Las increíbles aventuras de Gorzila en España

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CAPITULO I

 

Sólo tormentos y disgustos

¿qué me puede el mundo ofrecer?

Si yo lo llevo con gusto

no me mires con desdén

soleá, popular

 

 

 

Mientras el mar lleva a pastar las blancas nubecillas del horizonte por los inmensos campos celestiales, siguiendo las suaves y poderosas fuerzas del mundo, que dijo el poeta Harry Martinson, en la orilla de la playa, cansado de rastrear el sudoku sobado que alguien ha dejado sobre la arena, Gorzila se levanta de su sillita y se da un paseíto para estirar las piernas y encontrarse con la desolación litoral que representa la visión de  montañas de pipas, colillas, latas de Coca-Cola, un cornetín de la banda de tambores y cornetas Centuria Romana, una toalla con un dibujo estampado de la Macarena, dos botellas de manzanilla La Guita y tres de ginebra Lirios de fresa, doscientas cajas de cebos vacías, un llavero de la peña flamenca Niño de la Alfalfa, una navaja de Don Benito, un collar de perro sin perro y varias compresas hartas de agua salada en franca descomposición, huellas indelebles de una excursión de sevillanos que ha recalado durante quince días en la isla y que van dejando más rastro que una babosa.

Gorzila mueve la cabeza en desaprobación ante la pulcritud exhibida por los turistas y regresa a su caseta de socorrista en busca del rastrillo y un saco para recoger todo aquello, que más que desperdicios de personas parecen los restos de un contenedor de todo a cien que se hubiera desparramado por la playa.

A esa hora apenas quedan más que dos fumetas jugando a las palas que, con el globo de la maría, no dan ni una, y se pasan más tiempo trastabillando detrás de la pelota que jugando con ella. Gorzila pasa con el rastrillo a unos metros de ellos, y a punto está de llevarse enganchada una camiseta del Betis, una toalla con la efigie del Gran Poder y un transistor en el que suena una sinfonía de Debussy que pone música al silencioso ir y venir de las olas.

Rastrillando hasta donde están instalados los aseos, ve pasar un solitario español pirulero al que un chapero japonés en tanga de hilo dental, con menos paquete que una bolsa de ositos, le estaba haciendo el aguardo, pero la súbita irrupción de Gorzila destroza los planes del nativo. El chapero huye, contrariado, por cierre súbito del negocio y el sevillano, mientras se aleja en dirección contraria, mira temeroso al saurio que parece haberse quedado con toda la copla, y es que en Japón, las efusiones en público están muy mal vistas y las de dos tipos en un retrete más.

El español lleva un chándal blanco y una camiseta de lunares con un collar rematado por una medalla dorada de la virgen del Rocío que parece una palangana. Gorzila, que ha cogido el puesto de socorrista de playa porque está cansado de ir pegando mascás a los monstruos, se va para él con la curiosidad lógica de todo lo extraño y para meterle la bronca, de la que sus compatriotas se han escapado, por cómo han dejado la playa.

En su cabeza va componiendo las pocas palabras que sabe de español que le enseñó José, un marinero de Lepe que vivía en su mismo portal antes de que le quitaran el piso por falta de pago, que tenía una hija muy bella que se llamaba Bella en honor a la virgen de su Pueblo, de la que Gorzila había andado medio enamorisqueado, aunque fue incapaz de arrancarle un beso ni siquiera aquella vez que estuvo a punto de palmarla de malaria.

¡Ay!, José, el cariño que le cogió… porque le decía que le recordaba a los camaleones del campo de La Redondela, aunque en chiquitito, y cuando se fue le regaló la gorra y el pañuelo morisco herencia de su padre, para que le dieran suerte en la vida. Mira, Gorzila, le dijo José en tono solemne, la tarde de su marcha, pidiendo al saurio que se agachara y poniéndole las dos manos en los hombros: por si los vientos de la vida separaran nuestros rumbos para siempre, quiero que lleves contigo esta mascotita y este pañuelo morisco, símbolos hoy olvidados y ridiculizados por todos, pero que fueron ayer las prendas más venerables a las que podía aspirar quien quería ser un hombre al lado de sus iguales, señales indelebles de la verdadera comunión del campesino con todo lo vivo, símbolo sagrado de la relación de mi pueblo con la madre tierra.

