Actualmente viven en Marruecos más de un millón de personas de origen andalusí, descendientes de los moriscos que fueron expulsados de al-Andalus por los reyes cristianos, entre 1502 y 1609. El historiador Mohamed Azzuz Hakim es el portavoz de esta comunidad andalusí que reclama la reparación moral y legal de aquella injusticia cometida contra sus antepasados, hace cuatro siglos. En una carta dirigida a la monarquía española, Hakim pide un tratamiento preferencial en la Ley de Extranjería, equiparable al que tiene la comunidad sefardí: “Es gracia que esperan merecer de V.M. los musulmanes de origen andalusí, cuyo número supera el millón de almas, que ostentan con orgullo el apellido genuinamente español y conservan celosamente su cultura vernácula heredada de sus antepasados, que eran españoles cien por cien y, por lo tanto, sus descendientes tienen derecho a recuperar su identidad histórica en la España plural y democrática de nuestros días, donde desean tener, por lo menos, el mismo trato preferencial otorgado a los judíos sefardíes”.
Es decir, un tratamiento que les permita volver a la tierra de sus antepasados, por entender que fueron expulsados ilegalmente, como resultado de la violación de las Capitulaciones de Granada. Hasta diez veces prometieron los Reyes Católicos respetar “para siempre jamás” lo capitulado. Los monarcas cristianos estamparon su firma y sello como garantía de que ellos y sus sucesores respetarían los derechos civiles y religiosos de la comunidad andalusí, pero no tardaron ni ocho años en incumplir este tratado, que todavía sigue vigente. También lo incumplió el dogmático Felipe II, que puso en marcha una pragmática para erradicar la identidad cultural de los moriscos, que estaba protegida por las Capitulaciones de Granada, firmadas el 25 de noviembre de 1491 por Boabdil, último emir granadino, y los Reyes Católicos. La pragmática vulneraba dichas Capitulaciones y sería la causa principal de la rebelión de la Alpujarra.
El Memorial de Núñez Muley
La historiadora Ángeles Fernández García nos dice: “Felipe II no estaba dispuesto a la tolerancia en materia de fe. Una serie de medidas que habían caído en desuso se ponen de nuevo en vigor y la Inquisición redobla su presión sobre esta minoría que se negaba a perder su identidad como pueblo”. Y esto no es una leyenda negra antiespañola, como dicen algunos, sino una de las mayores deportaciones que ha conocido la historia de la humanidad. Algunas medidas eran humillantes, pues quedaba prohibido el hábito morisco y las mujeres estaban obligadas a llevar el rostro descubierto. También obligaban a mantener las puertas de las casas abiertas, lo que suponía una violación del derecho a la intimidad. Por último, la pérdida de los nombres árabes era particularmente importante, “pues suponía la desaparición de linajes y genealogías, y con ello, la desintegración de una estructura social”, según el investigador Julio Caro Baroja. Y lo peor de todo, decretaba la prohibición de la lengua arábiga y el uso de nombres y apellidos de moros. Por tanto, medidas que suponían una amenaza para la supervivencia de esta comunidad. Ante la situación de emergencia, el caballero morisco Francisco Núñez Muley envió a la Audiencia de Granada un Memorial en el que intentó demostrar que tales costumbres nada tenían que ver con el Islam, pues eran propias de su identidad cultural.
Núñez Muley recordaba en su Memorial que cuando los musulmanes granadinos se convirtieron a la fe cristiana, ninguna condición hubo que les obligase a dejar el hábito, ni la lengua, ni las otras costumbres: “Y para decir verdad, la conversión fue por fuerza, contra lo capitulado por los señores Reyes Católicos, cuando el rey Abdilehi les entregó esa ciudad”. En cuanto al vestido morisco, proponía que fuese aceptado como el traje típico de Castilla o Aragón; y la lengua árabe, como el gallego o el catalán. Pero de nada sirvió la súplica de Núñez Muley. El Memorial no tuvo el menor éxito y la pragmática entró en vigor, provocando un nuevo levantamiento de la comunidad morisca. Aplastada la rebelión, Felipe II decretó, el 1 de noviembre de 1570, la expulsión de 110.000 moriscos, una de las mayores deportaciones que ha conocido la historia de la humanidad. Sus descendientes viven hoy en Marruecos, Túnez y otros países del Magreb, se sienten andaluces y, en muchos casos, desean volver a la tierra de sus antepasados.
Blas Infante investigó la diáspora andalusí
El ideólogo del andalucismo, Blas Infante, nos enseñó a mirar al otro lado del Estrecho para comprender la dimensión histórica del éxodo andalusí. Infante hizo un viaje a Marruecos en 1924 para reunirse con los descendientes de lo que llamó “la diáspora andaluza”. Es decir, los moriscos y judíos que fueron deportados al norte de África por los Reyes Católicos (1502) y por Felipe II (1570): “Más de un millón de hermanos nuestros –decía Infante-, de andaluces inicuamente expulsados de su solar, hay esparcidos desde Tánger a Damasco. Descubrió entonces que los hijos más ilustres de la Andalucía medieval tuvieron que exiliarse, perseguidos por dos integrismos: almorávide y católico. Sin embargo, apenas se conocen las investigaciones que hizo en este viaje. Asesinado por los franquistas en 1936, la obra de Blas Infante fue silenciada. Se conoce al Infante del Ideal Andaluz, pero no al de la madurez intelectual, que escribió sobre la diáspora andalusí. He seguido sus pasos por el norte de Marruecos y he descubierto en Chauén que, a pesar del tiempo transcurrido, sus descendientes no han olvidado aquella tragedia.
