Y llegó el Borbón

352

Todavía faltaba algún actor en la trama catalana. Fue entonces cuando apareció el Borbón. En concreto Felipe VI. Y es que hasta el nombre es como de otra época. O más propio de un monologuista. Según se mire.

Desde luego, el rey protagonizó en la noche del pasado martes un delirante monólogo. Habló de Estado de Derecho, de democracia y de quienes vulneran las normas legales y legítimas. Y curiosamente no se refirió a su familia. Ni a su hermana ni a su cuñado. Seguro que fue un lapsus pero a los saqueadores profesionales de la Casa Real no les dedicó ni un minuto de atención. Y es más que curioso porque esa rama de la familia real concretamente vivía en la más lujosa zona de Barcelona. Pese a la evidente conexión catalana, el asunto pasó inadvertido para el monarca. Urdangarín cayó así en el olvido de su más insigne valedor.

La Corona mostró su más firme compromiso con la Constitución y con la democracia a la vez que olvidó algunos recientes episodios protagonizados por idéntica Corona y bajo el amparo real donde no resultaban tan comprometidos. Ni con la Constitución ni con la democracia. Más bien con el enriquecimiento y con la alta corrupción. Delitos de cuello blanco inevitables de ocultar pese a las miles de gestiones realizadas para ello. Por el momento a Ginebra, que en Suiza el tema del dinero se ve con otra perspectiva, y a vivir que son dos días.

Pues bien, el monarca da lecciones de democracia y constitucionalismo. Esto es en serio aunque produzca risa floja. Y además lo hace desde una posición de superioridad moral. Y también lo televisa y emite por radio. Sigue la estela de su predecesor y utiliza los medios para entrar en todos los hogares y no solo por Navidad. El patético episodio televisivo de cada año ahora amenaza también con repetirse en otoño.

El rey salió por la tele sin corona y se refirió a momentos muy graves en nuestra vida democrática. Utilizó el “nuestra” aunque quizá debió haber dicho “vuestra” porque la vida de quienes integran la realeza es por definición incompatible con la democracia. Ni el desempleo masivo, ni la corrupción, ni la degradación de los servicios públicos, ni la precariedad, ni los desahucios ni ninguna otra circunstancia es grave –según el monarca- y menos aún merecedora de su aparición. Ahora bien, que los catalanes quieran decidir e incluso meter papeletas en urnas, sí es grave. Y mucho. Pero quizá lo verdaderamente grave sea que las fuerzas policiales agredan a ciudadanos por hacer precisamente esto (ir a un colegio electoral para votar) y ni siquiera así –empleando la violencia- sean capaces de evitarlo. No solo fueron violentos sino también inútiles. Menudas fuerzas policiales, ¡oiga!
La monarquía española sufre la más justificada desafección que se pueda acusar. Lejos ya de justificarse por la intervención de Juan Carlos I en la noche del 23-F, son cada vez menos quienes toleran a esta familia llena de episodios oscuros y actitudes indignas. El mensaje real ahondó algo más en esta marcada tendencia. Y sin quererlo resucitó episodios aún no despejados como la muerte del infante Alfonso (¿fue esto grave, majestad?), el juramento de los principios fundamentales del régimen (¿compromiso con la democracia y la Constitución, su eminencia?) los tejemanejes de Urdangarín y familia (¿respeto a la ley, alteza?).

Tras el mensaje del rey, las personas de bien, a quienes nos repugna la violencia y defendemos el diálogo, solo pudimos recordar que hay ocasiones en que más vale quedarse callado. Y en el caso de la Corona española, ese silencio está pero que muy bien pagado. Y es que no todos tenemos sangre azul.