La amenaza de la ultraderecha y los barrios obreros

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Existe la creencia inocente de que, invariablemente, la extrema derecha moviliza el odio hacia los grupos vulnerables y la extrema izquierda la desafección hacia las élites. Esto solo es parcialmente cierto. El verdadero peligro de la extrema derecha se encuentra en su capacidad de movilizar el rencor hacia ciertas élites, convirtiéndose en un fenómeno popular y de masas. No son pocos los ejemplos de esto en la historia y en la política contemporánea. Podría plantearse la hipótesis de que, en Italia, EEUU o Brasil, el nuevo conservadurismo de derechas, más que un discurso del odio contra las minorías étnicas, ha sabido armar un discurso del odio contra lo que dibujan como élites progresistas, con su típica ostentación de una racionalidad y una moralidad superior. Esto, al menos en algunos casos, tendría la capacidad de movilizar a las clases populares, y no exclusivamente blancas y masculinas.

Esto no quiere decir que Trump o Bolsonaro no sean racistas, que lo son. Lo que no son es políticamente inocentes. Es una tentación de la izquierda el presentar a la derecha de una forma caricaturesca, pero este tipo de políticos suele ser solo un poco tan tontos como los presentan. Gran parte de su éxito entre la población humilde procede de su capacidad de presentarse como elementos ajenos al establishment y a los consensos liberales dominantes a nivel político y cultural. Asimismo, el control de fronteras es una política que puede tener cierto predicamento incluso en parte de la población hispana bien establecida en EEUU, igual que el discurso de los valores familiares y cristianos para la población pobre y afrodescendiente de Brasil.

Hay algo de verdad en el hecho de que la izquierda ha tendido en algunos casos a convertirse en un discurso de una fracción intelectual de las clases medias, más o menos privilegiadas en sus respectivos contextos, sobre la situación de grupos oprimidos a los que no pertenecen. El discurso intelectualmente elaborado de esta izquierda corre el riesgo de acabar resultando antipático los estratos populares, con los que cada vez se identifica menos. La caricaturización mediática no solo afecta a los líderes derechistas, también afecta al izquierdista que corre el riesgo de ser identificado con un millonario de Hollywood o Silicon Valley.

El dilema de la izquierda en este contexto no es elegir entre diversidad cultural y clase trabajadora. Por supuesto que la clase trabajadora es culturalmente diversa. Siempre lo ha sido. La cuestión es hasta qué punto la clase trabajadora, en toda su diversidad, cada vez está más lejos de las ideas de izquierda. En Andalucía hay unas clases populares nutridas, de las cuales la mayor parte de la población inmigrante forma parte. Estratos sociales hostigados por el paro y la precariedad, en algunos de los barrios más degradados de Europa occidental, políticamente desmovilizadas y simbólicamente agredidas. Fracasados para la derecha convencional y españolazos retrógrados para una parte del progresismo. La extrema derecha, por el momento, tampoco ha tenido mucho éxito a la hora de interpelar efectivamente a esta población. Pero, ¿no debería preocuparnos que lo consigan en el futuro imitando experiencias de otras partes del globo?

Coincido con algunos de los diagnósticos que rondan las redes y no tanto con las propuestas. Abanderar un etnonacionalismo excluyente no es una solución, sino el problema en sí mismo. En el otro extremo, a estas alturas llevo ya un par de décadas escuchando la afirmación de que hay que montar más centros sociales y cooperativas, generalmente acompañada de la de que hay que olvidarse de los sindicatos y los partidos. No sé en otros lares, en Andalucía no he visto muchos avances con estos planteamientos. Yo soy un convencido de la utilidad de los centros sociales. Ahora bien, ensimismados, como suelen darse, las cooperativas o los centros sociales, pueden tener más que ver con el problema que con la solución. Son parte de la tendencia izquierdista a crearse sus diminutos guetos, igual de problemática que la tendencia a quedarse en los despachos de la universidad. ¿Hasta qué punto no convierte esto al típico izquierdista en una diana perfecta para las acusaciones de elitismo?

Volver a los barrios y a los tajos es otro lema muy bonito, pero endiabladamente difícil de llevar a cabo. El tejido asociativo heredado de la transición está casi por completo desmantelado, mientras que los proyectos de trabajo territorial, que se han planteado ya en el siglo XXI, han tendido a fracasar invariablemente en las ciudades andaluzas. Sin embargo, no veo otra forma que seguir intentándolo y seguir fallando, “fallando mejor”, sin abandonar otros espacios políticos al oportunismo post-político de la social-democracia y ni mucho menos a la derecha. En cualquier caso, la alineación de las clases populares con las ideas de izquierda en el futuro es algo que no puede darse por garantizado y esto debería ser objeto de preocupación y debate.