En muchas ocasiones banderas y fronteras son las dos caras de la misma moneda. Se crearon para dividir, excluir, separar, desunir…, indisponiendo a las personas que se encuentran a ambos lados de la línea divisoria. Seres humanos que incluso comparten una misma cultura, religión o etnia se ven separados por antiguos y recientes intereses económicos, políticos y religiosos al servicio de estructuras jerárquicas de poder que arrastra la humanidad desde el inicio del neolítico, la primera gran revolución sustentada en la agricultura, el sedentarismo y el patriarcado. Incluso la religión se estableció hace diez mil años para controlar la capacidad transcendental innata en la especie humana. El dios naturaleza se fue convirtiendo en un dios hecho a imagen y semejanza del dirigente, del ostentador del poder. Y así, de esta manera, se controlaba a la población por la boca, alimento, por la conciencia, pensamiento, y por los sentimientos, religiones y códigos morales.
Poco a poco fueron surgiendo los límites entre poblados hasta convertirse en las fronteras actuales. Si a modo de ejemplo observamos el mapa de África evidenciamos cómo los límites de los diferentes países que la componen están hechos con escuadra y cartabón, formando una estructura ortogonal, similar al diseño que el urbanista y arquitecto Ildefons Cerdà configuró para el Eixample de Barcelona. África fue fragmentada por los intereses económicos y políticos de los países europeos. Un gran continente con multitud de poblaciones y una gran riqueza lingüística fue dividido por fronteras artificiales como consecuencia del reparto que hicieron los países colonizadores. Los mismos que llegaron a considerar a sus habitantes de inferior raza para poder traficar con ellos, como animales al servicio del hombre blanco. Una etnia negra que, después de muchos años, sigue gritando “no puedo respirar” a consecuencia del racismo atroz inoculado siglos atrás.
Las tierras de Oriente Medio, por seguir con los ejemplos, también fueron repartidas, como un botín, entre franceses e ingleses, una vez terminada la Primera Guerra Mundial. Millones de seres humanos compartiendo la misma etnia, lengua y cultura se vieron separados y su tierra dividida por un poder inmolador de sus costumbres y sus vidas. Sin ir más lejos, la tragedia de Palestina es una consecuencia de esos malévolos intereses.
Hoy vemos cómo en algunas plazas y calles se derriban estatuas de personajes que gobernaron fomentando el racismo y la idea de patria para beneficiar a unos pocos, a las oligarquías enriquecidas a base de tanta injusticia establecida. De ellas sabe mucho Latinoamérica, que vio cómo a lo largo del siglo XX el gran país Norteamericano intentaba, a través de golpes de estado, domesticar a sus habitantes para obtener pingües beneficios a costa de la extraordinaria materia prima que, al igual que África, posee este gran continente. Anteriormente, sus culturas y muchos millones de humanos fueron extinguidos (incas, aztecas, mayas) por la prepotencia y el desprecio del que se cree superior. Lo mismo podemos decir de los países orientales, donde sus fronteras son focos continuos de tensión, como el caso de la India con Pakistán. Los habitantes de las ciudades a ambos lados de la frontera se encuentran amenazados y atemorizados por un posible bombardeo que destruya sus viviendas y maten a sus familias. Una frontera no querida por Gandhi, que ante los conflictos ocasionados, entre otros motivos, por la secesión, hacía huelgas de hambre para alcanzar la paz.
La vieja Europa también hizo y deshizo sus fronteras en más de una ocasión. Sus reyes, papas y emperadores se fueron repartiendo las tierras y estableciendo las fronteras, siempre sometidas a la inestabilidad por el ansia de una mayor conquista. Los habitantes del viejo continente, se mataban para expandir sus fronteras, para sobresalir como primera potencia. Para vergüenza de Europa, sus gobernantes condujeron a su población, con la misma etnia, la misma religión con matices, la misma cultura, a dos guerras mundiales donde murieron millones de seres humanos.
Fronteras y más fronteras, banderas y más banderas, manchadas de sangre, de olor a muerte, de fraudes y venganzas, de exclusiones y revanchas. Fronteras imaginarias, fronteras de muros de piedra, fronteras de vallas metálicas, fronteras de agua. Cuántas muertes en ellas. Y mientras unas personas mueren otras huyen con sus hijos de una muerte segura. Ayer Irak, hoy Siria, mañana… Millones de refugiados deambulan por el mundo con la esperanza de encontrar un lugar de acogida, una patria donde se le reconozcan sus derechos humanos.
¿Cómo hay personas víctimas de todas estas injusticias, exclusiones, iniquidades que se abrazan a esas banderas y defienden esas fronteras cegadas por un falso patriotismo? ¿Cómo se puede entender que mujeres, personas de etnia negra, personas no heterosexuales, personas de etnia gitana, gentes empobrecidas, obreros… defiendan y voten a partidos con una clara ideología fascista, racista, homófoba, misógina? Posiblemente busquen una falsa salida a su ninguneada identidad, busquen una falsa protección del mismo verdugo que los maltrata y humilla. El llamado síndrome de Estocolmo, consistente en identificarse y mostrarse comprensivo con el verdugo, violador, maltratador, explotador, puede aproximarnos a entender esta incoherente relación.
Cuando paseo por las calles y veo banderas con crespones negros o mascarillas con la rojigualda pienso en todo ello. Banderas que enaltecen el falso patriotismo, la mentira del poder más canalla, banderas sostenidas por un sistema económico inhumano que empobrece, excluye y mata; banderas sostenidas por mensajes de odio. Ante la falsa apariencia del dolor, se esconde la gran traición a la esencia humana: la falta de justicia e igualdad, en definitiva, la ausencia de derechos humanos.
Me gustan las fronteras naturales que puedo cruzar, una montaña o un mar. Me gustan las banderas que simbolizan a los pueblos, a la paz, al respeto y a la diversidad. Me dan buenas energías las banderas blancas, la wiphala, la bandera arcoíris, banderas inclusivas, banderas no belicosas, de gritos de libertad. También existen las banderas enarboladas por los derechos y las libertades, como la verdiblanca, portada con orgullo y pasión en las manifestaciones del pueblo andaluz, como símbolo de reivindicación, la que vuelve tras siglos de guerra, a pedir paz y esperanza bajo el sol de la tierra andaluza, como diría Blas Infante.
En estos tiempos de Trump, Bolsonaro, de fascismos emergentes es muy necesario desenmascarar el falso discurso de la patria, basado en fronteras y banderas. Es muy necesario enseñar y concienciar sobre los símbolos para que no se conviertan en elementos diabólicos, que dividen y enfrentan, que atemorizan y esclavizan, creando una población sumisa a los intereses de los que acumulan la riqueza.
En estos momentos de la historia humana despertar la conciencia es imperativo.
Nadie se ilumina fantaseando figuras de luz, sino haciendo consciente su oscuridad (Carl Jung).