El propio Mohamed Azzuz Hakim, portavoz de la comunidad andalusí en Marruecos, desciende de una familia de origen almeriense que vivió en la villa de Cariatíz. El historiador morisco ha recopilado además dos manuscritos y un centenar de testimonios, escritos en árabe, sobre la conquista de Granada, la expulsión de los musulmanes del reino nazarí y el éxodo hacia Marruecos. Estos documentos son una prueba fehaciente de que la memoria histórica del exilio andalusí continúa viva al otro lado del Estrecho. Los descendientes de los moriscos deportados a Marruecos saben que sus antepasados se instalaron en las costas del Rif y de Gomara, con la esperanza de volver algún día a la patria perdida. En el manuscrito del alfaquí Barhum se pone de manifiesto que, a principios del siglo XIX, aún mantenían viva esa esperanza, ya que el mismo alfaquí conservaba las llaves de las dos casas que sus antepasados poseyeron en Granada.
El portavoz de los moriscos en la ciudad de la Alhambra
El historiador Azzuz Hakim vino en el año 2002, desde Marruecos a la ciudad de la Alhambra, invitado por la Plataforma Granada Abierta. Durante su visita, recordó la injusticia histórica cometida contra los moriscos e insistió en pedir una reparación a la monarquía española. Como dijo el hispanista Ian Gibson, en nombre de Granada Abierta: “¿Por qué don Juan Carlos pidió disculpas a los judíos sefardíes y no al medio millón de moriscos andalusíes, arrojados con saña de su patria? Firme defensor de una España intercultural y reconciliada con su pasado, Gibson recordó las palabras del poeta Federico García Lorca: “Yo creo que el ser de Granada me inclina a la comprensión simpática de los perseguidos. Del gitano, del negro, del judío… del morisco que todos llevamos dentro”.
Algunos han intentado volver, alegando la “expulsión ilegal de sus antepasados”, pero no han logrado el amparo judicial. Conocemos la reclamación jurídica de Salah Den Ajha Garnati, que quiso volver de Tetuán a Granada en 1995, apelando a su origen andalusí. Con este fin, puso en marcha un proceso judicial, pero el juez ordenó su expulsión. Salah Garnati no se dio por vencido y decidió interponer un recurso ante el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía. A pesar de que el citado recurso paralizaba la orden de expulsión, a la espera de sentencia firme, Garnati fue obligado a regresar a Marruecos. Volvió a pedir amparo, esta vez al Defensor del Pueblo Andaluz, pero José Chamizo no pudo hacer nada. Para entonces, la orden de expulsión había adquirido firmeza, ya que el abogado de Garnati había abandonado el procedimiento judicial, sin consultar a su cliente, cometiendo un acto de deslealtad profesional. Salah Garnatí fue víctima de indefensión y la sentencia desanimaba a otros descendientes de moriscos a reclamar, por la vía judicial, el derecho al retorno.
Es el caso de una mujer de origen andalusí que reside en Marruecos. Reclamó una reparación política y moral, a través de una carta, pero sin acudir a los tribunales: “Me llamo Niama y soy descendiente de los andalusíes expulsados de al Andalus. Exijo que sean restituidos los derechos civiles arrebatados a mis antepasados. Violentamente expropiados y expulsados de su legítima tierra por las autoridades españolas en el siglo XVII. Me sumo a su reclamación en el convencimiento de que estamos ante un hecho de justicia, equiparable al acto de desagravio que, con tanta solemnidad, se realizó en 1992 con el colectivo de los judíos expulsados de España por los Reyes Católicos en 1492. En el caso de los sefardíes, no fue un obstáculo la lejanía en el tiempo de aquel atropello histórico, acaecido más de dos siglos antes que el caso de los moriscos que ahora nos ocupa. ¿Dónde está la diferencia entonces? El estado español debe pedir perdón, pues no debía de haber expulsados a los moriscos, nadie debe ser expulsados por sus creencias religiosas, fue una INJUSTICIA. Nadie debería discriminar, reprimir o expulsar a nadie, en ningún país del mundo, por sus creencias religiosas o por ser ateos, ni por su forma de vestir, o por pertenecer a minorías étnicas: negros, indígenas…”
Han pasado los años y la primera carta oficial, dirigida por Azzuz Hakim a la monarquía española en 2002, no ha recibido respuesta. El primer congreso internacional celebrado en Granada, en 2009, con motivo del cuarto centenario de la expulsión, no quiso apoyar esta legítima reclamación que plantean los descendientes de moriscos. Y el segundo congreso de 2018, también se negó a manifestar su apoyo a la comunidad de origen andalusí en Marruecos. Fue organizado por la Universidad de Granada en la Alpujarra, con motivo de los 450 años de la rebelión de los moriscos, y el rey Felipe VI ostentaba la presidencia de honor de este congreso, aunque nunca hizo acto de presencia. Granada Abierta solicitó a los organizadores que transmitieran al monarca la obligación moral de reparar la injusticia cometida contra los moriscos por sus antecesores, Felipe II y Felipe III. Por supuesto, la petición fue rechazada.
Se supone que los congresos se organizan para debatir, pero nadie quiso hacerlo. Tras presentar nuestra comunicación, se produjo un sospechoso silencio. Ninguna pregunta por parte de los catedráticos, profesores y alumnos de historia medieval que participaban en lo que parecía un cónclave científico. Nos dimos cuenta, entonces, que habíamos planteado un tema tabú, incómodo para la historiografía oficial. Después supimos que nuestra comunicación se había colado en el congreso por un despiste de los organizadores. Paradójicamente, este congreso se titulaba “Recordar la guerra, construir la paz”, pero no deja de ser un título retórico, pues sin justicia, no es posible la paz ni la reconciliación. La deuda histórica con los moriscos sigue pendiente.