Nosotras con las otras. Y viceversa

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Recientemente recibí una invitación para participar en una mesa redonda sobre el papel de la mujer andalusí en la cultura judía, cristiana, musulmana y gitana, en el marco de una nueva edición de las jornadas interculturales que cada año se celebran en la ciudad de Granada en la Alhambra con el patrocinio del Ayuntamiento de Granada, el Patronato de la Alhambra y la UNESCO. Me correspondía hablar de lo que hasta el momento he estudiado e investigado sobre la mujer musulmana andalusí, que para mí parte de un necesario ejercicio crítico con la historia oficial transmitida, y que -lejos del esquema clásico de clasificación de las mujeres en esclavas del harem, princesas de la Alhambra y poetisas exóticas- supone reemplazar la idealización de una época mítica por el ejercicio cívico de hacer memoria de las otras que también soy yo -como lo son de todas las que hemos nacido en Andalucía-.  Es decir, volver a pasar por el corazón, en justo reconocimiento, a la mora, a la judía, a la gitana y también a la negra que, como andaluzas -y en palabras de Federico-, todas llevamos dentro. Sin duda quedaba el vacío de la mujer negra, que no aparecía en el programa del evento y que es otro de los pilares de nuestra identidad andaluza femenina.

Pero, al margen de las ausencias, consideré que era una gran oportunidad para poner en valor algo tan importante como que, en la franja histórica a la que nos estábamos refiriendo -que abarca mucho más que siete siglos de nuestra historia-, se consolidó uno de los elementos más potentes de nuestra identidad cultural y que hoy podemos decir que conforman uno de los pilares del feminismo andaluz: la práctica política de la relación humanizada entre mujeres. Relaciones que, como se vio, se producían entre gitanas, moriscas, esclavas, cristianas y negras entre sí, y que ponían el acento más en la singularidad de lo personal para con la comunidad que en las diferencias de clase, religiosas o de poder. Lejos del individualismo puede observarse una tendencia a la cooperación entre mujeres, a la preocupación por la otra y a la cohesión que parten del mismo deseo de superación de las circunstancias personales y de las de afuera que afectan a todas en general. No olvidemos que estamos haciendo mención a un tejido social complejo, de grandes diferencias de clase y de dificultades especialmente para las mujeres.  Y, a su vez, el entramado entre mujeres otras veces se articula sobre el deseo profundo de compartir saberes, y poner en relación artes como la música, la poesía o lo imaginario del vivir.

Quizás lo más importante de esta práctica política de la relación entre mujeres, no es en sí el hecho de que se produzca sino el verdadero orden simbólico al que obedece: al de la madre. Es decir, los vínculos se establecen con un referente materno que consigue situar a la mujer como portadora de una libertad y soberanía para ser, estar y sentir desde su propio cuerpo sexuado. Así, se reconoce un sentido de la justicia desde la ley de la madre y no del padre, a pesar del carácter sumamente patriarcal del sistema político y jurídico en el que se inserta.

Para ilustrar esta realidad cité un poema anónimo que data de las fuentes escritas árabes de la Loja del siglo XIV y que da fe del sentir popular del momento: “Vive en Loja un cadí/ que tiene una esposa/ cuyas sentencias se conocen entre los vecinos,/ ¡Quisiera dios que el cadí fuese ella!”. El poema hace mención a una gran jurista granadina -cuyo nombre se desconoce pues las fuentes escritas solo la mencionan como “la mujer del cadí”. Ella vivía con su marido, el cadí (el juez) de Loja, al que superaba en conocimiento jurídicos, siendo en toda la provincia conocida por sus justas resoluciones judiciales, precisamente dictadas desde ese otro sentir de la justicia en femenino. O también, otro ejemplo de práctica política de relación humanizada entre mujeres, fueron las maestras del gran místico andalusí Ibn Árabi, Fátima y Shams, mujeres octogenarias del pueblo sevillano de Marchena que contaban con grandes conocimientos esotéricos y alquímicos con los que curaban a las mujeres que a ellas acudían sin importar su estrato social o su fe.

Sin violencia ni agresiones, ni conquistas de poder, sino -a pesar de la invisibilidad- este momento de la historia es clave para entender cómo en Andalucía las mujeres llevamos en el ADN la capacidad irrompible de transformar las relaciones desiguales de fuerza y poder en relaciones libres, solidarias y humanas. Aunque ello tenga que conseguirse a través de la clandestinidad de los pequeños grupos en reuniones domésticas. Pero también en el trabajo o en cualquier otro espacio en el que se pueda pasar -porque responde a un deseo verdadero- de la abstracción de la miseria femenina con la que nos contempla el orden patriarcal, a la escucha, al autocuidado, a la pena compartida, a la alegría, la crianza, al baile y al amor. Vínculos y espacios que nos resultan familiares y hemos mamado las andaluzas de antes y de ahora.

Y esta capacidad de generar redes entre mujeres desde la otredad es una de nuestras fortalezas para crear política femenina en Andalucía en coherencia con nuestro referente cultural histórico. Nace necesariamente de asumir que la soberanía, cuando se ordena desde el simbólico materno, nos coloca al servicio de establecer relaciones asimétricas de paz y asociación con los hombres. Y es precisamente ahí donde podemos poner nuestras verdaderas esperanzas para solucionar los problemas que hoy acucian a nuestro pueblo, en lugar de depositarlas en el Estado o en la ley.