De forma recurrente, en las palabras de la mayoría de los políticos y en casi todos los debates en prensa, radio y televisión, se habla a favor o, sobre todo, en contra de los derechos de los territorios, contraponiendo la defensa de estos a la defensa de la igualdad de derechos de las personas. Se trata de una trampa. Como tantas otras veces, las palabras no son inocentes y se utilizan unas u otras según los sentimientos que se quiera alimentar. Lo peor es que en esta trampa caen muchos ingenuos de todos los colores políticos.
Definir a Andalucía, a Cataluña, a Escocia, a Córcega… como “territorios” es una definición inadecuada y reduccionista que lleva, objetivamente, a negar los derechos que, como Pueblos, tienen los andaluces, los catalanes, los escoceses, los corsos y tantos otros colectivos humanos que no poseen un Estado propio pero que tienen una indudable identidad histórica, una específica identidad cultural y una identidad política que se refleja en la reivindicación de autogobierno.
Es necesario afirmar que, ciertamente, los territorios, por sí mismos, no son sujetos de derechos. Aún más, los territorios no existen, más allá de sus componentes físicos, separados de su significación cultural e identitaria, si no constituyen un referente identitario de un Pueblo. Otra cosa sería que habláramos de los “derechos de la naturaleza”, que sí empiezan a reconocerse aunque ello escandalice a quienes están anclados en la visión clásica judeo-cristiana de “el hombre –en masculino- como rey de la naturaleza”. Los territorios tienen una base material pero han sido modelados por la interacción de las poblaciones que en ellos han desarrollado su existencia a través de siglos. Llegan a ser territorios, y no simples espacios materiales, cuando son dotados de significado identitario; cuando los paisajes, naturales o transformados por el trabajo de generaciones, no son vividos como simples objetos de contemplación o escenarios de actividades sino que forman parte de los sentimientos y del imaginario colectivo.
Así, cuando los andaluces nos referimos, sea con nostalgia, rabia o esperanza, a “nuestra tierra” no lo hacemos simplemente para señalar el lugar físico donde tenemos nuestra vivienda o desarrollamos nuestra actividad, sino que lo hacemos con una fuerte carga identitaria colectiva. Decir “nuestra tierra” equivale a nombrar nuestro hogar como Pueblo: como comunidad histórica y cultural y como sujeto político. Nombrar a “nuestra tierra” es nombrarnos a nosotros mismos, en lo positivo que es preciso defender y en lo negativo que habría que transformar. Así, el espacio físico se convierte en territorio y este en “nuestra tierra” no por virtud de los elementos componentes de ese espacio sino por su conversión en algo emocional, que nos identifica colectivamente. Por eso Doñana, o la agreste Sierra Morena, o los olivares de Jaén, o la vega granadina, la Alpujarra o las campiñas, como tantos otros territorios y regiones de Andalucía, son algo emocionalmente “nuestro”, más allá de sus posibles utilidades económicas. Forman parte de nuestro imaginario colectivo como Pueblo.
La “matria” andaluza -algunos preferimos utilizar esta palabra, en femenino, mejor que la de “patria”, en masculino, porque esta posee fuertes connotaciones de poder y violencia- tiene a “nuestra tierra” o, si se prefiriera, a nuestro territorio como una de sus principales referencias. Pero debe quedar claro que incluso la singularidad del territorio no es explicable solo, ni atribuible sin más, a la orografía, la climatología y otros elementos que componen lo que antes se llamaba “geografía física”.
El territorio está construido por la interacción de esos elementos con las culturas que se han desarrollado en su ámbito; en nuestro caso, al menos desde Tartessos y El Argar hasta hoy, que han dado lugar a la cultura andaluza actual, mestiza y singular, que nos define como Pueblo.
Tengan esto en cuenta Susana Díaz y todos quienes pretenden negar los derechos colectivos de los pueblos (del andaluz, del catalán o de cualquier otro) aduciendo que “las personas deben estar por delante de los territorios” y que estos no pueden ser sujetos de derechos. La utilización del término “territorios” está ocultando la existencia de Pueblos. Y los Pueblos son sujetos colectivos de derechos al mismo nivel que las personas individuales. Es, o debería ser, indisoluble la defensa de la soberanía personal (el derecho de cada persona de poder construir su vida en libertad) con la defensa de la soberanía de los pueblos (el derecho equivalente de los pueblos-naciones).
La sustitución de “pueblos” por “territorios” no es otra cosa que una práctica política perversa con el objetivo de confundir a la gente.