Andalucía ha sido expoliada. No hablo de conquistas pasadas sino de ilegalidades perpetradas justo ahora, ante la pasividad cómplice de los poderes públicos. Se cuentan por miles los bienes de toda índole que han sido incautados por la jerarquía católica, aprovechando dos normas franquistas e inconstitucionales, que le han permitido inmatricular de forma clandestina y sin acreditar prueba alguna, bienes inmuebles de incalculable valor histórico y simbólico para Andalucía como la Mezquita de Córdoba o la Giralda de Sevilla, pero también plazas, calles, cementerios, barrios, pisos, locales comerciales, jardines, murallas, cocheras…, e incluso inmuebles que pertenecían a sus órdenes y hermandades como el Santuario de la Virgen de la Cabeza o la Quinta Angustia en Sevilla. Curiosamente, nunca inscribieron ruinas, pero sí que esperaron a que se restaurasen con dinero público para proceder a registrarlas a su nombre.
Se acaba de hacer público que el Gobierno posee desde hace un año el listado enviado por los Colegios de Registradores y que asciende a más de 30.000 bienes desde 1998 a 2015. En un programa radiofónico en el que coincidí con el portavoz de la Conferencia Episcopal, éste reconoce haber llevado a cabo 40.000 inmatriculaciones en todo el Estado. Sin duda, son muchas más. En Andalucía se superan los 5000 bienes, con un valor histórico, cultural y catastral incalculable. Porque no sólo hablamos del coste inmobiliario que ha provocado esta descapitalización patrimonial, más el dinero público invertido, sino del coste social para nuestra educación o sanidad que supone dejar de percibir las millonarias cantidades que no declaran ni tributan por los ingresos que generan. Sólo la Mezquita de Córdoba, unos veinte millones de euros anuales. Sin duda, un paraíso jurídico y fiscal dentro del Estado.
Y junto a esta apropiación jurídica y económica, debemos añadir la simbólica derivada de la manipulación histórica en el relato de los monumentos más trascendentales de Andalucía, cuando no de la amputación directa de su nombre como ocurrió con la Mezquita de Córdoba a la que llamaron sólo Catedral, borrando la palabra Mezquita en los mapas, en la web, en los folletos, o inscribiéndola como marca comercial en todos los sectores de producción con la intención perversa de que nadie más pudiera utilizarlo. A la Giralda, símbolo incuestionable de Sevilla, se la inmatriculó como “dependencia anexa a la Catedral”, en prueba evidente del desprecio a nuestro pasado andalusí y de la colonización castellano-católica de Andalucía.
A pesar del apagón mediático sobre el asunto, Córdoba ha sido un ejemplo de concienciación y empoderamiento ciudadano en defensa de la memoria colectiva y del patrimonio público. Pocas ciudades como Córdoba han sido capaces de desvelar el escándalo en sus distintas dimensiones, sin duda a raíz de la reivindicación cívica de la Mezquita. Poco tiempo después, se unieron Sevilla o Jerez de la Frontera. Hablamos de un escándalo poliédrico y mayúsculo, tanto en el ámbito jurídico, como económico, democrático, social y cultural. De tal magnitud, que ha conseguido ser portada de los medios de comunicación más importantes del mundo, conseguir el respaldo de casi 400.000 ciudadanos y ser objeto de investigación científica en muchas Universidades extranjeras.
