El ADN de la Memoria Histórica

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Sería ridículo negar que en los últimos años no se han producido significativos avances en lo que respecta a la resolución del problema que significa para la sociedad española la persistencia de decenas de miles de desaparecidos y asesinados. Así como de la rapiña que se cebó sobre los vencidos, la “legalidad” de la Justicia del Terror, la contumaz persistencia de la vigencia y la difusión de las “fake news” asentadas por los golpistas y el franquismo. Circunstancias que hacen que sigan vigentes los objetivos del movimiento memorialista: verdad, justicia y reparación.

Pero tampoco debemos engañarnos si creemos que las políticas de memoria se han convertido en eso que pomposamente denominamos “de estado”. También es cierto que ya no se ningunean a las víctimas de la misma forma que hace quince años, e incluso menos. Pocos, salvo los que el lector está pensando, se niegan a aceptar el derecho a que las familias conozcan donde están los restos de sus familiares asesinados. Todo lo más recurren al socorrido “y tú también y más”. El mantra que se utiliza para intentar ocultar que lo ocurrido en estas tierras a partir del 18 de julio de 1936 no fue sino la consecuencia de un golpe de Estado.

Hoy, tras un ya largo camino, la Administración ha hecho suyas de forma tímida, con algunos necesarios golpes de mesa mediáticos (salida del dictador de Cuelgamuros, pazo de Meirás, aumento presupuestario) la implicación de la administración estatal. Aunque, como con la llamada ley Zapatero de 2005, no deja de percibirse un tufillo a desconfianza de la organización ciudadana cada vez más relegada a un papel de compañero de viaje. Un mal, este despotismo ilustrado de nuevo cuño, que recorre el espinazo de la sociedad española desde 1978.

Entre las novedades que trajo la reactivación cívica de las exhumaciones a partir del año 2.000 estuvo la necesidad de practicar pruebas de identificación para la entrega de los restos a sus familiares. Algo que ni se había planteado, entre 1979 y 1982, en la primera oleada de intervenciones en la que predominó la reparación colectiva ante la familiar. La toma de muestras de ADN se ha convertido en algo habitual y, hoy, es contemplado como una de de las competencias de la administración andaluza por el artículo 13 de la ley aprobada en el 2017.

Hasta el momento los resultados son escasos y llena de incertidumbre a familiares y memorialistas. La trasparencia en el proceso no ha brillado. Los tiempos se han dilatado y los resultados son dudosos. Incluso por los procedimientos utilizados por el laboratorio dejan en el aire las certezas de las identificaciones. Una contradicción con la práctica de entregar a los familiares restos, no validados por el ADN, pero sobre cuya identificación no cabe otra duda que la que pudiera existir con las de cualquier otra exhumación. En Cádiz, por existir enterramientos individualizados y estar documental, arqueológica y antropológicamente, se han dado diversos casos.

La actual administración andaluza ha apagado el botón de las máquinas del navío de la memoria que se mueve al pairo en las actuales plácidas aguas de un gobierno dependiente de la extrema derecha empeñada en lo que llama la guerra cultural que no es sino imponer, de grado y si es necesario de fuerza, su ideología. Porque, no está demás recordarlo, tenerla la tienen. Algunos débiles latidos resuenan aunque apenas levantan la respuesta de un movimiento memorialista dividido, dependiente de sus mentores partidarios y con  respiración asistida y una oposición política que, en muchas ocasiones, tampoco puede levantar demasiado la voz. Recordemos el tema de las llamadas cruces de los caídos.

De esta forma se pueden producir sinsentidos como que se le den a una familia resultados negativos de unas muestras que no han podido ser cotejadas con ningunas que pudieran, siquiera lejanamente, corresponder al lugar donde estuviera enterrada la víctima. Es más que incluso se le dijera que se había cruzado con un hasta hoy, que sepamos, inexistente banco de datos.

En el ADN del movimiento de la memoria histórica está su identidad colectiva que no tiene porqué estar reñida con la individual. Lo malo es cuando se utiliza esta segunda para no hacer frente al problema social que tiene el país. Se retrasa, casi indefinidamente, la entrega de los restos que, además, es despojada de su carácter ciudadano para convertirse en un acto “privado”. Es decir sin ninguna intencionalidad de pedagogía cívica, de construcción de una ciudadanía más consciente y, por tanto, más libre.

El tiempo corre y los afectados más directos se van yendo. Aunque el relevo está asegurado, la burocracia va ganando terreno y, poco a poco, diluyendo los efectos sociales para convertirlo en algo individual. La mayor virtud para el capitalismo.