Nosotros, los terrícolas

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Hay un pasaje de Las bacantes de Eurípides, su tragedia póstuma que no llegó a ver representada en público, que no consigo quitarme de la cabeza. Penteo, el rey de Tebas, un gobernante joven y soberbio, confiado en su dominio absoluto sobre la ciudad, amenaza a un extranjero ambiguo y provocador que está difundiendo en su ciudad el culto de Dionisos, un nuevo dios que llega desde el Oriente: la divinidad de la confusión, la embriaguez, el éxtasis, un dios al que hay que adorar con cantos y bailes. Las mujeres, antes encerradas en el interior de las casas, esto es, domesticadas, han escapado de la ciudad y están celebrando su llegada en los montes. El rey, desesperado ante el caos que se apodera de su reino, no sabe que, en realidad, está hablando con el mismo dios, quien es, además, capaz de adquirir cualquier forma y de escabullirse de cualquier prisión. De hecho, en el pasaje al que me refiero, el extranjero acaba de liberarse de unas pesadas cadenas. Penteo se niega a aceptar que no haya modo de detener al extranjero: “Voy a mandar que cierren todas las torres de la muralla circular”. A lo que el extranjero responde desafiante: “¿Y qué? ¿No pasan los dioses también por encima de los muros?”.

Me parece que, como sociedades modernas y orgullosas de sus logros tecnológicos, nos estamos comportando y gesticulando con la arrogancia del rey tebano. Negamos una y otra vez, si no en las palabras, sí en los hechos, que no podemos seguir adelante como si nada estuviera pasando en la tierra que habitamos, en el único medio que como humanos, es decir, como mortales, podemos habitar. La Tierra seguirá sin nosotros, la vida, en su multiplicidad de formas y contenidos, seguramente también consiga adaptarse a las nuevas circunstancias. Nosotros, los humanos, en cuanto terrícolas, sin embargo, necesitamos unas precisas condiciones de habitabilidad que, poseídos como estamos por una lógica extraterreste ―la lógica del crecimiento infinito del dinero: el colmo de la abstracción―, estamos destruyendo rápidamente hasta el punto de que nos estamos quedando sin el suelo familiar, donde desplegamos nuestra manera de vivir, al que estábamos acostumbrados. “No tenemos suficiente conciencia de que el negacionismo climático organiza toda la política del presente”, advierte Bruno Latour en su manifiesto Dónde aterrizar. Este sociólogo francés se hace cargo de la angustia de nuestros días en torno a la mutación climática: el Globo de la globalización capitalista, al que todos los países han sacrificado tantos recursos, no cabe en nuestro planeta. Los planes de “modernización” necesitan varios planetas, pero sólo contamos con uno. “Así, cada uno de nosotros se encuentra ante la siguiente pregunta: «¿Debemos alimentar sueños de fuga o buscar un territorio habitable para nosotros y para nuestros hijos?». En otras palabras, o bien negamos la existencia del problema, o bien buscamos dónde aterrizar. Es esto lo que nos divide a todos, mucho más que la adhesión a la derecha o a la izquierda.”

La lógica extraterrestre del Capital, la convicción de que podemos desplazarnos sin la gravedad de los cuerpos, haciendo caso omiso a las limitaciones de nuestra interdependencia con los demás seres humanos y no-humanos, funciona como una droga dura, en palabras de Yayo Herrero. “Me temo que para desconectarse de la droga dura hay que pasar el mono”. Un síndrome de abstinencia que tiene que pasar por redefinir y repensar no sólo nuestros modos cortoplacistas y violentos de hacer negocios y hacer política, sino también nuestra forma de conocer, eso que llamamos ciencia y que, como todo lo humano, es también una construcción cultural nacida y crecida en un contexto histórico que está llegando a su fin. No podremos aterrizar sin antes reconocernos como terrícolas: nos han enseñado e incentivado a vivir y a conocer como alienígenas que exploran y someten mundos a su voluntad.

¿Cómo hacer que los terrícolas que somos salgamos de nuestro delirio extraterrestre? Otros seres geológicos y biológicos, otros terrícolas, sin necesidad de conciencia, están ocupando la escena y nos están sacudiendo de nuestro sueño de ingravidez. O aprendemos a convivir con estos nuevos actores, estos Dionisos que han hecho acto de presencia en nuestra ciudad y sin los cuales ya no se puede hacer ni pensar la política, o bien, con nuestra negación a aceptar que somos terrícolas entre terrícolas, nos arriesgaremos a padecer el mismo final catastrófico del rey Penteo: morir despedazados por nuestra propia madre.