Confinar la memoria

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Ilustración de Javier F. Ferrero.

“En Orán, como en otras partes, por falta de tiempo y de reflexión, se ve uno obligado a amar sin darse cuenta”
Albert Camus – “La Peste”.

I.

Se prepara una palangana con agua tibia y jabón y otra con agua limpia. Una manopla y dos toallas. Pañal y muda de ropa interior.

Levantar de la silla, sentar en la cama. Colocar en el colchón un tapete plastificado y una toalla. Tumbar. Desvestir de cintura para abajo. Limpiar, lavar. Revisar los apósitos y, si requiere, retirar, curar y colocar un apósito nuevo. Secar y aplicar talco o crema. Vestir con la muda limpia. Girar todo el cuerpo hacia la derecha y doblar hacia adentro la toalla y el tapete, así es más fácil retirarlos. Repetir la operación hacia la izquierda y tirar hacia afuera de la toalla y el tapete. Tapar y dar un beso de buenas noches.

Recoger, limpiar las palanganas, y lavar las toallas.

Repetir la operación todos los días.

Así se acuesta una persona mayor dependiente. Lo sé porque así lo hemos hecho muchas veces mi padre y yo con mi abuela.

Por suerte, somos una familia privilegiada porque contamos con el tiempo y los medios para afrontar esta tarea impuesta de cuidados. De hecho, mi abuela ni siquiera vive con nosotrxs, ella está casi siempre con mi tía, porque su casa es más grande y le permite tener un espacio acondicionado. Con una cama de esas que se levantan y todo, y un lavabo de peluquería para cuando hay que ducharla entera.

Este relato es una parte del día a día de una persona mayor dependiente y de quienes le cuidan. Para ser exacta, es un fragmento de la parte, porque esto de cambiar el pañal también hay que hacerlo por las mañanas, solo que entonces, el beso es de buenos días y luego, con mucha paciencia, se le da el desayuno. Ya esto no podría contarlo en primera persona, porque como en mi familia todxs trabajamos fuera de casa, de eso se encargan las trabajadoras de ayuda a domicilio, que cargan en sus espaldas, literalmente y de casa en casa, el cuidado de mujeres y hombres confinados a menudo en espacios imposibles.
Decir que nuestro modelo de organización social estaba en crisis antes del estado de
alarma no es nada novedoso, pero no deja de sorprenderme que, después de todo, un
virus termine por convencernos de esta fórmula elemental: sin servicios públicos está en
jaque la propia sostenibilidad de la vida.

Ahora, queda por ver hasta dónde cala esta invitación a pensar en una nueva economía
para la vida, hasta dónde seremos capaces de imaginar qué significa esto de poner los
cuidados en el centro. Por aventurarme yo, ojalá diera en el blanco de quienes cuidan al
tiempo que tratan de sostener sus propias vidas: en la abuela que viste a su nieta con la
pensión o en la mujer migrante que cambia por las mañanas a esta abuela para llenar la
despensa de su propia madre, al otro lado del mundo.

A ver cómo de transversal resulta esta puesta en valor del acto de cuidar que, de
momento, aplaudimos a diario desde nuestros balcones.

II.

Esta fantasía de que la crisis conducirá a transformaciones más justas, se me pasa en los
días malos, cuando pienso por ejemplo en que Trump ha tratado de comprar para EE.UU.
los derechos exclusivos sobre una vacuna que desarrolla una compañía alemana o en la
forma que tuvo Europa de responder a países “hermanos”. Esos días pienso que, con
suerte, esta crisis nos llevará a mirar, en adelante, con menos indiferencia a nuestrxs
vecinxs de bloque, pero nada más. Y no es sencillo sostener tampoco esta idea cuando
la propia estructura de nuestra cotidianidad, nuestros balcones y calles se han convertido
en el panóptico que vigila y señala hasta el punto de marcar a lxs hijxs con un distintivo
azul, como si de un pañuelo en son de paz se tratase. Me pregunto, si no nos llevará a
una estigmatización mayor de las minorías, este estado que llaman de guerra, si se han
sitiado barrios enteros porque “unos pocos malos ciudadanos” han decidido no acatar
esta disciplina impuesta y militarizada.

Por no decir que me parece mentira, diré que me resulta poco acertado afirmar que el
virus no entiende de clases, porque el capitalismo lo atraviesa todo, hasta los estados de
crisis. Si algunas estamos llevando bien este confinamiento es porque, sencillamente, ya
éramos dóciles en esta disciplina. Traíamos ya integrado un sistema de control eficaz
que ahora no ha hecho más que exacerbarse en nuestra propia anatomía: confinar el
cuerpo en casa. El poder, dirá Foucault, reside y se ejerce en el nivel de la vida.

Trabajen desde sus casas, nos dicen, y esto solo puede acatarse al precio de tener
ajustado el cuerpo a ese gran aparato de producción que lo permite. Me pregunto cuál es
la traducción de esta consigna para quienes escapan a este control y caminan, por
ejemplo, por los asentamientos freseros de Huelva, en busca de agua con la que lavarse
las manos.

Por esto, en los días malos creo que no es verdad que esta crisis nos haya vuelto más
humanxs, solo que ha ayudado a visibilizar aquellos discursos que ponían en valor los
lazos comunitarios, la solidaridad mutua. Y las razones estaban ya ahí, solo que hay a
quienes les ha costado un virus aceptar que, como sociedad, somos interdependientes
aún en tiempos de salvar el propio yo. Creo que en este encierro hay buena parte de
miedo a lo que acontece, pero también nos enseña el modo en que no queremos vivir en
adelante. Necesitamos, pues, confinar el aprendizaje de estos días en nuestra memoria,
que no es lo mismo romantizar los cuidados, que el amor a cuidarnos bien.