El coronavirus ha obligado a declarar el Estado de Alarma, pero nos ha recordado también que seguimos viviendo en un Estado de Impunidad. La crisis sanitaria se ha llevado por delante al torturador Antonio González Pacheco, alias Billy el Niño, antes de ser juzgado por grave violación de los derechos humanos. Quienes sufrieron sus torturas describen a este policía franquista como un sádico acomplejado que disfrutaba haciendo daño y humillando. Y a pesar de los testimonios desgarradores de sus víctimas, no fue depurado con la llegada de la democracia. El nuevo régimen surgido en 1978 lo recicló y volvió a condecorarlo por los servicios prestados, como hizo antes la dictadura. Pasó de la Brigada Político Social del franquismo a ser un policía “muy democrático”. ¿Y qué hicieron las nuevas autoridades con el reguero de torturas que había dejado en la Dirección General de Seguridad, ubicada en la madrileña Puerta del Sol?, pues borrón y cuenta nueva.
De hecho, Billy el Niño ha fallecido sin una sola condena por torturas en su expediente. Sólo en 1974 fue condenado a una multa por coacciones y malos tratos contra el periodista Paco Lobatón, que recuerda cómo fue detenido: “me detuvo a punta de pistola, me golpeó brutalmente y me amenazó de muerte. Una de sus especialidades era apagar cigarrillos en las plantas de los pies”. Pues bien, el sistema judicial español nunca investigó las torturas de Billy ni permitió que lo hiciera la justicia argentina. La descarada impunidad del policía franquista ha puesto en evidencia la baja calidad de la democracia.
Ha estado 40 años protegido por una ley preconstitucional, conocida como Ley de Amnistía del 77, que el Tribunal Supremo utiliza como ley de punto final. Billy el Niño se convirtió en intocable y era invitado sin pudor a los actos oficiales organizados por la Policía. Algunos de sus compañeros, también “reciclados democráticamente”, le saludaban como si fuera un héroe. Y por más que la jueza María Servini intentó sentarlo en el banquillo de los acusados, el torturador se fue sin ser juzgado para mayor gloria del Estado de Impunidad. No obstante, el virus ha hecho justicia a su manera, pues Billy ya no podrá pasear por la calle, ocultándose bajo su patético casco de motorista, ni volverá a cobrar sus medallas pensionadas.
Sin embargo, Billy el Niño no ha sido el único torturador que ha escapado de la Justicia. El policía Jesús González Reglero, que estuvo a las órdenes de Billy y vive todavía, tampoco ha sido juzgado; al contrario, ha sido condecorado con la Medalla de Plata al Mérito Policial. Sin olvidar a otros miembros destacados de la Brigada Político Social, la temida policía política de Franco, que vigilaba y reprimía la oposición al régimen. Recordemos que Billy sólo fue un buen aprendiz, que tuvo como maestros a otros torturadores mucho más experimentados. Estamos hablando de Roberto Conesa o Saturnino Yagüe, que practicaron torturas y malos tratos desde los años de la postguerra y colaboraron con la Gestapo nazi, la policía secreta de Hítler. Y después, durante la guerra fría, también fueron adiestrados por la CIA norteamericana. Es decepcionante que tanto ellos como Billy el Niño hayan fallecido sin ser juzgados. Pero el gobierno de coalición tiene la obligación moral de retirarles las medallas, aunque sea a título póstumo, tal y como prometió. Sería el último gesto de dignidad democrática. También debería organizar un acto oficial en el Congreso, en homenaje a quienes fueron víctimas de sus torturas, aunque Chato Galante ya no podrá asistir. Y publicar la hoja de servicios de los torturadores, pues conocer la verdad es otra forma de hacer justicia.
Pero el Estado de impunidad no acaba con la muerte por coronavirus de Billy el Niño. Todavía siguen vivos y coleando varios exministros, expolicías y antiguos jueces del régimen franquista. Entre ellos, Fernando Suárez, vicepresidente del gobierno franquista en 1975 y presunto corresponsable de firmar la pena de muerte contra los cinco últimos fusilados por la dictadura. También está pendiente de ser juzgado Rodolfo Martín Villa, presunto responsable de ordenar una carga policial en 1976, que acabó con la vida de cinco trabajadores en Vitoria. Igualmente es reclamado por la justicia argentina Carlos Rey González, miembro del Consejo de Guerra que puso en marcha una farsa judicial y ejecutó con garrote vil al joven anarquista Salvador Puig Antich.
En total, una veintena de antiguos funcionarios al servicio de la dictadura, que siguen gozando de la impunidad que les proporciona la cuestionada Ley de Amnistía del 77. Entre los investigados figuran, asimismo, el que fuera capitán de la Policía Armada en 1976, Jesús Quintana, y siete miembros más de esta fuerza represiva del régimen. Los conocidos como grises, de triste recuerdo para obreros y estudiantes, que se jugaban la vida en las manifestaciones contra la dictadura y por las libertades democráticas. Los mandos de aquella fuerza represiva eran cómplices, además, de los pistoleros de extrema derecha, que en 1977 acabaron con la vida de los abogados laboralistas de Atocha y de jóvenes, como Arturo Ruiz o Mari Luz Nájera.
Querella argentina
Ya han pasado diez años, 14 de abril de 2010, desde que se presentó en Buenos Aires la conocida como Querella Argentina, única vía judicial abierta para investigar los crímenes de la dictadura. El juez Baltasar Garzón lo intentó, pero el Tribunal Supremo lo apartó de la carrera judicial, mediante una maquiavélica operación de acoso y derribo. Entre los primeros querellantes estaba Darío Rivas, ya fallecido, que al verse desamparado, atravesó el Atlántico junto a otras víctimas, recorriendo más de 10.000 kilómetros para buscar en Argentina la justicia que le negaba el sistema judicial español, contaminado de franquismo.
Pero el movimiento memorialista no se da por vencido. En Andalucía, familiares de represaliados, treinta asociaciones y partidos políticos han formado la Plataforma Andaluza de Apoyo a la Querella Argentina y siguen impulsando debates en el Parlamento de Andalucía, diputaciones provinciales y ayuntamientos, pero no sólo para pedir el apoyo institucional, sino su adhesión directa a esta plataforma ciudadana. En la querella se han personado ya un buen número de colectivos y particulares que denuncian desde asesinatos en masa, fusilamientos, secuestros, apropiación de niños y trabajo esclavo, hasta jueces del Tribunal de Orden Público y miembros de los tribunales militares que aprobaron sentencias de muerte. A esta plataforma se ha sumado la familia de Manuel García Caparrós. Las hermanas Caparrós aún piden al gobierno que se esclarezca la muerte de este joven asesinado por un policía en Málaga, el 4 de diciembre del 77, cuando pedía Autonomía plena para Andalucía.
La dictadura acabó hace 45 años, pero el Estado español arrastra un preocupante déficit a la hora de investigar las denuncias por presuntas torturas, que actualmente siguen cometiendo los funcionarios policiales. Ahora no es una práctica sistemática, pero tampoco aislada. Cuando se producen sentencias condenatorias, dicen los abogados, han sido frecuentes los indultos. En los juzgados hay una tendencia a no dar credibilidad a los testimonios de las víctimas. En consecuencia, las denuncias por torturas son archivadas sin abrir ninguna investigación, clara secuela del régimen franquista. Organizaciones de derechos humanos, como Amnistía Internacional, han llegado a la conclusión de que no hay voluntad política para acabar con los excesos policiales, sobre todo desde que se aprobó la conocida como Ley Mordaza, todavía vigente, a pesar de que el actual gobierno ha prometido derogarla.