Rentismo e informalidad como parte de la estructura social andaluza contemporánea

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Cada cierto tiempo, la Junta de Andalucía realizaba encuestas sobre movilidad y estructura social, cuyo objetivo principal era mostrar como las décadas de gobierno del PSOE habían tenido como resultado la modernización y el progreso social de la población. La última de este tipo que realizó el Instituto Andaluz de Estadística y Cartografía (publicada en 2018, antes de las elecciones) concluía, como era previsible, confirmando la existencia de un fuerte ascenso social intergeneracional.

La encuesta observaba una gran movilidad ocupacional entre las personas entre 35 y 60 años respecto de sus hogares de origen, pasando de trabajos manuales a trabajos no manuales o de mayor cualificación, así como una alta movilidad educativa. Hay al menos dos objeciones que hacer aquí. La primera respecto del hecho sintomático de que se publicitase el dato de los mayores de 35, cuando lo lógico es que la entrada en el mercado laboral se produzca bastante antes. Este tipo de encuestas llevan vendiendo desde hace décadas el mismo proceso de movilidad, que es el que efectivamente se produce con el desarrollo de una economía de servicios y el acceso masivo a la educación superior en torno a la década de los años ochenta. La segunda cuestión es que las encuestas, por una cuestión metodológica, entiendo, ignoran de manera sistemática la existencia de altas tasas de desempleo estructural sostenidas en el tiempo. Este desempleo estructural pone en cuestión el éxito de la modernización de la estructura social andaluza.

La configuración social clásica de Andalucía está lejos del modelo europeo occidental, que sí puede estar presente en otras partes de la península. Clases sociales como el campesinado, la burguesía o el proletariado industrial (especialmente estas dos últimas), fundamentales en las narrativas dominantes sobre la historia social europea, no han tenido un peso demográfico relevante en Andalucía, o este se ha visto limitado a enclaves y periodos más bien limitados. Por el contrario, es bien sabido que la creación y desmantelamiento de un proletariado agrícola y una clase de grandes propietarios absentistas ha marcado el desarrollo histórico de la región. En esta economía agroexportadora, el proletariado agrícola masivo se caracterizaba, más que por la disciplina de la fábrica, por el desempleo estacional, la precariedad y la movilidad constante. Por su lado, la élite social era presa de un patrón rentista, en el que la acumulación que pudiesen propiciar los auges del comercio o los conatos de industrialización tendía a reinvertirse en la compra de tierras y títulos, antes que en el circuito productivo.

La mecanización y la emigración masiva irían laminando este sistema en la posguerra, mientras que la modernización de las dos primeras décadas de la democracia, hizo emerger una clase media urbana profesional vinculada al sector público (administración, sanidad y educación). Por su lado, la eclosión de la enseñanza superior masificó las universidades públicas en este mismo periodo, pero la reducción de su peso desde entonces es el resultado de un claro desajuste entre la demanda de empleo cualificado y la producción de títulos. La cuestión es que la modernización de Andalucía se jugó y se sigue jugando al desarrollo de un complejo inmobiliario-financiero y turístico que es el principal factor de su estructura social actual.

Mi idea es que el rentismo de la clase alta y la informalidad del proletariado son elementos arraigados en la estructura social andaluza, que se mantienen adoptando nuevas formas con los procesos de modernización. Por un lado, un sector inmobiliario altamente especulativo se ha ido transformando en una de las principales fuentes de acumulación para la elite andaluza, dando lugar a una economía extremadamente vulnerable a las crisis económicas. Por otro lado, construcción, hostelería y comercio son las principales fuentes de un trabajo progresivamente precarizado, donde se incrementa el empleo eventual, a tiempo parcial (no deseado) y el auto-empleo. El resultado es una estructura de la población donde predominan los trabajadores manuales y el proletariado del sector servicios. Un vistazo a la Encuesta de Población Activa (EPA) arroja que en 2017 los trabajadores manuales suponían un 60%, la mayor parte en hostelería y comercio. Pero a esto hay que sumar una tasa de paro que en un momento de auge del ciclo económico sigue en el 23% (EPA, 2018). Un desempleo que es alimentado por este proletariado de los servicios tanto como por un excedente de población con formación universitaria, destinado a buscar acomodo en el mercado de trabajo fuera de Andalucía.

En definitiva, la idea de una Andalucía modernizada y mayoritariamente de clase media siempre ha sido muy discutible y cada vez lo es más. Aunque profesionales y técnicos hayan aumentado su peso demográfico, la mayor parte de la población no solo responde a un perfil de clase trabajadora, sino que tiene un fuerte componente de inestabilidad e informalidad. La creciente dependencia del sector turístico, frente al estancamiento (regresión en algunos casos) del sector público, solo puede incrementar esta tendencia.