Hoy por ti, mañana por mí

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El miedo es algo natural en el ser humano. Sin embargo, “el miedo al miedo” genera angustia, depresión, inmunodeficiencia y sometimiento a los intereses de los poderes políticos, económicos o religiosos. Sería deseable que el caso del coronavirus no se convierta en una excusa que vaya en detrimento de las libertades, uno de los riesgos más graves que puede sufrir una democracia. Por lo demás, es normal que ante lo desconocido asome la incertidumbre e intranquilidad. Es comprensible el temor a un microorganismo que invade los cuerpos humanos, los enferma y causa defunciones, como ocurre con muchos virus y bacterias que provocan diferentes tipos de enfermedades contagiosas.

Sin embargo, lo conocido, pudiendo ser más letal que el coronavirus, no provoca tanto temor, ni hace tomar tantas previsiones. El número de defunciones en España en 2018 fue de 427.721, según el INE. De ellas, 250.000 se deben a enfermedades cardiovasculares y tumorales, seguidas de las derivadas del aparato respiratorio, aproximadamente unas 50.000 en el mismo periodo. En la temporada 2017-2018 padecieron la gripe unas 800.000 personas, según el Instituto de Salud Carlos III, de las que murieron por causa de la enfermedad 15.000 personas (no llegó al 2% de los casos). Asimismo, es conveniente resaltar otras defunciones como las relacionadas con el alcoholismo, que provocó la muerte de 37.000 personas en 2016, según la revista médica británica The Lancet. Tampoco resulta nada despreciable el dato aterrador del Ministerio de Sanidad al informar del número de suicidios acaecidos el pasado año: diez personas al día.

Estos datos estadísticos basados en análisis científicos informan de la realidad, lo que ayuda a recuperar el sentido común y la superación del “miedo al miedo”. Es normal que las personas tengan temor a contagiarse, sobre todo si son personas muy mayores o con problemas de salud. Es comprensible y encomiable que el sistema sanitario pongan todo su empeño en combatir el virus, aún en riesgo de poner en peligro la vida de sus profesionales. Es deseable poner en marcha todas las medidas adecuadas para evitar el contagio. Sin embargo, hay que estar alerta para que este estado de alarma no se convierta, a posteriori, en aceptar como habitual lo que debe ser excepcional. Debería preocupar las encuestas que salen en los medios de comunicación valorando más a la policía y al ejército que a las ONG. Debería rechinar que la policía local vaya a las casas a felicitar a los niños por sus cumpleaños. Debería extrañar la aparición diaria de generales haciendo ruedas de prensa en lugar de las autoridades civiles responsables. ¿Qué se pretende con ello? No podemos olvidar nunca que son fuerzas que sirven para reprimir, no para educar. Los niños y niñas deben aprender que en una sociedad igualitaria y justa el ejército no es un ejemplo a seguir, sino un síntoma de fracaso, que antepone el conflicto y la muerte al diálogo y la vida, al contrario de lo que ofrece la sanidad y la educación, pilares de una sociedad sana y libre.

Esta situación también invita a caer en la cuenta de las grandes brechas existentes entre los privilegios de unas personas y las penurias de otras. Ahora que se echa de menos la calle, los paseos al sol, los parques, las terrazas donde tomarse unos aperitivos, el encuentro con los amigos y familiares, sería una oportunidad para tomar conciencia de las privacidades con las que viven la mayoría de los habitantes del planeta. Una situación que debería ayudar a ponerse en la piel de esas personas que sufren la guerra y tienen que esconderse, que sufren el miedo por ser perseguidos, por ser aniquilados. En definitiva, a conseguir un mundo más humano y más respetuoso con nuestro planeta.

Son tiempos de desarrollar una conciencia libre de ataduras que invite a volver a la calle para gritar con voz firme que  los servicios públicos, sanidad, educación y servicios sociales, no se recortan gobierne quien gobierne. Y mirando más allá de las fronteras, se ponga todo el esfuerzo para que la justicia social y la igualdad recorran transversalmente el planeta. Hoy más que nunca la situación empuja a ponerse en el lugar de los que no tienen un hospital, un centro de salud, la mínima asistencia sanitaria, agua potable, energía para calentarse, techo para cobijarse, escuela para formarse. Una conciencia que también obligue a cambiar la política migratoria suicida, que permite las muertes en el mar o  en los campos de refugiados, por una que abra la puerta a los derechos humanos en cualquier rincón del mundo.

Posiblemente, los que vivimos acá nunca habíamos experimentado de manera tan directa cómo en cuestión de días todo puede cambiar y tornarse al revés. Me viene a la memoria las palabras que un día me dijo el abuelo Antonio, una tarde cuando era educador en la calle Torremolinos de Córdoba y jugaba con los chavales: “Hoy por ti, mañana por mí”. Frase corta, sencilla, de gran calado humano, antídoto ante la insolidaridad y la desigualdad.