Mundos inmóviles derrumbándose

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Así se titula el último disco de Nacho Vegas, publicado hace un par de semanas. Esas tres palabras me sugieren un acertado y poético diagnóstico de nuestros días. Tuvimos que pararnos para, a su vez, detener la enfermedad que venía a lomos de los flujos globales del capital, esos que, de todas formas, han continuado moviéndose impertérritos a golpe de clicks tanto de los teletrabajadores como de la cada vez más numerosa masa de adictos al comercio digital. Unos flujos que continúan proliferando, por tanto, desde nuestros encierros depresivos, materializados en los cuerpos de los repartidores precarizados que hacen llegar a nuestras casas mercancías perfectamente inútiles, pero, sin las cuales, ya no sabemos vivir.

Somos mundos. Cada uno de nosotros lo es. Solemos, conviene aclarar, estar gobernados por un tirano, rara vez somos capaces de elegir a nuestro gobernante y mucho menos de participar en un gobierno democrático de nosotros mismos. El hecho de sostener una conciencia tiránica nos lleva a olvidar que somos mundos, es decir, pluralidad irreducible, y nos pensamos, en mitad de nuestro delirio de omnipotencia, nada menos que individuos. Como señala la arqueóloga Almudena Hernando, la individualidad es una fantasía, más concretamente una fantasía de dominio patriarcal que supone, además, la organización identitaria sobre la que se construyó y que reproduce sin cesar el orden neoliberal, que no es más que la concreción actual del patriarcado, es decir, del principio de jefatura. Una organización que ya no sólo demanda hombres, pues cada vez más mujeres son llamadas a filas para mantener esta fantasía de control autosuficiente. Un desvarío alucinatorio que, según esta misma autora, recibió el espaldarazo intelectual de la Ilustración que acabó triunfando en los países blancos y cristianos. Pero, en fin, miremos dentro de nosotros mismos, aunque quizá no sea la visual la metáfora más adecuada, ya que el mundo interno no se lleva bien con la transparencia. Así que mejor escuchémonos a nosotros mismos, intentando ignorar los gritos mandones del jefe que todos llevamos incorporado. Sí, tenéis razón, sé que es complicadísimo, pero intentémoslo. Os garantizo que si afináis el oído escucharéis multitudes. “¿Me contradigo? Muy bien, entonces me contradigo: soy inmenso, contengo multitudes”, escribió Walt Whitman, ese maravilloso teórico de la democracia en su “Canto a mí mismo”.

Hubo, sin embargo, otras ilustraciones. Y hay, por supuesto, otras alternativas. Siempre disponemos de otros caminos que recorrer, que no te engañen: recuerda que, como repetía nuestro Sócrates castellano, Agustín García Calvo, la Realidad no es todo lo que hay. Por ejemplo, podríamos apostar por una ilustración radical, es decir, por una que parta de una construcción afectiva, vinculada y encarnada del conocimiento, que deje atrás esa dialéctica extenuante y abstracta entre lo natural y lo cultural, y reconozca que toda ciencia es política, ya que no puede más que elaborarse, como plantea Marina Garcés, sobre la evidencia irreducible de lo común:

«¿Cómo construir una sociedad a partir de las voluntades individuales? ¿Qué tenemos en común? Son las preguntas con las que entorno al siglo XVII va tomando forma expresa y reconocible nuestro mundo actual. Son preguntas que parten de una abstracción: la primacía del individuo, como unidad desgajada de su vida en común. Hablar de «vida en común» no es sinónimo de identidad cultural o política, así como tampoco de la sumisión de la singularidad al uno, a la homogeneidad del todo. «Vida en común» es algo mucho más básico: el conjunto de relaciones tanto materiales como simbólicas que hacen posible una vida humana. Una vida humana, única e irreductible, sin embargo no se basta nunca a sí misma. Es imposible ser sólo un individuo. Lo dice nuestro cuerpo, su hambre, su frío, la marca de su ombligo, vacío presente que sutura el lazo perdido. Lo dice nuestra voz, con todos los acentos y tonalidades de nuestros mundos lingüísticos y afectivos incorporados. Lo dice nuestra imaginación, capaz de componerse con realidades conocidas y desconocidas para crear otros sentidos y otras realidades.

El ser humano es algo más que un ser social, su condición es relacional en un sentido que va mucho más allá de lo circunstancial: el ser humano no puede decir yo sin que resuene, al mismo tiempo, un nosotros. Nuestra historia moderna se ha construido sobre la negación de este principio tan simple»[1].

Ante la epidemia de vacío agresivo que corree de manera fascista lo visible y lo invisible, ante los destrozos a la salud física y mental que está provocando esta nueva normalidad que gira en torno a la precariedad como sórdida categoría existencial, algunos proponemos politizar el malestar. Puesto que “no hay victoria que sea final / ni derrota total”, no perdamos la ocasión de entender, como canta Nacho Vegas, “que es la ternura nuestro don”.

[1] Marina Garcés, Un mundo común (Barcelona: Bellaterra, 2013), p. 29