Me asombra desde hace días el alcance internacional que han tomado las protestas por el asesinato del ciudadano George Floyd a manos de cuatro policías en EEUU. La brutalidad de su muerte por sometimiento, para mayor humillación grabada y reproducida en millones de pantallas, baño de ofensa pública de nuestro tiempo, nos hace reparar en la vigencia de las tensiones opresión-resistencia que tienen que ver con la discriminación y segregación racial en EEUU. Celebro –aunque no sé si este es el término-, la capacidad de reivindicar, incluso en mitad de una pandemia, una condena unánime frente a este hecho desde geografías muy diversas, pero tengo que reconocer que, de alguna manera, esto también me inquieta y quiero explicar por qué con varios ejemplos.
Hace algo más de un mes en un pequeño municipio de Jalisco (México), diez policías detuvieron y torturaron hasta matar a Giovanni López. La causa del arresto, no llevar mascarilla. A pesar de que la familia denunció estos abusos, el hecho no ocupó gran relevancia hasta hace pocos días, confluyendo con la agitación en la capital mexicana por el caso estadounidense, que culminó con disturbios en la embajada de EEUU. Por paralelismos, Giovanni López se ha convertido para algunos medios nacionales e internacionales en el “George Floyd Mexicano” (Excélsior) o en “el nuevo George Floyd” (Clarín). Algo parecido ha ocurrido con la cobertura de este y otros acontecimientos recientes en nuestra televisión pública, que también ha informado de la ejecución a tiros del joven palestino Iyad Hallaq por la policía israelí, enfatizando sus similitudes con el caso Floyd. Hay otros medios como La Vanguardia, que da un paso más y se pregunta en titulares si “¿Hay casos George Floyd en España?” (08/06). El lema “Black lives matter” –las vidas negras importan- ha reavivado en nuestras fronteras debates en torno a episodios de brutalidad impunes, como la tragedia del Tarajal, en la que murieron 15 personas que fueron disuadidas con fuerte represión cuando trataban de llegar a nado a la costa de Ceuta, o la petición de investigación por el suicidio de un joven marroquí, Imad Eraffali, en la comisaría de Algeciras, en condiciones equivalentes a la muerte de Daniel Jiménez en los mismos calabozos hace pocos días. Para esta última, asociaciones proderechos de la comunidad gitana, como Kale Amenge señalan posibles irregularidades y abusos en el trato por motivaciones racistas.
A estas alturas, espero que a pocas nos cuelen la idea de que los medios de información refieran simplemente a eso, a la mera circulación de información. En la medida en que un contenido se expresa o comunica de una manera concreta, se generan una serie de significaciones que construyen y determinan espacios de opinión pública. Es decir, al igual que en cualquier práctica de interpretación de la realidad social, hechos precisos se traducen para proporcionar significados concretos. El hecho de recibir una misma noticia muchas veces y en el mismo sentido, no quiere decir que ese sea el significado que le hubiésemos conferido de haber asimilado la información desde otros canales o interpretaciones. Por eso cuestiono hasta mis propias convicciones respecto al caso de George Floyd. Ni siquiera porque piense que su muerte cobra especial relevancia por el hecho accidental de situarse en una gran potencia frente a un pueblo de 50.000 habitantes como en el caso de Giovanni López; ni siquiera por el eco de repulsa de grandes referentes y centros políticos, que se permiten clamar justicia al tiempo que en sus propios espacios de dominación contribuyen al silencio de abusos y agresiones de todo tipo, como en el caso del Tarajal. Lo que me preocupa de todo esto es lo peligroso de la espectacularización de un caso concreto, que puede servir como referente en un determinado contexto, pero que no nos sirve para transformar ni para explicar otras realidades. Creo que no ayuda hacer comparativas entre víctimas concretas, precisamente por eso, porque ahí sí existe un marcador común que las sitúa como víctimas de la misma brutalidad que genera situaciones que, sin excepción, nos deberían desgarrar y atravesar. Pero sentar con este caso un precedente a partir del cual episodios racistas en todo el mundo remitan a George Floyd, creo que le hace flaco favor a los movimientos de lucha. En primer lugar, porque resulta fácil caer en la trampa de reproducir la idea de que, por los grandes hitos que han marcado un pasado y un presente de opresión y lucha antirracista en EEUU, podemos encontrar en otras latitudes “algo que recuerde a eso”, pero que en cualquier caso estarían lejos de reproducirse sistemáticamente aquí. En segundo lugar, porque comparar a otras víctimas con George Floyd revierte en la proyección del imaginario que le procura sentido a su simbolismo, promoviendo, en definitiva, una lucha antirracista que no incomoda porque “no es nuestra”. Y en tercer lugar, porque reivindicar justicia en nombre de alguien y, a partir de este, en el nombre de otras víctimas es del todo necesario, pero sin perder de vista que esta dinámica refiere a víctimas concretas y refleja un legítimo descontento, pero no sirve para explicar el sentido de una lucha común ni la podredumbre estructural que la genera, que es el racismo y la violencia policial e institucional. Lo que quiero decir es que me parece que en lugar de decirnos que la muerte de George Floyd es un caso de racismo, nos están vendiendo que el racismo se explica a partir de George Floyd. Y creo que esto es muy peligroso porque esconde intereses que ponen el foco en el hecho en lugar de en las estructuras. Este impulso antirracista nos está dando la oportunidad de expandir nuestro propio relato frente a quienes regulan los modos de mostrar las consecuencias de las crisis, que son los que siempre ganan. Que no nos marquen la agenda, que no se apropien de los símbolos y, sobre todo, que no nos digan qué ni de qué manera nos tiene que indignar.