La candidatura electoral de Asamblea de Alcalá, en la que participo, representa la apuesta que muchos hacemos por el municipalismo transformador como estrategia de intervención política hoy en Alcalá de Guadaíra. Una apuesta que aspiramos a enmarcar en un proyecto más amplio a nivel andaluz, con el objetivo de conectar con las necesidades y las aspiraciones de nuestra gente para avanzar hacia una sociedad más justa. Sin embargo, observamos desde hace tiempo un cierto abuso del término municipalismo, que constantemente es objeto de usos distintos y con frecuencia incompatibles y hasta contradictorios. Por eso me parece interesante proponer un debate sobre qué es el municipalismo. ¿Qué significa esa palabra que todos usan y casi nadie discute? ¿De qué hablamos cuando hablamos de municipalismo?
El palabro municipalismo ha hecho fortuna en un contexto histórico muy concreto, marcado por una fuerte crisis no sólo económica y financiera, sino también política, moral y, en definitiva, cultural. Más allá de las caídas en bolsa, del aumento del paro, de los desahucios o del destrozo de los servicios públicos, los últimos diez años han hecho saltar por los aires nuestra propia confianza en poder dejar a nuestros hijos una vida digna. Yo mismo pertenezco a una generación europea que será probablemente la primera en doscientos años que vivirá significativamente peor que la anterior. Y éste es el contexto de crisis profunda en el que se ha puesto de moda el municipalismo. Conviene tenerlo presente porque para muchos el municipalismo parece ser una especie de último recurso: un salvavidas al que agarrarse tras el aparente hundimiento del socialismo, del anarquismo, de la socialdemocracia o de cualquier otra alternativa a la simple y llana aceptación de ese desierto neoliberal que algunos soñaron como fin de la Historia (Fukuyama).
La palabra municipalismo, al igual que otras como asamblearismo, se ha convertido en gran medida en un fetiche: un amuleto político que no significa mucho pero protege y -supuestamente- carga de razón a quien lo usa. Y así, de la misma forma en que algunos respaldan cualquier cosa simplemente porque “lo mande la asamblea” (¿?)[1], se va encontrando uno cada vez más salvajadas políticas que son justificadas en nombre de un etéreo y nunca argumentado municipalismo. Hasta que un día te desayunas con un alcalde que peatonaliza una calle en nombre del municipalismo, mientras otro es municipalista por dedicar a los presupuestos participativos el 0,5% del total del presupuesto municipal y un tercero se reivindica municipalista por inaugurar en su mandato el centro comercial más grande de todo su municipio.
Parece claro por tanto que un buen punto de partida sería reconocer que no todos hablamos de lo mismo cuando hablamos de municipalismo. En mi experiencia reciente, y en el entorno inmediato que habito, creo identificar al menos tres interpretaciones diferentes del municipalismo que son muy comunes y que son todas ellas erróneas, a mi entender:
La primera es la que podríamos bautizar como municipalismo geográfico, y que viene a entender que municipalismo es toda aquella realidad política que acontece dentro de los límites físicos de un término municipal. Se trata de una acepción muy generosa y que ha ganado popularidad, principalmente –aunque no sólo- entre los partidos del Régimen (PP, PSOE, Cs). Básicamente, consiste en añadir el sufijo –ista a cualquier cosa que sea municipal, es decir, que pase en el pueblo. Es lo que hace ese alcalde cacique que después de cuarenta años regando redes clientelares empieza a vender los presupuestos de su equipo de gobierno como “municipalistas”, o recalifica terrenos para que un constructor amigo haga un negocio redondo en forma de política “municipalista” de vivienda, o destruye un pinar protegido con una carretera pensada para la movilidad “municipalista” de sus vecinos. El problema está, evidentemente, en que no todo lo municipal es municipalista, aunque a algunos les interese confundir ambos términos.
