Hoy es el Día Internacional de los Trabajadores/as. Habrá concentraciones y manifestaciones. En algunas de ellas -las promovidas por los «sindicatos mayoritarios»- se dirán cosas o corearán consignas que luego serán guardadas en un cajón el resto del año para continuar la colaboración con el Sistema a cambio de mantener subvencionados muchos cargos burocráticos. En las organizadas por los «sindicatos alternativos», se exteriorizará la rabia ante la situación dramática del mercado de trabajo y la impotencia actual para cambiarlo.
Permítaseme una reflexión. Está bien salir a la calle y reactivar las raíces del 1º de mayo. Pero todo quedaría en un ritual en gran medida estéril si no se plantearan con seriedad varias cuestiones claves: la necesidad de una reconceptualización del concepto mismo de trabajo; la desmitificación del empleo como base de la dignidad personal; la realidad creciente de la equivalencia entre trabajo asalariado, precariedad y pobreza; la urgencia de asumir la reivindicación de una Renta Básica Universal e Incondicional (que no tiene nada que ver con los subsidios a los que muchos llaman «renta básica») como única forma, aquí y ahora, de garantizar la subsistencia sin tener que humillarse demostrando que se es pobre de solemnidad; el rechazo a un sindicalismo burocratizado y convertido en uno de los pilares del Sistema y a un sindicalismo dependiente de partidos políticos; lo imprescindible de hacer confluir reivindicaciones sociales con derechos nacionales, considerándolos dos caras de una misma lucha; el reto de aunar protestas con propuestas…
Sin caracterizar de forma adecuada el capitalismo en su fase actual de globalización neoliberal no podrá haber una oposición útil a lo que son sus consecuencias. Ni aceptar estas como si fuesen un meteoro inevitable, adaptándose a ellas con la esperanza de conseguir algunas migajas de los extraordinarios beneficios que obtiene una minoría, ni sólo gritar consignas sin, a la vez, ir construyendo alternativas (que algunos podrían calificar de utópicas pero que de ningún modo son ilusorias), nos va a servir de mucho.
Cuando acaben hoy las manifestaciones y discursos debería abrirse, sin dilación, un debate, serio y democrático, sobre todas estas cuestiones. Si no fuera así, todo quedaría, un año más, en una celebración ritual vacía de contenido o en una ocasión para la catarsis personal, quizá buena para no tener que acudir a pastillas contra la depresión pero que muy poco contribuirá a avanzar hacia la transformación de nuestra lamentable realidad.