La poética del boniato

446

En 1952, una mona de la isla de Koshima aprendió a lavar boniatos en la orilla del mar. Los boniatos así limpios sabían menos a tierra y tenían además un agradable saborcillo a salado; poco a poco, el resto de su clan comenzó a imitarla. Seis años después, no solo todos los macacos de la isla de Koshima sabían lavar boniatos sino que también los monos de las islas vecinas habían aprendido esta técnica. La comunidad científica se dividió entre los que afirmaban que el hallazgo sencillamente se había difundido por contacto entre monos que habían alcanzado otras islas a nado y aquellos que defendían que nada de eso es necesario pues a partir de que un determinado número de sujetos de una misma especie empiezan a compartir una idea esta se comunica de una mente a otra expandiéndose como consciencia colectiva; para éstos, el número mínimo necesario para inscribir una idea en la consciencia colectiva se denomina “masa crítica”.

Desde que en el verano de 2007 quebró el banco de inversión American Home Mortgage y en julio de 2008 José Luis Rodríguez Zapatero pronunciara por primera vez la palabra crisis, hasta que los ciudadanos españoles se decidieron a ocupar las plazas un 15 de mayo de 2011 en señal de protesta habían tenido que pasar casi cuatro años. La velocidad de adquisición de consciencia colectiva de la mayor crisis mundial desde 1929 entre los descendientes de los homo sapiens sapiens del consumista, edonista y desenfrenado primer mundo dista mucho de la de sus primos de la isla de Koshima, más aún si aquellos son poetas.

Fieles a la cultura de la transición, en su inmensa mayoría, los poetas siguieron escribiendo como si no vivieran en la misma realidad social que el resto de sus conciudadanos, que por algo la cultura, decían desde las instituciones y certificaban los corifeos, debía ser autónoma y autoreferencial. La poesía estaba entonces, como lo habían estado otros productos culturales de la transición, ligada a la emoción, los sentimientos, como mucho a la relativización de los asuntos económicos y de clase descritos en sus síntomas y tratados como problemas personales de índole psicológica. Los problemas se plantean y resuelven en el ámbito de lo privado, no hay problema estructural ni conflicto social, así sirve la poesía de corolario a las políticas conservadoras.

En efecto, la única pelea que podemos registrar en la poesía de los últimos treinta años es la que acontece alrededor de la imposición de determinados gustos elitistas en una soterrada pugna en la que, como mucho, se jugaba una cuestión de distinción, prestigio y poder institucional y mediático, porque lo que nadie pone en duda es una concepción del mundo, como reflejo de la ideología de las clases dominantes, donde todo ha de estar al servicio del Capital.

Sorprendentemente, los poetas, a pesar de vivir en algunos casos realidades sociales muy duras, absorbieron sin crítica que en el cultivo de su independencia creativa, en su individualismo existencial y en su gusto personal se encontraban las tres claves del éxito de su trabajo creativo. Sólo la palpable destrucción del tejido económico, social y laboral ocurrida durante estos últimos ocho años ha podido corroer el relato más sólido sobre el que se construyó la cultura transicional española, llevándose por delante incluso la complaciente, inerte y desmovilizadora poesía española.

Con la clase media surgida del proceso transicional español, al contrario de con los macacos de la isla de Koshima no se pudo contar hasta aquel 15 de mayo de 2011 ni para lavar boniatos; con una nula conciencia de clase, los artistas extraídos de su seno respondieron a la realidad con su esteticismo; cualquier reivindicación social, por justa que fuera, se les antojaba panfletaria e indigna de tratarse, criticaban lo que ellos denominaban arte político aunque solo fuera porque en esas obras se confrontaba el discurso político dominante que ellos asumían aunque fuera por omisión. Durante todo ese tiempo la poesía, con la excusa de la experiencia, vivió de lo íntimo y lo intrascendente. Certificando el proceso de destrucción de lo colectivo que trajo el neoliberalismo, la poesía inventó mundos bucólicos en los que lo disonante se reducía a la esfera de lo personal, lo subjetivo e introspectivo. No tenía nada que decir porque de lo que ocurría a su alrededor era mejor no hablar. La indignación no formaba parte de su agenda.

