Hace unos días, escribí que el 28F, como suele caer en época de carnaval, ha sido siempre ocasión de que no pocos (personajes y partidos) se disfracen, cada año, con la verde y blanca para hacer ostentación de un superficial e impostado “andalucismo”. Eso hicieron los sucesivos presidentes psoístas de la Junta para, revistiéndose con el símbolo común de nuestra bandera, tratar de dar la imagen de que encarnaban Andalucía. Uno de ellos, todavía muy cercana la época de la Transición, me confesó que pintaría con una brocha su traje de blanco y verde, si ello fuera preciso, para que su partido apareciera como “el partido de los andaluces”. Y así hizo, si no materialmente sí políticamente, a la vez que defenestraba a su compañero de partido Rafael Escuredo por haberse tomado algo en serio lo que no era sino un disfraz.
Lo presagiable, este año, era que el autodenominado “gobierno del cambio” siguiera al respecto, como en tantos otros asuntos, esta dinámica del PSOE complementándola con algunos gestos que pudiera vender como nuevos. Y así ha sido. ¿Las innovaciones? Implantar un nuevo logo para la Junta, sustituyendo el anterior por la A de Andalucía (no se han quebrado mucho los sesos pensando, desde luego) y utilizar la Casa de Blas Infante para tener allí una reunión del Consejo de Gobierno, con toda la carga simbólica que ello supone (podrían haber aprovechado la ocasión para pedir perdón a Don Blas y renegar de sus ancestros políticos que lo asesinaron, pero no; solo hubo foto). En cuanto al medalleo, los criterios no han variado gran cosa respecto a los que funcionaban con el PSOE aunque multiplicando por diez el número de los agraciados porque también se otorgaron a niveles provinciales. Y no sé por qué algunos piensan que es más de derechas hacer hijo predilecto a Antonio Burgos que a la Duquesa de Alba… Lo de La Legión sí ha sido una vuelta de tuerca más, pero no en una dirección diferente a la ya existente; y supongo que debe ser el tributo ritual al partido de nombre en latín que permite a Juan Manuel Moreno ser presidente.
Quizá lo más noticiable, o al menos lo más publicitado por la prensa, ha sido la afirmación del presidente de la Junta de patrocinar un “nuevo andalucismo, moderno y constitucional, para el siglo XXI”. En realidad, Moreno lo que quiere ser, también en esto, es heredero del PSOE presentándose como “defensor de Andalucía”. ¿Frente a quién? Por supuesto, frente al malvado partido, a la vez gemelo y enemigo, que ocupa el gobierno del estado, el cual, por supuestísimo, agrede a Andalucía para favorecer a otros territorios. Véase que el argumento es idéntico al utilizado por Susana Díaz contra Rajoy o por Chaves contra Aznar cuando estos eran jefes del gobierno. Funciona en esto perfectamente lo del “tanto monta, monta tanto…”
Con su autodefinición como “andalucista” no solo se intenta hacer olvidar la posición duramente antiautonomista de los antecesores directos del actual PP sino acentuar la utilización de Andalucía como mascarón de proa del españolismo más dogmático, disfrazándolo de andalucismo, contra cuantos se atreven a cuestionar el dogma incuestionable de la España Una. En primer lugar, contra el pueblo catalán –que según todos los sondeos sigue reclamando, en más de un 70% , el derecho a decidir libremente su futuro político, sea este el de la independencia o cualquier otro- pero también contra cualquier soberanismo o cualquier nacionalismo, por moderado que este sea, en cualquier lugar del Reino. Y esto vale también para Andalucía.
Moreno dice estar convencido de que “España necesita a Andalucía más que nunca”, sobre todo en el combate contra los “nacionalismos disolventes”. Y para que Andalucía acuda en ayuda, no de España, como él dice, sino de la visión uninacional que del estado español han tenido siempre tanto el pensamiento reaccionario como el jacobino (frente a la visión plurinacional que era seña de identidad de las izquierdas hasta que pactaron con los reformistas del franquismo), se falsifica la historia reciente presentando el 28F de 1980 como el triunfo de “la igualdad entre territorios”. O sea, que los andaluces no logramos una victoria frente al estado español, cuyo gobierno se había posicionado frontalmente en contra del camino aquí elegido para la autonomía y quebrando la propia constitución recién estrenada, sino que habríamos luchado y vencido contra… Cataluña y los otros “nacionalismos disolventes”.