La segunda acepción errónea del municipalismo es la que podríamos llamar onírica. Ésta se nutre con frecuencia del visionado de filmes de ciencia ficción y de lecturas mal digeridas de teóricos anarquistas. Y plantea el municipalismo como una especie de “forma ideal de organización política” cuyo advenimiento se prevé en un futuro indeterminado, presumiblemente tras el fin del capitalismo, de la guerra y de la enfermedad. Es justo reconocer que quienes piensan el municipalismo en estos términos lo hacen generalmente con buena intención, y que suelen ser incluso militantes valiosos y comprometidos con sus vecinos. Sin embargo, esta interpretación quimérica del municipalismo se traduce con frecuencia en un laberinto de discusiones teóricas que, por lo general, no tiene el menor interés para el grueso de la población. Lo que a su vez condena al municipalismo a la peor de las suertes posibles: la de un experimento elitista al margen de los pobladores del municipio.
La tercera y última de las acepciones erróneas de la propuesta municipalista es la que suelo llamar municipalismo burocrático. Es la visión que asumen muchos izquierdistas desengañados que, una vez consumada su crisis de fe en la transformación del mundo, se repliegan en sus pueblos para exprimir al máximo las herramientas legal-burocráticas de los ayuntamientos. Aquí encajan, en mi opinión, muchos de los llamados alcaldes del cambio que accedieron al gobierno de numerosas ciudades de todo el Estado en 2015, y que han ido abandonando progresivamente el ambicioso proyecto de transformar el mundo desde los pueblos para centrarse en la búsqueda de políticas efectistas con una imagen progre y una trascendencia real muy limitada. El problema de esta forma de entender el municipalismo es que asume de antemano el grueso del dogma oficial, a saber: que los alcaldes son mini-presidentes cuya principal obligación es gestionar recursos. Desde esa perspectiva, el alcalde termina indefectiblemente abocado a una obsesión personal con la necesidad de que sus gobernados “vivan mejor”, así, en abstracto. Y ya se sabe que la fórmula de ese mal entendido “buen vivir” es la de siempre: ofrecer ciudades cómodas, amables, sin conflicto y, a ser posible, sin mucho debate político. De esta forma, el alcalde “municipalista” va limitando crecientemente su discurso a “su” pueblo, olvidándose del mundo y centrando su trabajo y su discurso en las calles que gobierna. Lo malo es que, parafraseando a Wittgenstein, los límites de tu lenguaje pueden ser los límites de tu mundo, pero no son los límites del mundo. Y lo de petar tu pueblo de carriles bicis y huertos urbanos queda bien hasta que llega un saudí y le encarga a tus vecinos unas corbetas. Entonces probablemente te plantearás que el problema no es tan sencillo como defender a tus vecinos frente al poder: el problema es que el poder se reproduce con la participación de muchos de tus vecinos, y que enfrentarse al poder es una opción que muchos de tus vecinos no quieren ni oír, y que aun así tu paso por la alcaldía no tiene sentido si no es para eso.
Desde mi punto de vista, por tanto, la apuesta municipalista tiene que superar los vicios que aquí he llamado de los municipalismos geográfico, onírico y burocrático. Si queremos hacer un municipalismo que realmente contribuya a crear una sociedad más justa y más solidaria, debemos entender y explicar a nuestros vecinos que el municipalismo no es cualquier cosa que pase en nuestro pueblo, pero tampoco es una quimera irrealizable ni una simple gestión escrupulosa de las competencias locales. Pero entonces, ¿Qué es el municipalismo?
Evidentemente, no me siento autorizado para establecer aquí una definición definitiva. La propuesta municipalista será sin duda el resultado de un consenso que será a su vez, como todos, problemático, contradictorio y sujeto a revisión. Pero, por el momento, señalo tres ideas que propongo incorporar necesariamente a nuestra forma de entender el municipalismo:
- El Ayuntamiento es sólo una parte de la vida política municipal.
