Unas pocas resisten, cada vez son menos, pero resisten. Quieren seguir haciendo bueno el poema de Gustavo Adolfo Bécquer, con el presagio de que volverán, volverán las oscuras golondrinas a tu balcón sus nidos a colgar. Unas pocas resisten, pero cada vez son menos. Para comprobarlo, basta pararse y levantar la vista.
Sus poblaciones van desapareciendo de nuestros pueblos y ciudades, expulsadas por el tráfico, el ruido, la polución y el hormigón. El espacio en el que habitamos, antes su refugio y lugar de cría, ya no es para ellas. Igual está sucediendo con otras especies que han estado vinculadas tradicionalmente a nuestros pueblos como los aviones comunes, los vencejos, las cigüeñas, las lechuzas, los gorriones… Estamos ante el declive de lo que se han dado en llamar las especies antrópicas, esto es, las que evolucionaron y triunfaron adaptándose a los nuevos espacios que había generado el ser humano.
En mi barrio en Sevilla acaba de desaparecer la última pareja de golondrinas. Esas ya no volverán. El año pasado llegaron el 14 de febrero, y el anterior, el 2020, llegó la pareja el 3 de febrero. Dadas las fechas, podemos confirmar que esta vez, y las siguientes, ya no estarán. Esas, no volverán. Y el barrio, y nosotros estamos un poco más huérfanos de sus trinos y sus piruetas.
Una circunstancia, un detalle inapreciable para la mayoría. Quizás sólo percibimos la diferencia el puñado de gente que, como a Bécquer, se nos alegra el corazón cuando comprobamos que la vida sigue fluyendo alrededor, y se marchita un poco cuando comprobamos que hay trozos de la vida que se nos pierden.
Más allá del aspecto romántico del disfrute de las aves, está el sentido objetivo de que la desaparición de estas especies es la evidencia del deterioro del medio en el que desarrollamos gran parte de nuestra vida, el medio urbano. Algunos evolucionistas alegan que es el precio a pagar, que es un proceso continuo en el que unas especies llegan y otras se van, unas desaparecen y otras triunfan, que, igual que golondrinas, aviones, cigüeñas, gorriones van hacia abajo, otras, como las cotorras, los estorninos o las grajillas van hacia arriba.
Es una realidad dinámica, cierto. Lo que debemos plantearnos si es la que queremos, porque somos nosotros el principal agente de cambio en el medio, y puede estar ocurriéndonos como en esas tragicomedias de enredo en las que nadie acaba sabiendo como llegó hasta allí. Al final, no podremos explicar mínimamente cómo se produjo el cambio climático o la gran extinción de especies.
Un patrón si parece ser cierto tal como evidenciaron los estudios de Cuvier, tras cada extinción masiva, la vida vuelve a florecer de nuevas formas. Por eso los humanos en realidad no somos un problema para la naturaleza, creer eso es demasiado pretencioso, igual que creer que de toda esta espiral maliciosa nos salvará la ciencia y la tecnología. Es falso, la solución sólo puede ser social, política y económica.
Los nuevos niños nacerán sin el trino de las golondrinas en las ciudades y eso no mermará su discurrir por la vida pues como individuos no conservamos memoria de los deterioros que puede haber tenido un lugar en el pasado. El paisaje y todos sus elementos solo existe en el hombre, y cada generación asume como natural, el medio en el que nace y vive. Esta cadena en la que estamos inmersos encierra otro hecho, las generaciones futuras vivirán en un mundo más vacío, más pobre, menos diverso, más mísero. Recuperando la mística cristina, nosotros hoy no añoramos el paraíso.
La vida de una mayoría de la sociedad no depende del medio natural. No necesitamos de la existencia del águila imperial, o el lince, o la golondrina para vivir con normalidad cada día. Si que nos resultan necesarios el vehículo privado, los edificios, los equipos tecnológicos, la electricidad, la calefacción o el aire acondicionado, es decir, los útiles que se obtienen de los hábitats no humanos. Podríamos, como algunos proponen, reducir el mundo a su modelo más utilitario y seguir viviendo. Es en realidad lo que subyace en la idea de vivir en Marte.
Lo trágico de todo ello es no darnos cuenta de que es lo natural lo que nos ancla a la vida, lo que nos da plenitud y grandeza. Porque sin toda la dinámica natural que nos rodea, nos volvemos menos humanos.
Cuando desaparecen las especies vivas de nuestro espacio vital, y no vemos las golondrinas, los escarabajos o las mariposas, los indicadores de salubridad y bienestar hacen saltar las alarmas. El hormigón, el humo y el ruido mata o expulsa a algunos, los que nos quedamos lo padecemos. Es una primera capa del análisis que debería hacer actuar a la sociedad, el tejido productivo y las instituciones públicas, a trabajar conjuntamente en lograr esa ciudad de las personas. Pero también, y en otro plano, es preciso tomar conciencia de que cuando desaparecen todos esas especies y elementos naturales, nuestro mundo se hace más pobre porque pierde mucho de su belleza, y nosotros perdemos humanidad.
Me gustaba un programa de radio que conducía el malogrado Ramón Trecet, a veces las golondrinas alborozadas no me dejaban oír aquella gran frase con la que cerraba el programa: No dejes de buscar la belleza, es lo único que merece la pena en este asqueroso mundo.
Esas, no volverán.