Hablamos de un escándalo jurídico intolerable e injustificable en el siglo XXI, porque la apropiación de bienes por parte de la jerarquía católica se ha efectuado con arreglo a dos normas franquistas, propias de un Estado confesional y flagrantemente inconstitucionales: una equiparaba a la Iglesia Católica con una administración pública, y otra a los diocesanos con notarios. Valiéndose de ambas herramientas, la jerarquía católica ha inmatriculado miles de bienes de manera clandestina y sin acreditar título de propiedad, con especial codicia a partir de la reforma con la que Aznar abrió la puerta del Registro a los “templos de culto” en 1998. Hasta entonces, nadie cuestionaba la naturaleza pública de estos bienes, como las calles o las plazas, sin perjuicio de los derechos al uso que en su caso pudieran corresponder a sus tenedores. La inmensa generalidad de los inmuebles con finalidad aparentemente religiosa, no habían sido construidos por ninguna estructura de la Iglesia, sino por el mismo pueblo que los ha mantenido y restaurado con dinero de todxs. De la misma manera que Miguel Hernández se preguntaba en el alma quién levantó los olivos de Jaén, tampoco la Iglesia levantó el bosque de columnas de la Mezquita de Córdoba o el minarete de la Giralda. Ni los bienes se adquieren por consagración. Ni se pueden apropiar por la posesión en el tiempo cuando su naturaleza es pública. En definitiva, podríamos calificarlo de un “robo jurídico e impune”, llevado a cabo con normas derogadas desde 1978 por la Constitución Española y declaradas nulas por el Tribunal Europeo de los Derechos Humanos.
Sin embargo, a nadie escapa que un escándalo de esta magnitud, con unas secuelas sociales y económicas incalculables e impredecibles en el futuro, representa una “cuestión de Estado” que no todas las fuerzas políticas ni colectivos ciudadanos se atreven a afrontar. De ahí la necesidad de divulgar y difundir lo ocurrido para evacuar en su momento las responsabilidades históricas que cada uno deba soportar: unos por perpetrarlo y otros por consentirlo.
En primer lugar, dejemos claro que no por tratarse de una Iglesia o un bien con aparente finalidad religiosa pertenece a la Iglesia Católica, en sus distintas estructuras (Cabildo, Obispado, Diócesis…). No podemos confundir el destino de un bien con la propiedad del mismo, por la misma razón que los colegios no son de sus profesores. Y la prueba más evidente de ello es que existen Iglesias que pertenecen a particulares y otras en ruinas que siguen siendo públicas, hasta el extremo de exigir la propia jerarquía católica su restauración con dinero público o con leyes de mecenazgo. En Córdoba, Sevilla o Jerez de la Frontera hemos podido comprobar que se apresuraron a registrarlas como propias tan pronto fueron arregladas con cargo a las arcas públicas.
En segundo lugar, no sólo se han inmatriculado templos de culto o similares. Este hecho contrastado desmonta la coartada de la Iglesia Católica de limitarse a regularizar sus “posesiones” (que no sus propiedades), porque han inscrito bienes privados de otra naturaleza, bienes que nunca han poseído o bienes documentadamente públicos, hasta el extremo de ofrecer vergonzantemente su devolución. Los casos de las plazas del Pocito, del Triunfo de San Rafael, del kiosco de San Hipólito o un local comercial en la mitad del paseo de Posadas, por ejemplo, rayan el esperpento y evidencia el uso torticero y la voracidad inmobiliaria de la jerarquía católica.
Y en tercer lugar, por definición, los bienes de dominio público no accedían al Registro de la Propiedad “privada” salvo para impedir que pudiera ser apropiados por particulares. Justo lo contrario de lo que ha ocurrido. De manera que estas inmatriculaciones practicadas por la jerarquía católica han invertido la prueba de manera diabólica: ahora se presumen que son suyos y deben ser las administraciones quienes tienen que demostrar lo que hasta entonces era incuestionable. Para colmo, han degradado su naturaleza jurídica al rango de un mero bien privado y, en consecuencia, enajenable (por más que nos pueda sorprender). Desde la Mezquita o la Giralda, hasta plazas o caminos. En Córdoba hemos descubierto la inmatriculación de parte del barrio de Figueroa.
Los poderes públicos no pueden permitir esta tropelía. Sin embargo, la actitud del Gobierno central y andaluz ha sido la de huir del problema. Los dos impidieron que se presentara un recurso de inconstitucionalidad directo. Y para evitar el riesgo de que ocurriera y anulase todas las inmatriculaciones de un plumazo, primero Gallardón y luego Catalá se apresuraron a derogar el privilegio generando una amnistía registral que obliga a impugnar uno a uno los miles de bienes privatizados.