Sabemos bien que la política involucra las relaciones de poder en todas sus formas, y que la política institucional es sólo uno de los muchos terrenos en los que esas relaciones de poder se libran cotidianamente. Por eso decimos que la explotación laboral es política, o que las desigualdades en la vida doméstica son políticas. Porque la negociación y el debate institucional son sólo una capítulo más en la gestión diaria del conflicto social. Pero este hecho se nota especialmente en el ámbito municipal, donde: a) por una parte, los conflictos sociales adoptan formas cercanas, accesibles; y b) por otra, el abordaje institucional de esos conflictos adolece, más incluso que a otros niveles, de falta de medios reales para cambiar las cosas. En ese sentido, si ya es absurdo esperar a llegar al gobierno para así tener –como dice Isidoro Moreno- “la maquinita del BOE” y tratar de cambiar las cosas a golpe de ley y decreto, en el terreno municipal las palancas institucionales resultan especialmente insuficientes, y enseguida demuestran ser muy blandas para cambiar nada por sí solas.
Por eso, hacer municipalismo implica una forma de intervención política a muchos niveles: eventualmente, metiendo concejales en el Ayuntamiento; pero también, y sobre todo, generando espacios de participación, creando estructuras organizativas entre los vecinos, impulsando movilizaciones, redes, plataformas de lucha. No tiene ningún sentido restringir el municipalismo a la gestión del Ayuntamiento, y de hecho no tiene sentido proponernos esa gestión si previamente no hemos trabajado juntos y en profundidad otras formas de intervención en la vida local.
En este sentido, para un proyecto municipalista serio debemos tener claro que nuestro objetivo no es engordar el trabajo en el ayuntamiento metiendo muchos concejales. El objetivo es ampliar el proyecto político a todos los niveles: ganando presencia en la calle, creando espacios de debate, impulsando nuevas iniciativas, siendo útiles a las plataformas en las que participamos, dando cabida a todas las personas y grupos que apuesten por un modelo de ciudad más justo. Solamente en la medida en que consigamos todo esto tendrá sentido tener también a una o varias personas que ejerzan como altavoces dentro de las instituciones. No para arreglar las cosas desde el trabajo institucional, sino para reforzar con ese trabajo un conjunto más amplio de intervenciones en los barrios, en defensa del medio ambiente y del patrimonio, en defensa de los espacios públicos, en contra del modelo neoliberal de ciudad que la reduce a un objeto de negocio. Por eso en la organización a la que pertenezco, Asamblea de Alcalá, hemos trabajado durante cuatro años organizando asambleas vecinales, reforzando plataformas locales -contra la incineración de residuos, en defensa del río Guadaíra, etc.-, lanzando movilizaciones -concentraciones, manifestaciones, recogidas de firmas- y abriendo espacios de debate. Porque ahí están las claves de la transformación de nuestra sociedad, y los concejales que podamos conseguir, ahora o en el futuro, sólo serán útiles en la medida en que nos permitan reforzar esas iniciativas ya existentes.
- La vida política municipal es cualitativamente distinta
La vida política de los pueblos y ciudades no es una versión en pequeño de los grandes países, ni los ayuntamientos son pequeños parlamentos, ni los alcaldes son pequeños presidentes ni los concejales son pequeños ministros. La vida política local es un entramado de relaciones de poder en el que intervienen sin duda muchos de los agentes que también están presentes a otros niveles (multinacionales, bancos, especuladores, etc.) pero intervienen de un modo distinto. De un modo que está mediado por la proximidad, por la necesidad de aterrizar sobre lo concreto y por tanto de entrar en contacto con otro tipo de realidades: vecinos, asociaciones, tradiciones autóctonas, liderazgos de base local… Hacer política municipalista significa saber interpretar esa realidad diferenciada que es nuestro pueblo, conocerla y entenderla, y saber construir a partir de ella utilizando sus propios códigos y sus propios ritmos.
