Enarbolar la bandera del decrecentismo no es atractivo social ni políticamente. Después de décadas de discurso desde que Georgescu-Roegen armara la teoría. Después de mucho más tiempo desde que los economistas clásicos elaboraran los mecanismos y dinámicas de agotamiento de los recursos, leyes de rendimientos marginales decrecientes y escenarios de colapsos, el mensaje de que exprimimos la Tierra que nos da la vida, sigue sin calar.
Hablar de decrecentismo puede tener cierto atractivo como titular en foros y publicaciones específicas donde el público y el lector tiene predisposición, bien por conocimientos específicos, bien por un ejercicio previo de conciencia y conducta. Pero siendo honestos, a la inmensa mayoría, eso de decrecer tiene bastante tufillo a renunciar, retroceder, desistir, volver a los pedales, a los árboles, o incluso a las cavernas.
Siguen siendo más atractivos verbos asociados al expansionismo, el crecimiento, la riqueza financiera, que son sinónimos de estatus y disfrute. El PIB (Producto Interior Bruto), y su crecimiento, sigue siendo el termómetro económico y social de la salud de un estado. Aunque eso encierre bajo la alfombra, la realidad de que el crecimiento (y la supuesta mejora asociada al mismo) no se distribuye de forma igualitaria ni justa. Por eso, mientras el número de ricos, cada vez más ricos no para de aumentar, no se habla del decrecimiento que en términos relativos están experimentado el empleo, los salarios, las ayudas sociales, los bienes y servicios públicos. En la práctica el crecimiento económico tiene correlación directa con la desigualdad social.
Un cuestión crucial en el análisis es el planteamiento dicotómico de muchos de los que cuestionan el modelo imperante actual. Esto es, el decrecimiento, en grandes rótulos es lo contrario de crecimiento, obvio. Pero si miramos la segunda parte del siglo XX, crecimiento es también desarrollo, y éxito, y lo contrario, decrecimiento es sinónimo, consciente o inconsciente de crisis, recesión. El término decrecimiento, nacido como antítesis, resulta a las veces, contraproducente para el mensaje que muchos pretenden lanzar con su defensa pues la capacidad de movilización de la sociedad para defender el decrecimiento se ahoga en su propio punto de partida.
De tal magnitud puede ser el fiasco de las voluntades decrecentistas, que si nos ceñimos al plano personal, en unas sociedades cada vez más individualistas, tenemos que admitir que el reto que cada día, cada uno de nosotros nos marcamos como personas y profesionales es el de…, si, crecer. Por tanto, decrecer como persona o profesional es el mayor de los fracasos.
Dicho esto, es de entender que muchos defensores del decrecimiento tengan que volcar la mayor parte de sus esfuerzos, tiempo y energía, en aderezar el mensaje, matizarlo, dulcificarlo, concretizarlo, apelando a un beneficio colectivo futuro que a todos queda demasiado lejos y abstracto. Los propios economistas que abogan por el decrecimiento no acaban de precisar qué es lo necesario que decrezca, en qué plazos y de qué manera.
Si el objetivo es que cale de forma profunda en la sociedad de que las políticas neoliberales llevadas a la práctica nos lleva al desastre, es decir, que es obtuso, torpe y egoísta exclusivamente pensar en el yo y en el ahora sin asumir ningún tipo de responsabilidad intergeneracional, algún matiz y variable adicional hay que incorporar al análisis. Si queremos que se produzca un giro en la percepción del éxito y que el mismo no sea a costa de otros, debemos ir acabando con el reino de la competitividad y evolucionar hacia la cooperación. Igual que hay que dejar de asociar desarrollo a crecimiento y bascular hacia la idea de progreso. Es muy importante atar la justicia social con términos inclusivos y no con los excluyentes que se han impuesto en las últimas décadas.
En un sistema democrático y de libre mercado, las mayorías siempre tienen razón. El ejercicio para que además de razón, posean verdad es la información y la participación. Para que sean las conductas y las acciones el motor de una evolución imprescindible y necesaria.
Georgescu-Roegen, en su “programa bioeconómico mínimo” publicado hace cincuenta años apuntaba que una vía de decrecimiento es la prohibición de las guerras y la fabricación de armamentos. Una cuestión, además de economicista, buena, sensata, lógica, incontestable desde el punto de vista de el empleo y enterramiento de vidas y recursos. Hacer extensiva esta idea al resto de sectores productivos, hoy globalizados, solicitando que se racionalice la necesidad de insumos y la producción y el comercio por la simple necesidad de generar flujos financieros es un giro importante. Balancear esa idea que hace más ricos a unos pocos de que siempre más es mejor. Porque no es cierto, huir hacia adelante no es una salida, es la trampa de la que debemos salirnos ciudadanos y consumidores.
El sector primario ya produce alimentos suficientes para la población que habrá en 2.050, aún así hay una carrera por aumentar el volumen que a su vez incrementa el despilfarro alimentario y grava el sistema sanitario. La supuesta transición hacia las energías renovables no es tal pues la nueva potencia instalada viene a sumarse a la oferta ya existente. La energía más limpia es la que no se necesita. La transición hacia los coches eléctricos perpetúa el sistema de parque automovilístico individual y contaminante, aunque las emisiones se trasladen de los tubos de escape a las chimeneas de las fábricas. Los ejemplos serían innumerables. Todos nos llevan al mantenimiento del poder establecido, el de las grandes corporaciones a las que les va bien el crecimiento.
Sin embargo, los números cantan, ya hemos crecido por encima de nuestras posibilidades. Nadie niega el cambio climático. Ni que es el mismo la principal causa de migraciones, hambrunas y desastres naturales. Ya no es necesario aumentar la productividad de alimentos, ni plantas eléctricas, ni coches. Lo que resulta imprescindible es lograr una mejor y más justa distribución de los mismos. No es tiempo ya de políticas de crecimiento sino de hablar de mejorar las fórmulas de distribución y reparto para lograr un modelo más inclusivo, más solidario, más justo. Es tiempo de caminar hacia una transición ecológica y social justa.