Con la victoria de la globalización en lo económico y cultural, la instauración del posfordismo y la hegemonización del capitalismo, se restaura en el Derecho Penal la teoría del estado de excepción, defendida y desarrollada entre otros por el filósofo del Derecho alemán Carl Schmitt.
Se instaura el formato de la guerra como manifestación inicial de un Derecho Penal que se militariza, imponiéndose como objetivo la pacificación interior. El Estado asume la lucha contra el mal, perpetuándose la dicotomía amigo-enemigo, sin respeto alguno por los principios garantistas del Derecho y se utiliza el uso de la llamada “guerra justa contra el terrorismo” como justificación para la exclusión de migrantes, de personas insumisas, desobedientes y/o excluidas del mercado.
En el Estado español, la explosión de una crisis sistémica en el año 2008, las políticas neoliberales de austeridad auspiciadas por el gobierno de Zapatero e intensificadas con los distintos gobiernos de Rajoy han venido de la mano de una disminución de derechos sociales. A la misma vez que se recortaban en derechos laborales, en sanidad y educación hemos vivido una explosión de escándalos de corrupción, lo que evidencia la complicidad entre el poder político, y los poderes financieros. Junto a este fenómeno, ha aumentado la criminalización de la disidencia política justificada en aras de la defensa de la seguridad pública.
La criminalización de la exclusión social y de la protesta no es nueva, pero se intensifica cuando amenaza con desestabilizar el “orden público” vigente. En el caso español, el estallido de la crisis financiera sirvió para apuntalar esta lógica.
En ese contexto, la legalidad estatal se estructura apegada al proceso de acumulación de poder y capital por desposesión al tiempo que, esto deja de ser único de los partidos liberales al imponerse la tercera vía que vacía el proyecto socialdemócrata de componentes anticapitalistas y que ha sido incapaz de responder ante las ataduras existentes entre las fuerzas del mercado financiero y la exclusión social, convirtiendo el Estado en un mero agente al servicio de las necesidades del mercado y los grandes capitales.
Asistimos a la restauración de la concepción del ejecutivo como poder absoluto y autocrático al que Hobbes ejemplificaba con el Leviatán, un monstruo de origen bíblico de poder absoluto. Entre el Leviatán y el nuevo orden apenas hay diferencias. En las monarquías absolutas el soberano era el propietario de todo, ahora es un expropiador que decide la atribución de la propiedad privada de los medios de producción y la servidumbre subsisten reencarnada en personas dominadas y precarizadas.
La acumulación de poder por parte del Estado, se impone en la asimilación popular del sentido común dominante que ha sido interiorizado y asumido. Legitimar una dominación es dar toda la fuerza de la razón al interés del más fuerte, que supone la puesta en práctica de una violencia simbólica socialmente aceptable, como defiende el sociólogo francés Pierre Bourdieu.
Se impone la técnica penal de guerra preventiva en defensa de los criterios “morales” del sistema neoliberal, empleándose contra el terrorismo y la inmigración; se penalizan comportamientos que lesionan valores sino los riesgos potenciales para la seguridad del Estado.
El miedo construye escenarios de riesgos en la subjetividad colectiva y altera la vida cotidiana mediante la angustia, el temor y una sensación de peligro latente, se trata de la mejor forma de fomentar la fragmentación social y el individualismo, de erosionar la vida comunitaria y la solidaridad.
Generalmente esta dominación se sustenta en una supuesta defensa del orden y la seguridad pública, pero disfrazan el aumento de los dispositivos represivos hacia la ciudadanía, como la aprobación de la Ley Mordaza y el nuevo Código Penal, que son vendidos políticamente como una necesidad para una mayor seguridad ciudadana. La imposición de unos capitales específicos, que instaura un sistema de posiciones de poder para retener y expulsar a quienes no asumen sus reglas de su funcionamiento.
Paradigmático es la utilización del delito de terrorismo a los jóvenes detenidos en Alsasua tras una reyerta con miembros de la Guardia Civil, o la vulneración del derecho a huelga de los trabajadores de EULEN en el aeropuerto barcelonés tras la alegación de una situación de alerta terrorista para imponer la sustitución del personal que presta el servicio por miembros de la Guardia Civil. Pero también es en este contexto en el que es más fácil perseguir a activistas sociales, como el caso de plena actualidad del activista ecologista Juan Clavero o el encarcelamiento del sindicalista Andrés Bódalo.
En definitiva, la lucha política es una lucha por imponer una visión legítima del mundo social, por mantener o subvertir el orden simbólico representado por el Estado. Este es el principal reto político al que no enfrentemos, la lucha por la disputa al Estado, del orden y la seguridad.
Y frente a la seguridad del leviatán y del autoritarismo, debemos apelar a que no hay orden y seguridad posibles en sociedades donde el desempleo, la precariedad, la pobreza son la realidad social. No es posible la lucha contra el terrorismo si no se deja de comercializar con los estados que financia a organizaciones terroristas. No hay seguridad posible sin derechos para todas.