Desde la conquista castellana la gobernanza de tres dinastías reales (Trastámara, Austria y Borbónica) ha sido especialmente nociva para Andalucía. Con la conquista castellana Andalucía cambió radicalmente su historia. Sus más de dos mil años de esplendor, protagonizados por sus diferentes culturas tartésica, turdetana, bético-romana, bizantina, arábigo-andalusí, quedaron reducidas a los restos arqueológicos del subsuelo, a sus monumentos más sobresalientes, a la forma de hablar de su pueblo y a la memoria, sometida al pretendido olvido por los nuevos colonizadores, intentando borrar uno de los mayores acervos culturales de toda la cuenca del Mediterráneo. Fue a partir de los Reyes Católicos cuando el curso de la historia comienza a torcerse con más virulencia. Muy pronto toda la Península Ibérica quedaría bajo el poder unísono y centrípeto de la corona, objetivo que alcanzaría la máxima expresión bajo la dinastía borbónica.
La España que vivimos y sufrimos hoy no proviene, como se nos quiere hacer creer, del fruto de una mitad cristiana y otra musulmana. La España fraguada a partir de los Reyes Católicos nació herida y mutilada por numerosas muertes y destierros que sufrieron judíos, moriscos y gitanos, sacrificados en nombre de la religión católica para construir una “nueva nación” limpia de sangre, homogénea, centralista y excluyente. A pesar de todo ello no lograron conseguir el pensamiento único, dando lugar a las “dos Españas”, a decir de Antonio Machado, que se fue acrecentando a través de los diferentes reinados de la dinastía borbónica.
Las “dos Españas” a lo largo de la historia han tenido su máximo exponente en Andalucía. Los borbones utilizaron Andalucía, junto a la nobleza y los grandes latifundistas, para sus fiestas y cacerías, utilizando a nuestras ciudades, Sevilla como epicentro, como escenarios para sus giras reales. Desgraciadamente, parte de ese pueblo tan maltratado fue utilizado para exaltar el fervor popular por la monarquía.
Felipe V, mientras había destruido el 40% de Barcelona causando 4.000 muertes, una vez terminada la guerra de Sucesión, convertiría en corte real a Sevilla. Las estancias del Alcázar sevillano, donde residía la familia real, se convertirían en escenarios de fiestas y recibimientos delirantes a ministros y embajadores. Mientras el pueblo vivía en la miseria el rey se gastaba una fortuna en veladas amenizadas con la música que interpretaban Scarlatti y Farinelli.
Fernando VI, tras la expulsión de los judíos en 1492 y los moriscos en 1609, trató de exterminar a los gitanos a partir del 30 de julio de 1749, con una Real Orden, conocida popularmente como la “Gran Redada”. Permitió que se sacase por la fuerza de sus casas a 9.000 gitanos, mayoritariamente andaluces, con la intención de separarlos por sexos y encerrarlos para evitar que se reprodujeran. Trabajos de esclavitud, torturas, condiciones insalubres, y otras circunstancias aberrantes fueron los principales elementos que caracterizaron esta operación. Este maquiavélico proyecto, organizado en secreto por el entonces consejero de Estado, Marqués de Ensenada, hizo además que se confiscasen los bienes de todos los detenidos. No era la primera vez que se perseguía al pueblo gitano. Ya había sido objeto de una tropelía similar en 1499, cuando los Reyes Católicos firmaron una primera orden de expulsión.
Carlos III gobernaría con lógica centralista desde una corte absolutista. Por poner un ejemplo, en el siglo XIX Sevilla estaba más lejos de Málaga que de Madrid. Un correo malagueño dirección a Sevilla en carruaje, el medio más rápido de la época, debía pasar por Granada y al llegar a Jaén deshacer camino hacia Córdoba, momento en el que se disponía de ferrocarril para llegar a Sevilla. El siglo XXI aún arrastra esa falta de comunicaciones que vertebre a toda Andalucía. Hecho evidente es el aislamiento ferroviario de la parte oriental de Andalucía o la falta de una autovía entre Córdoba y Granada.
Andalucía iniciaba el siglo XIX, bajo la monarquía de Carlos IV, con más de dos millones de habitantes. Su población se había diezmado a causa de la fiebre amarilla y de la postración de su económica. A pesar de su consideración como una de las tierras más fértiles de la Península, el régimen latifundista seguía empobreciendo a la mayoritaria población rural. Este fenómeno aumentó la mendicidad en las calles de las ciudades. Un ejemplo lo podemos ver en la descripción que hace Darvillier a mediados del siglo XIX refiriéndose a los mendigos de Granada: “Su gran número atestigua la decadencia y pobreza de la antigua capital de los reyes moros, antaño tan rica, tan industriosa y cantada a menudo por los poetas”.
Entre 1814 y 1833, Andalucía siguió la misma evolución histórica del resto de España. Durante el primer sexenio absolutista (1814/20), los pueblos y ciudades andaluzas experimentaron aún más el empobrecimiento social, lo que provocó conspiraciones y la formación de Juntas en diferentes pueblos de la provincia de Cádiz. Con el tiempo esto fructificaría con el alzamiento del general Riego en las Cabezas de San Juan, el 1 de enero de 1820, proclamando la Constitución de 1812. En marzo el pronunciamiento se impone en toda España, no teniendo más remedio Fernando VII que jurar el texto constitucional, abriéndose el Trienio Constitucional. La intervención de los Cien Mil Hijos de San Luis daría fin al Trienio. En esta fatídica década “Ominosa”, los liberales siguieron intentado terminar con el absolutismo. Las medidas represivas del Gobierno llegaron a tal extremo que Mariana Pineda terminaría en el patíbulo el 1 de mayo de 1831 por haber bordado una bandera con el lema: “Ley, Libertad, Igualdad”. También fueron víctimas de la represión Riego y el general Torrijos, general liberal que protagonizó el último intento por derrocar el régimen absolutista de Fernando VII en 1831.