El lumia sevillano cuando ve al monstruo venirse para él se acojona y pone tierra por medio tirando un churro de tabaco de liar y perdiéndose por patas entre los palmerales. Gorzila recoge el cigarrito y le da tres caladas con tanta fuerza que en la última se quema las uñas y los labios. La playa permanece desierta. Vuelve a su silla de patas de gallina para un mejor agarre en la finísima arena de la playa y se pone de nuevo a mirar el horizonte. ¿Por qué le dirán a esto el país del sol naciente si el sol nace allá a tomar por culo? El país del sol naciente será California, que es por donde sale el Lorenzo empujando los termómetros más de cuarenta grados en verano. Lo mismo por eso no hay un alma en la playa, o tal vez es que esté jugando la selección nacional, vete tú a saber, porque los japoneses no son mucho de playa, así están todos, que parecen cazón en amarillo.

Gorzila se aplasta a gusto contra el foame recalentado de su silla de vigilante y deja volar su imaginación. La de guantazos que he tenido que repartir por estas playas, menos mal que me hice budista, piensa, y dejé atrás lo de la violencia.

Recuerda entonces sus días de karateka, sus amores imposibles con Murasaki Shikibu, su gusto por las poesías y los refranes, por la ropa de marca, aunque él nunca se ha podido poner ninguna, los tiempos en que hacía de palmero en una obra de flamenco fusión con teatro NO que dirigía su compadre de Lepe en la asociación de vecinos del barrio, el trabajo que le costó aprender el kanji en la escuela porque con las manos que tenía lo de coger el pincel era un dolor y además en cuanto apretaba un poquito rompía el pincel, el papel y hasta la mesa. En fin, su agitada vida de estrella de cine. Había hecho más películas que Luis Mariano y los Ozores juntos. El mundo que era un caos y había que salvarlo como fuera, y ahí estaba él. Hasta que lo cambiaron por Operación Triunfo y los niños cocineros. ¡Ah!, qué tiempos aquellos.

Qué lejos su niñez en el zoológico, a donde habían llevado un gorila congoleño de cuatrocientos kilos, negro, bragado y zaino, que estaba más solo que la una, porque ninguna mona de Japón tenía coño de calzarse semejante bestia, y tenía toda la barra de la jaula brillante de darse refregones. Hasta el día en que ampliaron el zoológico, porque ya no venía nadie y el ayuntamiento estaba perdiendo más dinero que Cajamadrid, y colocaron una piscina olímpica en la que metieron a una ballena hembra que se había quedado varada en la playa y que estuvieron a punto de comerse allí mismo los lugareños si no hubiera sido por la intervención del concejal de festejos que estaba robando cocos y se vio todo el percal desde una palmera. Para amortiguar las críticas a su gestión cultural, el concejal había cedido la piscina a la selección nacional de Japón de natación y de ahí que por las tardes sacaran a la ballena y la pusieran en una piscinita de esas de plástico que se estalló al primer día, y como no sabían qué hacer con ella y había quien venía expresamente a ver si le podía quitar una tajada de carne sin que los vigilantes se dieran cuenta, decidieron meterla con el gorila en la jaula, Dos años después, salió de allí Gorzila, que había aprendido en ese tiempo a jugar a la brisca porque dentro de la ballena estaba también Jonás que había llegado a Japón como inmigrante ilegal y solo salía de la ballena por las noches a trabajar en un bar donde hacían la tempura en su punto.

Gorzila fue muy bien recibido en el parque porque era la primera vez que se producía semejante cruce biológico y estuvieron a punto de mandarlo a estudiar a Inglaterra, pero el saurio le echó cojones y dijo que él no se movía del lado de su madre. Así que lo dejaron por imposible y le enseñaron trucos de karateca para que se ganara el pienso con el sudor de sus puños. Con todo, una sombra sobrevoló siempre su felicidad. El gorila envidiaba la libertad con que iba Gorzila por el zoológico como Pedro por su casa, y por esto, las relaciones con su progenitor nunca fueron buenas.