Tras presentar varias iniciativas en el Congreso de los Diputados, las plataformas ciudadanas aglutinadas en torno a la coordinadora Recuperando, hemos conseguido arrancar una proposición de ley que obligará al Gobierno a elaborar un listado de bienes inmuebles desde 1998, a pesar de haber descubierto que muchos de ellos se inmatricularon antes de esa fecha en evidente fraude de ley y abuso de derecho. La mayoría de los bienes inmatriculados en Aragón lo fueron en la década de los 80, en Euskadi incluso antes, y en Jerez de la Frontera hasta quince inmuebles fueron inscritos previamente a la reforma de Aznar. A pesar de haber solicitado el listado en numerosas comunidades autónomas, sólo se han aprobado proposiciones de ley exigiendo a los registradores estos datos en Navarra, Aragón, Euskadi, Baleares y Canarias. En Andalucía no se llegó a aprobar por la abstención del PSOE, que presentó una moción idéntica en el Congreso. Es cierto que también lo hemos conseguido en muchos municipios, como la mismísima Sevilla e incluso Córdoba a instancia del PP presionado por la ciudadanía. Gracias a estos listados y al esfuerzo de los colectivos se han descubierto escándalos flagrantes como las inmatriculaciones de las Murallas de Artá en Baleares, los jardines de los Reyes en Oviedo, los jardines de Agaete en Canarias, el cementerio de Cartagena, la plaza del Pocito en Córdoba, la Plaza de los Santos Niños en Alcalá de Henares, frontones en Aragón o Navarra, y casos tan grotescos como Casas Consistoriales, patios de colegio o un videoclub.
Hechos como los citados evidencian que Aznar, al permitir el registro de los templos de culto, se limitó a regularizar una práctica fraudulenta y abusiva con el argumento de su posible inconstitucionalidad. Una verdad a medias que la convierte en una doble mentira. Ni antes de 1998 todos los templos de culto eran bienes públicos, ni después todos pasaron a ser privativos de la Iglesia. Esa es la trampa. El uso religioso no determina la titularidad en un Estado aconfesional, ni es admisible una inconstitucionalidad selectiva. Por supuesto que las distintas entidades de la Iglesia Católica, como cualquier otro ciudadano, pueden inscribir aquellos inmuebles que sean suyos. Pero siempre que, como cualquier otro ciudadano, demuestre fehacientemente su titularidad y que no se está apropiando de lo que nos pertenece a todos y todas. Justo lo que no han hecho. La inmensa mayoría de estos bienes son monumentos de exorbitante valor histórico, patrimonio milenario y cultural de la ciudadanía en cuanto que dominio público, imprescriptible y no enajenable. ¿Es la Iglesia una administración pública? No. ¿Son funcionarios públicos sus diocesanos? No. En consecuencia, todas las inmatriculaciones practicadas con estas normas inconstitucionales son nulas de pleno derecho. Y si recaen sobre bienes de dominio público, doblemente.
Para comprender los distintos supuestos de apropiación, tomaremos como ejemplo Córdoba donde se dispone de un listado parcial, pero que perfectamente se pueden extrapolar a todas las localidades de Andalucía:
1.- Bienes que tuvieron finalidad religiosa pero que al hallarse actualmente en ruinas siguen siendo públicos: Campo Madre de Dios, Conventos de Santa Clara o de Regina…
2.- Bienes con aparente finalidad religiosa restaurados con dinero público que siguen siendo públicos: Iglesia de la Merced. Increíblemente, a pesar de hallarse en la sede de la Diputación Provincial de Córdoba, se le ha cedido el uso al Obispado para fines religiosos. El caso ha sido denunciado ante el Defensor del Pueblo.
3.- Bienes desacralizados que tras su restauración con dinero público han sido inmatriculados: Iglesia de la Magdalena. Tras haber ardido y hallarse en ruinas, se restauró con la finalidad de dedicarse como centro desacralizado. Actualmente es sede de muchos acontecimientos culturales. A pesar de ello, fue inmatriculado alegando falsamente que su destino es el culto católico.
