El charlatán apocalíptico

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¡No podréis esconderos!, Ninguno! La madre Tierra está a punto de hablar, hace demasiado que no lo hace, cuando lo haga, no encontraréis rincón en el que esconderos.

Lleva demasiado tiempo tragando, lleva demasiado aguantando nuestras estupideces, viendo, silenciosa, cómo nos degradamos como especie y la degradamos a ella de manera global.

Cuando hable, cuando llegue el momento de su parto, no penséis que de sus entrañas saldrá un inofensivo ratón, ni un fiero león, ni siquiera un temible dragón escupefuego, ¡No!, ¡Cuando le llegue la hora de parir, de las entrañas de la Tierra saldrá lo inimaginable, su inconmensurable fuerza convertida en cataclismo que todo arrasará!

Ella hablará y entonces, todos vosotros, insensatos, callareis, ¡para siempre!

Hablad ahora, abuchead hasta hacer ahogar mis palabras, pero eso no os salvará. Cuando la Madre Tierra hable, reservad unos segundos para recordar a este loco iluminado que os avisó. Quedaos con mi cara, quedaos con mis palabras porque a ellas os agarraréis.

Necesitaréis reconciliaros con nuestra Madre antes que estalle su ira, no es demasiado tarde aún, empezad desde hoy. Escuchad lo que ocurre a vuestro alrededor, no lo menospreciéis.

Dejad de adorar al vellocino del dinero y el poder que os tiene ciegos. Creedme, la paciencia de la Madre Tierra se está agotando. Los terremotos de Japón, de Haití, de Nepal, la sequía del cuerno de Somalia, las inundaciones en Méjico o Chile son pequeños avisos….

No seguí oyendo a aquel charlatán que seguro estaba a punto de rememorar a NostraDamus. Seguí mi paseo, hacía mucho que no visitaba la ciudad y tuve la impresión de que permanecer escuchando aquello, iba a contaminar mi corta estancia. A pesar de tener el cajón en pendiente, guardaba bien el equilibrio, también la gracia de verlo caer había dejado de tener interés.

Asociaba la imagen de los charlatanes a esos que con chistera y chalequillo vendían crecepelo en las películas del oeste, a los supuestos predicadores que, biblia en mano, congregaban a los transeúntes en las calles de New Orleans, pero, ¿en Barcelona? ¿Un charlatán apocalíptico en las ramblas de Barcelona? Era lo último que me hubiese esperado.

Bajé hasta el muelle. Bordeé la enorme glorieta de Colón, cosa que me gusta, siempre me dio mucho reparo pasar bajo grandes estatuas. Seguido por el instinto, me arrimé al borde del muelle para mirar de cerca el trozo de Mediterráneo que la bocana del puerto deja llegar hasta allí.

El verde oscuro, opaco, me ensombreció la mente, y, como una arcada, apareció de nuevo el charlatán. La oscuridad de la mar era un mal presagio en cualquiera de los siete mares. Retrocedieron mis pies para apartar mi vista del filo del muelle. Me abordó el bochorno y mis poros volvieron a saber del verano mediterráneo.

El sofoco me llevó hasta el cajón de resonancia que era entonces mi pecho y las puntas de mis dedos recuperaron algo de tintineo. La tensión que había intentado dejar en la oficina, después en mi piso, después en el avión y en el hotel, no me había perdido los pasos, seguía inasequible al desaliento para mi desasosiego. Necesitaba más distancia física y temporal de los intensos últimos meses de aquel proyecto de investigación finalmente frustrado.

Buscar una cerveza en algún bareto cercano a Santa María del Mar, recorriendo sus frescas calles estrechas me reconciliaron con la vida. Comencé a andar antes de terminar de decidirlo. Entré en uno, sólo por el hecho que de que cayó simpático el plante del que, a modo de comité de bienvenida, fumaba un cigarrillo apoyado en el quicio de piedra. Era de esos tipos que dejan el brazo con la cerveza en la parte interior, como cordón umbilical, y el otro, con el cigarrillo en el exterior, pero consiguiendo que cada bocanada acabe siendo atrapada por la atmósfera del bar.

Mimeticé mi gusto con el de los parroquianos, vermut y anchoas, y como ellos, dejé un ojo en el ir y venir del camarero y el otro en el televisor, pensando entonces en el daño que ha hecho la caja tonta a las tertulias de barra.

Algo dentro de mí, me hizo renunciar a entrar en esa dinámica, fertilizante de la bobería y ausculté a mis lados buscando encontrar algún hilo entre las facciones de mis compañeros gimnastas del codo.

