace posible la apropiación por el capital global de la riqueza generada por el funcionamiento de esta gran plataforma agroexportadora del olivar andaluz.

Otra vía es la sobreexplotación de la mano de obra que interviene en la generación de la riqueza extraída. Una fuerza de trabajo cada vez más precarizada, con  una fuerte discriminación hacia las mujeres, altos porcentajes de fraude a la Seguridad Social, muchas horas no cobradas, trabajo gratis a cambio de peonadas, acuerdos de trabajo a destajo que suponen salarios de menos de la mitad para la misma tarea, y otras condiciones que llevan a calificar este modelo de relaciones laborales como propio de nuevas formas de esclavitud.

El tercer mecanismo para tratar de compensar las crecientes dificultades en la viabilidad económica del cultivo es una huida hacia adelante en la búsqueda de mayores rendimientos por hectárea, con paquetes tecnológicos cada vez más agresivos y una creciente intensificación en el uso y la degradación de nuestro patrimonio natural. Una dinámica en la que el agua y el suelo, bienes comunes, soportes de la propia actividad agraria, y elementos esenciales para mantener la trama de la vida en cualquier ecosistema, se ven sometidos a patrones de uso claramente insostenibles.

En el colmo del “progreso”, este “avance” hacia variedades, manejos y sistemas de cultivo cada vez más “productivos” y “eficientes” ha traído a Andalucía la expansión a gran velocidad del olivar superintensivo. Un modelo que supone plantaciones de olivos en seto de alrededor de 1.500 árboles por hectárea, densidad que multiplica por más de cuatro la del olivar intensivo que predomina todavía. Con el consiguiente incremento de la gravedad de los problemas en torno al uso del agua, erosión, pérdida de suelo y de fertilidad. Una regresión que no es sólo ecológica. Desde el punto de vista social su implantación supone una gran escala productiva, económica y financiera, fuera del alcance de la gran mayoría de los olivareros andaluces, pequeños y medianos, además de la utilización de grandes “máquinas cabalgantes” para la recolección o la mecanización de la poda, de manera que, por fin se resolvería “el problema” de la mano de obra en una gran parte de los campos andaluces.

Como paradigma de este “progreso retrógrado” hacia el que nos llevan la modernidad y el capitalismo, el olivar superintensivo ha llegado al desierto de Tabernas, a unos 40 kilómetros al Norte de Almería. Después de la crisis financiera de 2007 se ha invertido allí para instalar 6000 hectáreas de olivar superintensivo alrededor del último oasis del continente europeo, que depende del acuífero del que mana el río Aguas. El Plan Hidrológico de la Demarcación de Cuencas 2015-2019 reconoce que la situación es “dramática”, con una sobreexplotación de entre un 300 y un 400% anual. El agotamiento del acuífero se prevé en menos de 10 años. Algunos núcleos de población de la comarca de Sorbas han tenido que abastecerse con cubas porque las explotaciones de olivar los ha dejado sin agua.

En noviembre de 2017 el Tribunal Internacional por los Derechos de la Naturaleza ha dictado una sentencia –no vinculante-, contra la sobreexplotación del acuífero, culpando a las explotaciones superintensivas de olivar y a las administraciones de la situación y afirmando que “se violan los derechos de los sistemas ecológicos de Almería y los Derechos Humanos de los habitantes locales incluidos los derechos de las generaciones futuras”.

La crisis y el desmoronamiento de uno de los grandes relatos de la civilización industrial, el mito del progreso, especialmente evidente en realidades periféricas como la de Andalucía, para las que modernización viene siendo desde hace siglos profundizar en la adaptación a necesidades ajenas, pone en cuestión los pilares que sostienen ideológicamente a la modernidad y el capitalismo. Esta evidencia nos pone por delante la tarea colectiva de deconstruir esos grandes relatos que vienen nutriendo no sólo a la ideología más “conservadora” sino también a la de la izquierda tradicional y a la vez cooperar para que puedan prosperar otras maneras de entender la vida y de vivir que nos permitan evitar la barbarie.