La llamada década “Ominosa” (1823/33) de Fernando VII volvió a traer de nuevo la Inquisición, uno de los mayores males para Andalucía, al imponer un solo pensamiento y una sola religión, empobreciéndola socialmente aún más a través de unas costumbres excluyentes y culpabilizadoras, que la condujeron a una monotonía asfixiante y a una decadencia difícil de superar. La alianza altar-trono fue fundamental para la postración de nuestra tierra. En esos diez años no solo se hizo nada, sino que las tabernas eran las únicas protagonistas de la vida empobrecida. No existían sociedades recreativas ni culturales, tampoco espectáculos profanos; solo sermones, procesiones y hermandades religiosas. Esta situación terminaría con la muerte del nefasto rey el 29 de septiembre de 1833. A modo de ejemplo sirva el testimonio de George Borrow alusivo a Córdoba cuando murió Fernando VII: “era una ciudad pobre, sucia y triste”. Más cáustico fue Teófilo Gautier que la calificó de “Atenas bajo los moros y ahora un pobre pueblo beocio”.
En tiempos de Isabel II, sucesora de Fernando VII, Andalucía, junto a Cataluña, apoyó con mucho entusiasmo el nuevo régimen liberal (1833/1868). Durante los primeros años de la minoría de edad de Isabel II, bajo la regencia de María Cristina, surge el movimiento Juntero Liberal como respuesta a las pretensiones del Carlismo de volver al absolutismo (conocida como la primera guerra Carlista). En Andalucía se fueron constituyendo cada una de sus ocho provincias (se crearon las provincias por Real Decreto de 29 de noviembre de 1833) las Juntas provinciales, hasta que se constituyó la Junta Suprema de Andalucía en Andújar el 2 de septiembre de 1835. El manifiesto de la Junta Suprema de Andújar llegó a proclamar: “(…) viviendo la indisoluble unidad que ofrece el pueblo andaluz (…) el voto de los habitantes de la Bética entera es el mismo (…)”. Esta explosión revolucionaria de 1835 es la más clara manifestación de la nueva conciencia surgida en Andalucía, como una alternativa anticentrista y federal. Los andalucistas de principios del siglo XX vieron en la Junta Suprema el antecedente histórico del sentimiento andaluz. El Gobierno terminaría enviando al ejército para terminar con la atrevida iniciativa andaluza. La Junta Suprema de Andalucía se comportó más como un Gobierno nacional que como una Confederación de Juntas provinciales, según Pi y Margall: “Tuvieron las (Juntas provinciales) de Andalucía su Junta central en Andújar y hablaron de potencia a potencia con el Gobierno de María Cristina”. Supusieron el prólogo necesario para la Revolución Cantonalista, la llamada “Gloriosa”, y la posterior Constitución de Antequera de 1883. La constitución de las Diputaciones Provinciales diluyeron las Juntas provinciales. Como puede observarse la creación de las provincias y las diputaciones fue un paso fundamental para el asentamiento del centralismo bajo la dinastía borbónica.
Mientras las bases populares seguían intentando buscar la salida al empobrecimiento social, el régimen borbónico seguía ahondando cada vez en el mismo. La desamortización de Mendizábal de 1835 supuso, dado que el Estado quería vender y no repartir los lotes de tierra, que las grandes fincas fueron a incrementar las propiedades de los ricos, que así se hicieron más ricos, con lo que se acentuó el problema de la tierra en Andalucía, el latifundismo. Desde un punto de vista social, ello perjudicó aún más a los campesinos. Significó para Andalucía una ocasión perdida y la consolidación de la gran propiedad, ahora bajo nuevas fórmulas jurídicas, los terratenientes. No solo bastó la frustración de la oportunidad perdida de una gran reforma agraria, sino que el sector industrial se vio en vuelto en una decadencia, sector que echó raíces a principios del XIX, y que junto a la industria derivada de la agricultura (vinos, licores, aceite, naranjas), floreció en la siderúrgica, sobre todo establecida en Málaga, además de lo que supuso para Cádiz y su comarca la Casa de la Contratación. Sin embargo, con el malbaratamiento de las fincas desamortizadas y el éxodo del capital andaluz a otras regiones, Andalucía se iba empobreciendo a pasos agigantados, lo que conllevaría a una mayor explotación de su pueblo.
Ante toda esta situación, la Revolución de 1868, “la Gloriosa”, tendría su epicentro en Andalucía. El levantamiento de Cádiz supuso el destronamiento y exilio de la reina Isabel II a Francia, y el inicio del período denominado Sexenio Democrático. El caldo de cultivo de la Revolución se debió a un pueblo gravemente lesionado por el reino favorecedor de la oligarquía, por la corrupción administrativa y por la violación de las libertades fijadas por la Constitución. La pérdida de la batalla del Puente de Alcolea (el 28 de septiembre de 1868 los militares sublevados contra la reina Isabel II se impusieron a las tropas realistas que se mantenían fieles a su autoridad) supuso el fin de su reinado. Isabel II volvería a pisar suelo andaluz en 1876 tras la restauración borbónica que siguió al breve periodo de la Primera República.