Esta vez hablaré de síntomas. Pero no de los síntomas de algún virus biológico que produce enfermedades respiratorias, a pesar de que también nos ahogan. I can´t breathe, no puedo respirar, ese fue el grito coreado por miles de manifestantes que protagonizaron hace escasos meses la enésima revuelta estadounidense contra la discriminación racial. Se hacían eco de las agónicas palabras de la penúltima víctima de la violencia policial. Salieron a la calle a proclamar su rabia y desesperación superando el miedo a los contagios. No esperaron porque estaban y están desesperados. Esa desesperación también se ha evidenciado en los últimos tiempos alrededor del mundo, desde Chile hasta Hong Kong, pasando por Beirut, Varsovia, Minsk, Barcelona, Atenas, Nápoles o París. Las causas de las revueltas son múltiples, forman una constelación sin un principio que las defina y estructure, es decir, funcionan sin arché, las mueve lo an-árquico. Proceden de los márgenes y buscan hacer visible lo invisible. Exigen sin permiso su derecho a respirar, su derecho político a ser vistos y oídos sin la mediación de representantes, partidos y otras vías estatales.
Estas nuevas revueltas siguen ocupando espacios, pero ya no abundan las ocupaciones de fábricas u otros centros de trabajo, tampoco las de universidades, sino los de las plazas y otros lugares con gran relevancia visual y simbólica. Es comprensible este retorno al ágora, al sitio donde empezó la política, pues en estos tiempos de precariedad vital y de permanente desregulación laboral combinada con procesos burocráticos de evaluación continua, ni el trabajo ni la academia son capaces de crear comunidades de lucha o redes de oposición al estado del malestar. De ahí que tengamos que volver a ocupar indefinidamente el espacio público en busca de comunidades evanescentes y trenzar en las calles los lazos de resistencia que nos permitan respirar colectivamente. Aunque sea brevemente y de manera fugaz.
Ese carácter inestable, frágil y esquivo de la revuelta, así como su particular forma de temporalidad, pasajera y no permanente, ha sido despreciado tradicionalmente por el pensamiento político. Lo que rehúsa a estarse quieto, lo que explota en multiplicidades antes de fijarse en ningún lugar, las singularidades que hacen historias, pero no Historia, lo que escapa a la identificación es tratado como un peligro a erradicar o como una etapa infantil a superar, incluso por parte de la mayoría de los pensadores revolucionarios. Sobre este desprecio y sobre la pérdida de enseñanzas valiosas que ha supuesto este desprecio escribe la filósofa italiana Donatella di Cesare en su reciente ensayo Il tempo della rivolta (Bollati Boringhieri, 2020). Y el porqué de tanta desconsideración se debería, según esta autora, a que la revuelta es tanto un síntoma de la ya larga crisis de representación de nuestros regímenes políticos, de la que también abrevan las recetas populistas como, al mismo tiempo, una línea de fuga del territorio restringido de la política institucional. La revuelta como fenómeno se alza contra el orden estatocéntrico y, por lo que parece, esto es imperdonable. Una revuelta reprimida desenmascara a la política y lo que aparece es el desagradable rostro de la policía. Ahora bien, la mayoría de las revueltas que observamos, o en las que participamos activamente, no llegan a transformarse en revoluciones, éstas sí temidas aunque prestigiosas, lo que las hace desaparecer como lágrimas en la lluvia a las pocas horas o días de su irrupción.
Hemos gritado “que se vayan todos” y ahí siguen, quizá con caras nuevas, pero sin que su función de control de seísmos callejeros y de usurpación de las potencias de la multitud haya perdido su efectividad. Sabemos que “lo llaman democracia y no lo es”, pero nos conformamos, a lo sumo, con nuevos tribunos de la plebe, ya que el escándalo de que nadie sea más que nadie supone dar una patada al antiquísimo y previsible tablero de las jerarquías.
El Estado ordena el espacio público y, para ello, traza fronteras internas y externas que señalan lo que está dentro y lo que está fuera. Las instituciones autorizan lo pensable y lo practicable, pero siempre queda un resto inasimilable, al que la teoría política hegemónica no consigue capturar, así que ha optado por ignorarlo o tratarlo con displicencia. Y sin embargo, parafraseando a un andaluz del exilio, la potencia destituyente de las revueltas renace siempre, cual fénix llameante en el pecho de los desdichados. Mantengo aquí y ahora que no hay, en nuestra época, una teoría política digna de tal nombre si no se atreve a ir desmantelando las fronteras que constituyen la polis, si no es capaz de hacer alquimia con los aires frescos que traen las revoltosos, si no se fuga del estadocentrismo que limita la posibilidades de liberar la vida misma contra los procedimientos rutinarios que la empobrecen. Merece la pena experimentar. La alternativa ya la conocemos y nos asfixia.