Por lo demás, la vida en el zoológico transcurría sin sobresaltos, como en un balneario de gente rica. Durante las mañanas se quedaba tranquilito en su jaula o se iba a nadar con su madre a la piscina, según estuviera el día, y por la tarde acudía a sus sesiones de fisioculturismo porque la selección nacional de Japón también andaba floja de levantadores de pesas y pensaban que Gorzila podría ser medalla en las próximas Olimpiadas con poco que se esforzara.

Pero la vida muelle de Gorzila empezó a complicarse cuando empezaron a caer del cielo Kingkones, KinGhidorahhs, Mothras, Megaguirus, Destoroyahs, Biollantes, Hedorahs, Kumongas, Ebirahs, Battras, alienígenas, submarinos atómicos y otros monstruos. La gente salió pitando del parque y el concejal de festejos pidió a Gorzila que le echara una mano en poner orden porque si no aquello era la ruina del municipio. Y ahí estaba él, haciendo su rugido característico, que había copiado del que hacían las verjas del zoológico cuando se abrían y cerraban, echando más fuego por la boca que un concejal del PP imputado por corrupción, y pegando mascazos a diestro y siniestro para mantener la paz en el mundo.

Ya de mayor se le fue poniendo la piel como los esteros del Tinto en verano, más cuarteada que el careto del Agujetas, verduzca por la reincidencia de los moratones que le salían en las peleas; de su padre heredó la cola, pero a él no le colgaba entre las piernas, sino que le salía de arriba del agujero del culo y con más músculo que Urtain. A lo que ninguno de sus progenitores encontró explicación fue a las placas dorsales en forma de hojas de arce, aunque su madre trataba de convencerle de que eran producto de una bisabuela suya que era canadiense y en ese país septentrional se llevaban mucho.

El caso es que a Gorzila cuando se le calentaba la boca las púas de la espalda se le ponían de un rojo encendío que daba miedo mirarlo. Y el ajo se lo quitaron de chico porque con el aliento atómico ya tenía de sobra para enfrentarse hasta al menú de Ferrán Adriá. Caminar no le gustaba mucho, pero cuando lo hacía parecía que estaba ajumao, y eso que el pobre los bares casi ni los pisaba, pero la gente es que es muy mala. De brazos iba más bien corto, aunque los tenía vellosos y bien torneados, la envidia de cualquier camarero de los que se contratan para las bodas y los bautizos. Enfadado era muy raro verlo, pero muy fácil reconocerlo porque la espalda se le ponía como a una sueca en Benidorm. Después de aquello, como abriera la boca malo, denuncia segura del IRIDA por incendiario; pero lo suyo era ir de tranqui, cuando lo dejaban, y le gustaba dar fuego a las bellas señoritas poniendo la boquita de piñón y exhalando un rayito azul muy luminoso que prendía el cigarro que daba gloria verlo. También había veces que echaba más vapor que la chimenea de una celulosa, pero para eso había que verlo correr dando sus saltitos y sus carreritas cuando era menester salvar al mundo.

Mover sus carnes era lo que más le costaba, así que un día, de casualidad, al agacharse a recoger un billete de cien yenes que se le había caído porque no tenía bolsillos, se le escapó un pedo y pegó un bocazo contra la esquina de la acera de enfrente que le melló todos los incisivos superiores. Cómo sería la escandalera del terremoto, que en Tokio creyeron que andaban otra vez los americanos de maniobras en Okinawa. Ahí aprendió que peyéndose volaba muy bien para adelante, y soplando fuerte volaba para atrás que daba gusto y aunque el vuelo de culo también tiene sus peligros intrínsecos, desde aquel día, cuando andaba remolón, lo utilizaba apuntando a los pies y limpiándose de paso la arena de la playa.

Con el tiempo, también descubrió que, como muchos ciprinaceos, cambiaba de tamaño al sentirse amenazado. En esas ocasiones, de forma espontánea, toda su musculatura dorsal se ponía como si le estuvieran metiendo aire al muñeco de la Michelin. También le ocurría cuando se ponía tenso o estaba nervioso por algo, y aunque al principio esta habilidad le pareció un verdadero engorro, porque si su equipo de béisbol iba perdiendo terminaba viendo el partido por la tele con un anteojo, al final se acostumbró y serían más las veces que agradecería esta bendición de su naturaleza adaptativa. Así, lo mismo cogía cocos sin necesidad de agacharse como que se encogía más que un sueldo de funcionario o un chaleco lavado en caliente, pareciendo entonces por altura y corpulencia un jugador de baloncesto de la selección nacional de Camboya.