4.- Bienes o espacios documentadamente públicos inmatriculados por la Iglesia: Plazas públicas del Pocito, Triunfo de San Rafael, Kiosco del Gran Capitán, camino público Castillo del Maimón, barrio de Figueroa…
5.- Bienes documentadamente públicos en inmuebles inmatriculados por la Iglesia: Fuentes de la Mezquita o Triunfo de San Rafael de la misma Mezquita
6.- Bienes de uso religioso construidos con dinero público o por suscripción popular que han sido inmatriculados por la Iglesia: Ermita del Socorro o Iglesia de San Rafael.
7.- Bienes de uso religioso que tras su restauración con dinero público han sido inmatriculados por la Iglesia: la inmensa mayoría, con especial gravedad, las Iglesias Fernandinas. En el resto de Andalucía, los casos son bochornosos y muy graves como El Salvador en Sevilla o la Iglesia de Santa Catalina, con una subvención concedida en el último pleno de Zoido haciendo coincidir con su inmatriculación.
8.- Cesiones o permutas a la Iglesia por parte de la Administración de inmuebles públicos: Ermita del Cementerio de la Salud, Colegio de la Trinidad, Ermita de los Santos Mártires… Esta última ya ha sido devuelta vergonzantemente por la Iglesia.
9.- Bienes pertenecientes a hermandades u órdenes religiosas pero inmatriculadas por la jerarquía católica: La Iglesia de San Pablo, ganada en el Tribunal Supremo por los claretianos al Obispado de Córdoba. En Sevilla constan los casos de la Magdalena y Cristo del Gran Poder donde, para evitar el escarnio público, se llegó a un acuerdo privado para rectificar la inmatriculación, reconociendo los derechos de las hermandades pero apropiándose del resto. De enorme gravedad es la inmatriculación del Santuario de la Virgen de la Cabeza, que llevó al Obispado de Jaén a destituir a la Junta Directiva de la hermandad para que pudiera ser impugnada.
10.- Bienes privados de uso no eclesiástico: Sólo en la ciudad de Córdoba, más de 140 bienes entre viviendas, locales comerciales, garajes y naves industriales. La mayoría de ellas, aunque resulte increíble, no pagan IBI a pesar de no estar destinados a fines sociales, en flagrante ilegalidad y competencia desleal con las empresas que sí lo hacen.
Como se puede comprobar, es compleja la anatomía del expolio pero demuestra que la jerarquía católica se ha apropiado de bienes que no eran suyos, sin acreditar título alguno y sin dar cuenta de ello a las administraciones públicas ni a sus propios feligreses. Un caso de corrupción que abriría las portadas de todos los medios de comunicación si lo cometiera cualquier otro ciudadano, y con unas consecuencias económicas y sociales impredecibles.
No se trata de un debate religioso, sino patrimonial y de defensa de lo público. Mientras la crisis sirve de coartada para despedir a médicos y maestros, la Iglesia abre hospitales, colegios y universidades sobre el suelo que ha usurpado y por el que no tributa. Nadie cuestiona su labor asistencial, pero la garantía del Estado social no se encuentra en la caridad porque no es un derecho ni se invoca en tribunales. Como decía Eduardo Galeano, “la caridad es humillante porque se ejerce verticalmente y desde arriba; la solidaridad es horizontal e implica respeto mutuo”. Simplemente queremos que nos devuelvan lo que es nuestro y paguen por lo que es suyo. Que se sometan a la misma transparencia que la Corona, partidos y sindicatos. Que desaparezca este paraíso fiscal, en palabras del Magistrado Manglano, cuantificado en miles de millones: “no entiendo qué tiene que ver la labor social y la libertad religiosa con que no paguen como en el resto de Europa”. En definitiva, que se investigue y condene esta “inmatriculada corrupción”. Porque como dice el propio Papa Francisco: “La corrupción es sucia y la sociedad corrupta apesta. Un ciudadano que deja que le invada la corrupción no es cristiano, ¡apesta!».