Juan Manuel Moreno debería saber –o, si no lo sabe, el incombustible Arenas debería decírselo- que lo que votamos el 28F no fue la “igualdad”, ni el “todos en un mismo nivel” (el que luego sería llamado café para todos) sino pertenecer al restringido grupo de la primera división autonómica que la Constitución reservaba solo para Cataluña, País Vasco y Galicia. Es decir, que exigíamos que Andalucía fuera reconocida como integrante de la primera división, la de las nacionalidades, rechazando pertenecer a la segunda división, la de las regiones. Decir que el 28F los andaluces luchamos por “no ser menos que las que más” (que las tres reconocidas como nacionalidades históricas) es correcto. Pero no lo es afirmar que lo hiciéramos “para no ser más que nadie”: porque quisimos ser, y lo logramos –más allá de los oportunismos y chapuzas partidistas, y de todo lo que vino después-, más que la gran mayoría de las comunidades autónomas, las integrantes del grupo segundón de las regiones. Afirmar otra cosa es falsificar la realidad histórica. Y es triste que ello se haga, a veces, por defender un supuestamente ingenioso juego de palabras. Y es indignante cuando se hace, como las más veces, para ocultar la generalizada pronta traición de la partidocracia contra Andalucía al robarnos la victoria del 28F, reconocida a regañadientes solo ocho meses después, estafándonos con un Estatuto de autonomía carente de las competencias necesarias para realizar las transformaciones imprescindibles por las que habíamos luchado los andaluces.
Como los folios en blanco son muy dóciles, se pueden escribir en ellos enormes mentiras que, repetidas por los canales controlados desde el poder (en su versión psoísta o ahora pepera), pueden ser tomadas como ciertas por gran parte de los anestesiados ciudadanos. Esto ha venido sucediendo desde el día siguiente mismo de aquel 28F de 1980 y es el contexto en que aparece ahora el burdo intento del actual presidente de la Junta de calificar como “andalucismo”, lo que es ultraespañolismo puro y duro y negación dogmática de la plurinacionalidad del estado español. Tampoco en esto difiere mucho Juan Manuel Moreno de sus antecesores en el cargo a partir de Pepe Rodríguez de la Borbolla: con la palabra andalucismo, despojada de todo su contenido liberador, trataron de ocultar su exaltado españolismo. Todos ellos utilizaron Andalucía, como ahora pretende también Moreno, como ariete del más dogmático españolismo contra los pueblos que exigen con mayor rotundidad su derecho a decidir en libertad si quieren o no seguir perteneciendo (y en qué condiciones) al estado que perciben hoy como una cárcel, o al menos como una estructura que no respeta sus legítimos intereses.
Lo tiene crudo Juan Manuel Moreno. Parece no conocer que todos los tibios intentos de crear un andalucismo de derechas fracasaron desde un primer momento. Ocurrió en tiempos de Blas Infante cuando, en los años diez del pasado siglo el también notario Gastalver y luego en tiempos de la II República otros, se intentó generar un “andalucismo” que no cuestionara los pilares en los que se asienta la dependencia y la subordinación de Andalucía. Y le ocurrió, durante la Transición política, a Manuel Clavero, con su iniciativa de crear un partido andaluz de centro-derecha –el PSLA, Partido Social-Liberal Andaluz, que desapareció enseguida teniendo que integrarse en la UCD-. Y, aún más recientemente, fue el caso del propio PA, cuando rehusó de hecho a la bandera de las transformaciones sociales (haciéndolo explícito, metafóricamente, con la caída de la S en su denominación) y, dando la espalda a los escritos de Aumente o de Jose María de los Santos, optar por el imposible de copiar al PNV o a Convergencia. En todos los casos mencionados, al igual que ocurre ahora, falla lo fundamental en el análisis. Y es que, desde mediados del siglo XIX, quienes tienen poder económico en Andalucía protegen ese poder desde el estado español centralista, autodefinido como nación, y con los instrumentos del centralismo, rehusando a obtener instrumentos propios. No hay que sorprenderse de ello porque es lo esperable de una oligarquía dependiente, en gran medida rentista, y políticamente apátrida si por patria (o mejor matria) entendemos a Andalucía. De ahí que se aferren a España como única patria y a sus símbolos como sus únicos símbolos. Y es que en todo país con características de colonia –y Andalucía posee todas esas características, incluida la de sufrir el “síndrome del colonizado”- no cabe más nacionalismo que un nacionalismo popular: liberador de la dependencia económica, la alienación cultural y la subordinación política. Y ello porque las élites económico-sociales y su cohorte de servidores y de pseudointelectuales paniaguados sitúan sus intereses, y también su imaginario, en la metrópolis, en nuestro caso España autodefinida como nación en la que no cabe sino una diversidad regional.
Otra cosa bien distinta son las dificultades, también históricas y actuales, para construir ese nacionalismo popular, soberanista, debido tanto al síndrome referido como, quizá sobre todo, a la obcecación dogmática de las organizaciones de izquierda ancladas en una visión estalinista, más que marxista o leninista, de qué sea una nación. Es esta una cuestión que merece un debate intenso, democrático y pausado. Un debate en el seno del pueblo, si queremos hacer uso de una expresión clásica. Pero de lo que no cabe la menor duda es que ningún andalucismo puede ser de derechas. La propia expresión es una contradicción en sus propios términos. Porque, en Andalucía, los intereses de los de arriba están ya muy bien defendidos por el estado. Y mejor defendidos mientras más centralista y autoritario sea este. Los últimos 150 años dan fe exacta de ello.