Pasada su etapa de adolescente rebelde en la que, como todo joven, estuvo enfadado con el mundo, Gorzila ahora era muy buena gente, aunque seguía teniendo un piquito de oro, y por la boca, si hacía falta, sacaba también un rayo que era el centrifugado de una lavadora y, como ésta, te hacía polvo la ropa si te habías equivocado de programa. Si le subía la presión también era mejor quitarse de en medio, porque el terremoto estaba asegurado.

De parte materna había heredado cualidades natatorias, al punto de poder respirar bajo el agua, y cuando sudaba, rezumaba una película como de papelón de pescao frito; se ponía entonces más pringoso que la pelota de un futbolín y si agarraba un enemigo no había forma de soltarlo hasta que caía abatido por los vapores que emanaba su cuerpo, muy abandonado a la higiene íntima, por otra parte. El pellejo, de tan duro, se le cuarteaba, como ya dijimos, y no había arma blanca o bala negra que fuera capaz de atravesar aquel telón de acero soviético.

Una vez que fue de visita al monte Fuji, con la emoción de la escalada, se cayó dentro y salió al rato como una crema catalana, no se había requemado más que la costra. Heridas de guerra no tenía más que los padrastros que se arrancaba a bocaos, y algún salpullido en la cola, de arrastrarla.

Gorzila, absorto en sus pensamientos, se levantó de nuevo de la silla y se dio un corto paseo por la orilla de la playa. Todo estaba en orden. Amaba su isla y solo lamentaba no haber terminado el ciclo formativo de grado superior de Cocina y Restauración a pesar de tener dos cerebros en la espalda, uno más grande que otro, que le servía para arrancar las funciones motoras y encenderle el chispazo de la inteligencia racional. Hubiera sido un buen cocinero, se decía, porque a él esas cosas le gustaban, pero se tuvo que conformar con lo de apalizar monstruos y preservar la buena disposición de las playas de Okinawa para el turismo low cost de los cafres de Sevilla, porque en Matalascañas ya no se cabe ni los lunes por la tarde y en Japón todas las plazas de chef están cogidas por los itamae, los grandes maestros del corte del sushi; y tras cinco años de aprendiz, harto de cocer arroz, rallar jengibre, cortar cebolla y limpiar pescado sin moverse del sitio, Gorzila colgó los cuchillos y se fue a la playa,  porque con aquellas manos que tenía cuándo iba él a poder hacer una bola de arroz en la que todos los granos miraran en la misma dirección.

El tema de los dos cerebros se lo descubrieron un día en la seguridad social que fue para repetir, porque estaba con un resfriado de caballo, y lo metieron por equivocación en la sala de rayos X. Por lo que le dijo el médico, aquel era su punto flaco, y como le dieran un cosqui en el pescuezo, lo dejaban en el sitio. Así que siempre tenía mucho cuidadito y se ponía allí su pañuelo morisco, como los hombres de campo, con su gorrita para que no le diera el sol. En aquella revisión general fortuita, descubrieron que le faltaba un huevo, y que tenía dos golondrinos en el sobaco, pero el doctor Serizawa le dijo que los dejara al aire y que ya se le quitarían con baños marinos, y que de lo otro no echara cuenta, que mucha gente vive con una sola cosa, menos la Guardia Civil, que siempre van en parejas; y que si no se podía reproducir tampoco pasaba nada, que en Japón ya no se cabía ni de lado.

Con estas y otras meditaciones, volvió Gorzila a su silla de socorrista mientras miraba el sol naciente de California. Allí se repantingó a gusto y con el calorcillo y el efecto del cigarrito que no tenía marca ni parecía tabaco, cerró sin querer los ojillos, dio un par de estremecías y se quedó como un lirón careto.

