A vueltas con la soberanía

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Soy andaluz, soy emigrante, me dedico a enseñar teoría política en una universidad mexicana y ésta es mi primera contribución a Portal de Andalucía. Empiezo fuerte: si cuando escribís, decís, o pensáis en «soberanía» podéis sustituir este término por «democracia», hacedlo por favor. Así yo dejaré de ponerme quisquilloso e insoportable. Si no podéis sustituirlo, siento deciros que estáis pensando y escribiendo como alguien muy de derechas, como alguien que necesita de algún sujeto trascendente (Dios, el Pueblo, la Nación, etc.) para legitimar su posición. Porque el lenguaje de la soberanía es un lenguaje corrupto y confuso, un lenguaje que se basa, incluso en los mejores casos, en una visión fantasiosa y peligrosa de la libertad humana para tomar decisiones.

Hay quien habla, desde posturas progresistas y desde hace ya varios siglos, de “soberanía popular”. Popular, por supuesto, hace referencia a un pueblo y, si este es supuestamente soberano, entonces es el Pueblo, así con mayúsculas, quien sería libre para decidir su destino. La cuestión, entonces, estriba en saber quién forma parte del Pueblo, de esa metáfora homogeneizadora que incluye todas las diferencias y la pluralidad de los seres humanos concretos que habitan un determinado territorio. Sin embargo, para subsumir la pluralidad humana en un solo Pueblo es necesario poner en práctica una serie de dinámicas de inclusión/exclusión que, de forma inevitable, dejará a alguien atrás. Siempre habrá alguien que no sea lo suficientemente andaluz, catalán, español, francés, inglés o europeo y, por lo tanto, será excluido de ese Pueblo soberano. Y esas exclusiones históricamente se han sustanciado en humillaciones, opresiones, desprecios, expulsiones y, en los casos más extremos, en genocidios de millones de personas que, según el soberano de turno, no eran Pueblo por alguna de sus características étnicas, lingüísticas o culturales. Nuestra tierra, para no ir más lejos, ha sido un campo de expulsiones y persecuciones. Los gitanos, una cultura nómada ajena a la lógica de la soberanía territorial, son una prueba viviente de las implicaciones letales de esta forma de entender la organización política.

Soberanía procede del latín super omnia y hace referencia a un poder “sobre todo”, un poder supremo y absoluto. Era el atributo de un Dios único, pero en el tránsito de la teología medieval a la filosofía moderna, la política se atragantó de fantasías de omnipotencia. Para Thomas Hobbes, la soberanía era el alma de la Commonwealth o Estado, el principio energético que hacía funcionar ese cuerpo político artificial. El autor inglés tenía en mente a un monarca del cual emanan las leyes pero que se sitúa por encima de la ley. La tradición política occidental fue evolucionando y, para los ilustrados, la soberanía pasó a residir en el pueblo o en la nación. Así, en las teorías contractualistas, los ciudadanos serían a la vez soberanos y súbditos, ya que habrían cedido en algún tiempo imaginario su soberanía individual al Estado. Por supuesto, todo esto es una ficción teórica, pero una ficción con resultados tangibles que se prolongan hasta nuestros días. Al menos Hobbes concedió a sus lectores que el Estado soberano era un “dios mortal”.

De entre los pensadores que han alertado contra esta divinización de la política, me quedo con las ideas de una pensadora, Hannah Arendt, quien tenía claro que mientras que la filosofía y la teología occidentales se han ocupado tradicionalmente del Hombre —sí, en masculino singular, y sobre las terribles consecuencias patriarcales y coloniales de esto podríamos hablar en otra ocasión—, la política se ocupa de los seres humanos en plural, de cómo estamos juntos a pesar de nuestra diversidad irreductible, unas diferencias que no se agotan aunque nos sometan a estrechos corsés en forma de comunidades nacionales. Me resulta incomprensible que, actualmente y desde perspectivas decoloniales, se siga insistiendo en la equivalencia entre soberanía y libertad. Para Arendt, esta equiparación es uno de los errores básicos del pensamiento político moderno: “si fuera verdad que soberanía y libertad son lo mismo, ningún hombre sería libre, ya que la soberanía, el ideal de intransigente autosuficiencia y superioridad, es contradictoria a la propia condición de pluralidad. Ningún hombre puede ser soberano porque ningún hombre solo, sino los hombres, habitan la Tierra… sólo bajo el supuesto de un solo dios (‘Uno es uno y sólo uno y siempre será así’) cabe que la soberanía y la libertad sean lo mismo. En las demás circunstancias, la soberanía únicamente es posible en la imaginación, pagada al precio de la realidad”. Lo que nos lleva a concluir que, si queremos ser libres en este mundo común, debemos renunciar, en primer lugar, a ser soberanos.