La poesía se exhibía como un producto elitista que refrendaba en su consumo y en sus textos un profundo desprecio de clase. No desafiaba el discurso hegemónico y por eso mismo se la valoraba; a cambio recibía generosas subvenciones, premios y privilegios que la ayudaban a certificar que el sistema funcionaba repartiendo prosperidad y bienestar, al menos entre ellos.

A pesar de tenerlo todo a su favor: editoriales, medios de comunicación e instituciones culturales dispuestas a premiarla y programarla, el hecho de que esta poesía no se leyera era completamente secundario pues lo importante en ella no era el número de lectores que concitaba sino el hecho de que reproducía los valores esenciales de nuestro sistema.

Cuando todo marchaba según el guión, una crisis interminable y feroz sacudió a los poetas de su estado de abulia existencial. La realidad los cercó como al resto de los ciudadanos, dejando poco espacio para el hedonismo, impugnando los síndromes de Peter Pan, y vomitando universitarios supercualificados en un espantoso panorama de desempleo y precariedad laboral que estaba haciendo estallar el mundo de certezas y seguridad material característico de la clase media. Los más afectados, sin duda, fueron los poetas más jóvenes, curiosamente aquellos en los que el discurso experiencial había derivado hacia posiciones reaccionarias y excluyentes, buscando una vez más la distinción dentro del canon institucionalmente vigente desde un elitismo cultural que despreciaba la cultura popular y a los movimientos sociales. Individualistas, satisfechos, obedientes y con alergia a la protesta se vieron de pronto esgrimiendo títulos universitarios que no servían para nada frente a instituciones culturales que habían cerrado por falta de fondos y sin generosos premios o becas que transformar en salarios. Avocados a la emigración o los trabajos mal pagados la cruda realidad les ha inculcado, a los menos recalcitrantes y más desamparados, la educación política a la que parecían inmunes, aunque haya tenido que ser a base de ostias. El resto, guarecidos por el colchón familiar o lo que queda de las redes clientelares extendidas a lo largo de tantos años, resisten reelaborando nuevas subjetividades preñadas de languidez y melancolía; y entregándose a un agudo ciberoptimismo que ve en internet la panacea para regenerar la democracia y solucionar todos los males del presente.

El 15M como momento cenital de la crisis económica, social y política obligó a la mayoría a tener que construir un discurso político que no tenía, y que en la mayoría de las veces se hizo con materiales paradójicos y elementos reciclados que más allá de lo que dicen reflejan el calado de la derrota de lo colectivo y la desorientación general de la izquierda. Más aún, algunos incluso solicitaron desde su nueva posición crítica la misma centralidad mediática que habían disfrutado cuando su única preocupación había sido mirarse el ombligo ahora con la intención de propiciar desde sus versos una revolución social y cultural si bien, por fortuna, no engañaron más que a los que siempre están dispuestos a dejarse engañar y no trenzaron más tejido social que el que sus deterioradas redes clientelares habían tramado durante los años de la bonanza económica. En cualquier caso, si su poesía se ha vuelto política en el sentido que nunca admitieron es sencillamente porque la poesía apolítica, hoy por hoy, carece de todo crédito.

¿Volverá el nihilismo cool? Sin duda, en cuanto la maquinaria mediática certifique el fin de la crisis y la cultura institucional se pueda volver a poner en marcha habrá poetas dispuestos a engrasarla y críticos que hablarán de estos años como los de la exhumación de la vieja poesía social de frutos tan escasos y tan ajena al verdadero arte, el que de nuevo volverá a ocupar el mejor sitio del escaparate como digno representante de los valores del sistema.

Quienes entendemos la poesía como un elemento indistinguible e integrado en lo social, dependiente de él y útil en tanto que herramienta de expresión, comprensión, explicación y vinculación a través de la palabra seguiremos disfrutando de ella como lo que es, experiencia social igualitaria, incluyente y atenta a la realidad social en la que se desenvuelve. Desde ella continuaremos intentando congregar la masa crítica que un día nos permita algo más que el boniato lavado.