Me salgo del guion habitual, en el que intento centrarme en la cuestión de Andalucía, para dar un salto a un tema de política internacional, que es el de la debacle laborista en las últimas elecciones de Reino Unido. Aunque hacer cualquier generalización siempre comporta riesgos, Reino Unido puede ser un ejemplo interesante para las izquierdas del continente, e incluso puede que tenga que ver en alguna medida con lo que sucede en Andalucía.
Antes de reseñar los acontecimientos recientes conviene recordar algunos elementos contextuales que parecen determinantes. En Reino Unido existe una polarización socio-económica norte-sur que invierte la de otras regiones de Europa. En el norte de Inglaterra se encuentra el origen de la industrialización inglesa y, en gran parte también, del movimiento obrero. Esta zona fue protagonista de las grandes luchas y derrotas del movimiento obrero en el transito al neoliberalismo. La reconversión industrial de Thatcher la relegó a región estancada y deprimida, dependiente de los subsidios del estado. Por el contrario, en ese tránsito, el sur, principalmente en torno a la aglomeración del Londres, se convirtió en el motor de la economía nacional. Una ciudad volcada en sus centros financieros que sostiene al estado manejando capitales y enviándolos a cualquier punto del planeta, siempre demandante de mano de obra. Una ciudad progresivamente elitizada, pero también la ciudad más cosmopolita del mundo, progresista y orgullosa de su particularidad en el país.
El vínculo sociológico entre el norte inglés (y otras zonas, como el país de Gales) y el voto de izquierda se ha mantenido durante todo el siglo XX. Sin embargo, las últimas elecciones parecen mostrar un cambio de tendencia. Como ya sabemos, los tories han ganado múltiples condados del norte que hasta entonces se habían mantenido fieles al laborismo, mientras el voto de izquierda se ha conservador más o menos fuerte en la aglomeración de Londres, sin ser suficiente para salvar los tiestos. La derrota ha sido especialmente dolorosa, en la medida en que era la propuesta más izquierdista que se le recuerda a este partido en medio siglo. Corbyn había generado muchas expectativas e incluso un incremento de la militancia joven dentro del partido social-demócrata. Parece que hay consenso en que su programa era infinitamente más de izquierdas que cualquier propuesta presente en el panorama político ibérico. Podríamos decir que la actual dirigencia laborista hizo las cosas bien. Frente al histrionismo nacionalista e identitario hizo una buena campaña, situando los problemas donde en realidad están, en el bienestar de la población, en la mejora y estatización de servicios públicos y apostando por interpelar a la multiculturalidad del país. Sin embargo, el resultado ha sido la derrota.
¿Por qué? Hay algunos factores bastante obvios. Está claro que la cuestión nacional ha sido clave en los resultados. La cuestión del nacionalismo inglés frente a Europa y, de manera colateral, del nacionalismo escoces frente al inglés. Hacer las cosas “bien”, en cierto sentido izquierdista, pudiera servir de poco cuando la polarización política se articula en términos identitarios. Si el voto se ha polarizado claramente en torno al Brexit, la incapacidad de Corbyn de tener un posicionamiento claro respecto de esta cuestión ha sido decisivo. No obstante, esto, más que un simple error de cálculo podría ser un problema estructural de la izquierda en la actual Europa occidental. ¿Hasta qué punto los laboristas no estaban interpelando de manera contradictoria a dos grupos de intereses? Por un lado, a los valores progresistas y cosmopolitas, con los que se identifican (entre otros) ciertas clases medias urbanas y jóvenes contrarias al Brexit. Un voto que como mínimo se ha movilizado tanto contra Boris Johnson como en favor de Corbyn. Por otro lado, a la histórica lealtad del voto de clase obrera y de las regiones deprimidas, que deberían haberse sentido motivadas por un programa redistributivo. Pareciera que la izquierda actual tiene dos almas, a las que no puede interpelar al mismo tiempo sin pagar un precio político.
Después de las elecciones, en Londres no dudaban en culpar a la clase trabajadora blanca del norte, tachados de racistas, parásitos sociales, que no quieren trabajar, que viven de los subsidios, con un discurso que quizás no es mucho mejor que el utilizado por la clase obrera étnicamente inglesa y desempleada para criticar a los polacos que vienen a quitarles el trabajo. Por supuesto, ni en el norte son todos blancos pobres, ni en el sur todos profesionales de cuello blanco del sector financiero. La identificación de la clase obrera exclusivamente con el inglés blanco hace más de medio siglo que no se ajusta a la realidad de un país cosmopolita. En Londres hay un amplio proletariado del sector servicios y las regiones del norte y oeste son también muy diversas internamente. Hay otros factores que han podido ser decisivos en el resultado, como el giro conservador de un voto de mayor edad y vinculado a los núcleos de población de menor tamaño. Sin embargo, esto no debe opacar el dato de que la lealtad de los condados pobres a la izquierda parece haberse roto, y es un cambio que parece poder consolidarse en el tiempo.
Los resultados parecen respaldar la tesis que afirma que el eje de la conflictividad política en Europa tiende a enfrentar al liberalismo cosmopolita de las grandes ciudades, con tendencias parroquialistas e iliberales, que ven en el Estado-nación la única forma de obtener una cierta seguridad y bienestar. Parece lógico que los grupos sociales y regiones que se sienten perdedores en el marco político-económico imperante basculen más hacia lo segundo que hacia lo primero. No posicionarse claramente en ese eje de conflicto, que en Reino Unido tomó cuerpo en el Brexit, podría ser la clave de la derrota de Corbyn y una lección para otras latitudes.