No sabría decir el tiempo que había pasado, solo que se despertó de repente, con una bofetada de agua en la cara, como si el concejal de festejos hubiera pasado por allí en ese momento y al verlo dormido le hubiera tirado la cubitera del hielo derretido del chiringuito que tenía al lado. Pero allí no había nadie. Es más, no había ni playa, ni chiringuito, ni palmera ni ná de ná, un tsunami le había pasado por encima mientras dormitaba y se lo había llevado todo, no quedaba ni isla, estaba todo más limpio que cuando rastrillaba la arena. Cuando el agua se fue retirando y la ola volvió, ya con menos fuerza que un domingo de carnaval, fueron apareciendo los restos de lo que había quedado, entre ellos, el chiringuito, que por un milagro de la arquitectura vernácula y venciendo todas las teorías de resistencia de materiales, había vuelto, con todos sus chismes, al sitio exacto de donde había sido arrancado. El saurio, desconcertado, se fue por el también intacto camino de losetas amarillas hasta el centro del pueblo, en busca del concejal de festejos. Del ayuntamiento solo quedaba el reloj de la fachada, colgado de lado, y una pared de la oficina de empleo en la que había clavado un calendario japonés, de esos que tienen cuarenta y ocho días más que el calendario gregoriano, todos ellos laborables, por supuesto.

Desolado, caminó hacia el zoológico sin encontrar ni el florón de hierro que había coronado la verja de la entrada. De las instalaciones apenas quedaba un tatami levantado como una lasca de manteca, y debajo estaban el concejal de festejos y uno de la UGT de allí abrazados, no sabía si consolándose o qué, porque estaban los dos mojamas. A Gorzila se le cayeron de pronto los palos del sombrajo. Se vio sin isla, sin trabajo y más solo que la una. No le habían dado ni la carta del despido, vamos, que se la iba a tener que hacer él si quería cobrar el paro.

Por sus pasos volvió a recorrer las calles del pueblo. Cuando llegó por donde había estado la biblioteca municipal vio un reguero de libros, que ya no servían ni para encandelar, con toda la tinta corrida. Solo se había salvado de la destrucción acuática una guía bilingüe sobre España, país que a Gorzila se le hacía bárbaro y lejano. Como nadie la pidió nunca, no la habían sacado ni del plástico, por lo que permanecía intacta en su traje de buzo transparente mientras, a su alrededor, zozobraban el resto de los títulos hasta entonces alojados en lo que fuera aquel templo de la sabiduría.

En una parada de autobús, que por estar hecha a prueba de cafres había soportado el tsunami como si tal cosa, se sentó, descapulló el libro, se guardó el plástico en el pañuelo del cuello porque no sabía dónde tirarlo y papelera no había quedado ni una, y se puso a chapurrear aquella extraña lengua que con más guasa que interés le había enseñado en su día el marinero de Lepe.

Como no tenía gran cosa que hacer, se leyó la guía tres veces y después volvió a la playa. Le había entrado la canina y era esa hora crepuscular en la que las lisas entran a la orilla en marea alta formando bancos arracimados que ponen un punto de plata al verdor de las aguas del Pacífico. Gorzila se metió en el mar, abrió la boca y se tragó cuarenta y siete lisas, dos cañas de pescar, una boya, un motor fuera borda, tres colillas de Marlboro y dos mojaritas de una sola atragantá. Satisfecha la gusa, salió del agua dando unos saltitos en plan canguro que había aprendido en una película en la que luchaba contra los Muto, y al ver cómo había quedado la playa se le cayeron al suelo dos lagrimones como dos puños.

¡Cómo estaba la playa! Allí ya no iban a ir a bañarse ni los cochinos de Sánchez Romero Carvajal. Era hora de replantearse qué hacer con su futuro. El negocio de la hostelería estaba muerto en Japón, pero, ¿y en España? En el libro decía que aquello era un país de camareros, que playa había para poner un puesto, y si hay playa necesitarán socorristas, reponedores de supermercado, camareros, cocineros de chiringuito, y hasta pregoneros de mostachones de Utrera, pensó, así que de nuevo se fue para el libro que había dejado encima de una caja de Coca-Cola y se prometió memorizarlo de pe a pá antes de llevar a cabo la emigración a dicho país, dispuesto a ir como en el libro decía que venía todo el mundo, es decir, sin papeles y nadando.

Capítulo I de la “Las aventuras de Gorzila en España”, de Antonio Orihuela, publicado por Editorial El Desvelo.2019.