Tal vez el mito de las dos Españas sea cierto, pero no porque haya una España de izquierdas y otra de derechas, sino porque es fácil reconocer entre los españoles a unos ávidos de experiencia y experimentación, vivos, originales, distintos, con la mirada puesta en el futuro, en ensayar nuevas formas, relaciones, combinaciones, revoluciones e invenciones; y otros fieles representantes de esa España retrógrada, reaccionaria, cobarde, monocroma, desmayada y sombría que, como acertadamente decía Juan Ramón Jiménez de ella en su magnífico Guerra en España, se regodea en su ignorancia e invoca vanamente una tradición cultural que nunca hubiera contribuido a crear, pues su tradición verdadera está hecha de renuncias y traiciones. Es esa España que si hoy presume de Miguel Servet en el siglo XVI no hubiera dudado en encender el fuego de la hoguera en que se consumió, o si hoy recita poemas de García Lorca ayer no hubiera dudado en formar parte de su pelotón de fusilamiento.
En esta última España, difícil acomodo podía tener un personaje de la talla de Juan Ramón Jiménez que, como él mismo recuerda en el citado volumen, desde 1936 había publicado más sobre guerra y paz, derechos y deberes, que sobre poesía. Para Juan Ramón, soledad poética y sociedad política se volvieron entonces vasos comunicantes de sí mismo, y como hijo de su tiempo y como conciencia libre e insobornable, reiterará su posición política frente a una falsa aristocracia, la de los aristócratas holgazanes de blasón que viven de la sangre humana, defendiendo una aristocracia verdadera, la de los que haciendo su trabajo cotidiano, humilde y gustoso, se hacían también en espíritu y conciencia a base de sencillez y cultivo interior. Elevar al pueblo hasta esta aristocracia natural era para el poeta cuestión de remover los obstáculos que impedían la implantación de un colectivismo económico que había de traer al pueblo educación y bienestar (comida, higiene, libros, etc.), es decir, un comunismo que debería asegurar lo suficiente material para el colectivo y respetaría lo infinito inmaterial de cada uno, es decir, la libertad espiritual de cada individuo como parte de una conciencia colectiva abierta hacia la hermosura de la libre invención. En este proceso ascendente, el pueblo habría de ir desprendiéndose de lo peor del localismo nacionalista para dar paso a federaciones continentales como preludio de una federación mundial.
Los poetas son los legisladores secretos del mundo, dice Shelley en su Defensa de la poesía, porque donde no hay imaginación hay fascismo. Donde no hay empatía hay fascismo. La imaginación es el gran instrumento del bien moral; y el poeta intenta moldear el mundo por el poder de su imaginación en su deseo de belleza y bajo la ley del amor que anuncia que cuanto más doy más tengo.
Izquierdos, derechos, grupos, nombres, jeroglíficos, etiquetas y estandartes que ya nadie saben lo que significan y que en realidad no significan quizá nada, decía Juan Ramón, ¿por qué no formar el partido de la poesía? El partido de la vida gustosa, del comunismo poético, de la inteligencia y el sentimiento, el único posible porque lleva a cada cual a su centro material necesario y suficiente, y a su centro espiritual hecho de conciencia en lo bueno, lo justo y lo bello que así nos dispone para lo vocativo mejor.
Juan Ramón no pretendía que todo el mundo escribiera poesía sino que todo el mundo se hiciera poesía, vivir poético, vida vocativa hoy devaluada por nuestra sociedad productivista y mercantilista que reduce la palabra poética a producto y mercancía al servicio de la publicidad y del consumo; y reduce al poeta a mera anécdota en un país que cuenta con una de las tradiciones líricas más importantes del mundo a pesar de que su único programa cultural sea marginar a sus creadores y sembrar banalidad y trivialidad entre sus ciudadanos. Por eso, para Juan Ramón, más importante que escribir poesía era experimentar el vivir en poesía y era ese vivir lo que había que aprender con cultivo interior, educación, trabajo gustoso y vocativo, y atención a lo que nos envuelve y a lo que nos constituye. La propuesta de Juan Ramón es la gran invitación a vivirnos como conciencia despierta y desvelada, lejos de la vida maquinal, programada, sin relieve, ignorante y fantasmal. Quien persiga este vivir poético, quien se ejercite y entrene en el estado poético, experimentará el gustoso paladeo de adentrarse en el misterio de lo inmanente y lo transcendente, vivirá en el instante denso, en el minuto pletórico que rasga los velos del entendimiento y da acceso a un estado cualitativamente superior de conciencia, al viejo rapto que tendrá siempre en el canto, en la poesía, sus más firmes aliados a la hora de captar lo sagrado, saberse tal y obrar en consecuencia.
Recordaba Daniel Macías, en un intenso debate sobre el nivel de compromiso social y político de la poesía, que si universalizáramos la conducta de sencillez y cultivo juanramonianas, o si todos los americanos se impregnaran de la naturaleza de los poetas cuáqueros pacifistas y objetores de todas las guerras, podríamos imaginar sin mucha dificultad que el mundo resultante no solo sería muy diferente del actual, sino que estaría muy cerca del paraíso que a veces hemos visto en esas estampitas que reparten los testigos de Jehová. Pocos reprocharán a los esforzados revolucionarios libertarios del primer tercio del siglo XX que se mantuvieran lejos de los problemas sociales de su tiempo y, sin embargo, ellos fueron los primeros en hablar de la necesidad de una revolución interior, una revolución interior que no se anteponía ni se superponía a la exterior, sino que ambas eran la misma revolución extendiéndose infinita, fractal y críticamente.