Despojado de su chaqueta y con medio metro menos de estatura, no lo reconocí al primer golpe. Él si que saciaba su sed con una buena jarra de cerveza. Silencioso, hacía un censo de las botellas de la estantería, parecía haberse dejado el oficio de charlatán en la puerta, sólo había arrastrado hacia el interior el sofoco, que, igual que a mi, se resistía a dejarlo solo.

  • Le he oído antes en la rambla- Me giré suavemente, intentando que mi tono fuera audible pero no entrometido.
  • Ah!, si, ¿qué le ha parecido?
  • Ha sido casi de pasada, sólo escuché algunas frases – No quería que la conversación derivase en el contenido de su exposición.
  • Entiendo, una pena, debería haberlo oído completo.
  • Ya, cierto, pero llevaba algo de prisa…
  • Todos la llevamos, ese es el problema. Y, ¿se solucionó?
  • ¿El qué?
  • No, como decía que llevaba prisa, supongo que tendría que resolver problemas.
  • Si, si, todo resuelto, gracias.
  • Alberto Samaniego, para lo que necesite.
  • Juan, Juan Silva, un placer.
  • Tenga, coja esta revista, es gratis, por si tiene un rato para leerla.

Me extendió un libreto, muy artesanal, fotocopiado, grapado por la esquina, con distintos tipos de letras, trozos manuscritos, lo hubiese rechazado en cualquier otra circunstancia.

  • Ahí podrá ver con atención lo que antes exponía. Al final viene nuestra página web y nuestro correo electrónico por si quiere ampliar información.

Crecía en mí la sensación de incomodidad, no había sido buena idea. Se me agotaba la conversación de cortesía y Alberto Samaniego parecía ser un tipo mucho más sensato, cabal e inteligente de lo que aparentaba subido en aquel cajón. Pagué las consumiciones tras vencer la natural resistencia de Alberto y salí con el libreto cogido con las pinzas de mis dedos, sin haberlo hecho aún mío.

Demasiada trastabillada la sobremesa, mejor hacer borrón y cuenta nueva con una ducha y siesta en el hotel. Entre una y otra se interpuso el libreto que cogí con la intención de hacerlo puente entre ambas, y se convirtió en muro.

Estaba bien escrito y sus diferentes partes tenían conexión y se hacían sinérgicas. No era una cuestión de marketing ideológico barato, gracias a mi trabajo estaba entrenado para no dejarme embaucar con esas cosas, no, el argumento tenía sentido.

El libreto explicaba cómo el avance tecnológico de los últimos cincuenta años ha cambiado de manera bestial el paisaje, la orografía, el uso que damos del planeta. Nunca se había acelerado tanto como hasta ahora el ritmo de extracción de materia orgánica, de minerales, de energía. Nunca había crecido la población a un ritmo tan exponencial como hasta ahora, ni tampoco habían desaparecido tantas especies en tan poco tiempo. El único episodio parecido en la historia terrestre había sido el meteorito que acabó con los dinosaurios. Ahora otro meteorito parecía haber estallado, pero desde dentro y a lo largo de cincuenta años.

En la página web aparecía una dirección. Consulté en el teléfono el google maps, estaba cerca. Era un piso. Llamé al telefonillo. Reconocí la voz de Alberto. Sonrió al verme, puso a calentar agua para el té y nos dispusimos a charlar en un pequeño salón tomado por libros y pilares de apuntes.

A pesar de sus escasos cuarenta años, venía ya de vuelta de ser investigador, primero en el CSIC y luego en Massachusetts. Brillante, cultivado, comprometido, transgresor, un Galileo en la Barcelona del veintiuno.

Yo iba predispuesto, pero todas las reflexiones, dudas, preguntas, las resolvía y respondía con creces.  Me enganchó para la causa. No es que yo me fuese a poner a partir de entonces a lanzar proclamas desde lo alto de un cajón en la calle Sol, nada de eso, pero me convertí en un activista de la vida desde entonces.

No porque creyese que el mundo fuese a acabarse, en eso estábamos de acuerdo Alberto y yo desde el principio. Siempre que, de forma histórica la humanidad se había puesto al borde del abismo, se había producido un hecho trascendental que colocaba más lejos el abismo. En el siglo veintiuno eso no iba a ser diferente, pero también era cierto que, en todos esos momentos históricos tuvieron que aparecer moscas cojoneras que hicieron de pepito grillo.

Alberto nunca me convenció de yo iba a estar entre los afortunados que presenciaran el fin del mundo. Lo que de verdad hizo que me implicara, que diese la vuelta al calcetín de mi vida fue que, en aquella conversación, se clarificó en mi pensamiento la distancia que existe dentro de la mente humana entre lo que deseamos y lo que hacemos, entre los sueños y la razón.

Supe aquel día que era cierto, el hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando piensa. Alberto vivía su sueño y yo, aquella mañana de verano, me había paseado por Barcelona como un mendigo.