Recuerdo ahora una ruta cultural que hicimos en Alcalá hace años. La iniciativa consistió en un paseo guiado por nuestra ciudad a cargo de un grupo de mujeres aceituneras. Durante el paseo, estas mujeres de cierta edad, antiguas trabajadoras en el envase de aceituna, nos fueron hablando sobre la historia de las aceituneras: su propia historia como empleadas en unos almacenes de aceituna que fueron cruciales en la economía local hasta hace cuarenta años y que hoy han desaparecido. A lo largo del trayecto, la ruta iba haciendo paradas en diferentes puntos de la ciudad, para sorpresa de muchos de quienes venían, especialmente los más jóvenes, que a menudo ni siquiera habían oído hablar de esos almacenes de aceituna y su importancia en la experiencia vital de muchas vecinas. Junto al rescate de la memoria sobre el emplazamiento físico de los almacenes, las mujeres iban recuperando también la memoria sobre sus condiciones de trabajo y, sobre todo, la memoria sobre las estructuras de lucha que construyeron –clandestinamente, por supuesto- y sobre las estrategias que desplegaban para defender sus intereses de clase y de género.
Recuerdo que por aquellas mismas fechas, y coincidiendo con un conflicto laboral protagonizado por un grupo de mineros leoneses, un partido político de izquierdas llenaba las paredes Alcalá con unos grafitis con la silueta de un minero que rezaba: “Mineros: vuestra lucha, nuestro ejemplo”, en una campaña de solidaridad loable pero que nunca movilizó en Alcalá a nadie más que a los dos o tres grafiteros de turno. Un resultado que es el único esperable cuando la figura de referencia, el minero, es absolutamente desconocida en una ciudad agroindustrial del Valle del Guadalquivir. La ruta de las aceituneras, sin embargo, nos permitió acometer posteriormente otras iniciativas, incluyendo una representación teatral y un nutrido debate sobre la represión franquista, así como otras iniciativas de denuncia y concienciación. En definitiva: trabajar con los códigos locales nos permitió entender que el varón minero no es una referencia obrera de primer orden en Alcalá, pero sí lo es la mujer aceitunera. Con esas mujeres, y a partir de sus redes, de sus formas organizativas y de sus códigos, sí es posible lanzar iniciativas que reivindiquen la memoria de la clase trabajadora y la cargue de potencia en nuestra realidad local actual.
- Necesitamos generar estructuras políticas municipalistas.
Para hacer municipalismo no sólo necesitamos hacer cosas municipalistas, y tampoco basta con decir cosas municipalistas. Hacer municipalismo significa crear estructuras políticas de base local, que vayan más allá de los partidos políticos tradicionales y, sobre todo, que rompan con las lógicas verticales y burocráticas de esos partidos.
Entender esto es especialmente importante a pocas semanas de unas elecciones municipales. Y es que sabemos que antes de las elecciones municipales todos los partidos dicen ser municipalistas, de la misma forma que antes de las elecciones andaluzas todos dicen ser andalucistas. Hay que tener claro que esto no es así: que ser municipalista es radicalmente incompatible con las estructuras organizativas de los partidos estatales. Sencillamente, porque esas estructuras están hechas para defender los intereses de esos partidos en los pueblos y ciudades, y no para que esos pueblos y ciudades se auto-organicen de forma autónoma para gobernarse a sí mismos, con sus propios criterios, sus propias agendas y sus propios códigos.
Viene esto a colación, hoy más que nunca, cuando las prisas por salvar los muebles en las elecciones de mayo llevan a algunos partidos a montar contrarreloj chiringuitos de confluencia. Chiringuitos que no se basan en el trabajo en conjunto –muchas veces ni siquiera en el trabajo por separado- sino simplemente en el reparto de puestos en una lista y la necesidad compartida de seguir chupando del bote otros cuatro años. Ante estos llamamientos a la “confluencia municipalista” conviene ser críticos, y analizar muy bien quién los impulsa, con qué apoyos y en qué momentos. Ser municipalistas es construir con la gente con la que realmente se ha trabajado, abriéndonos al máximo para que pueda entrar todo el que se sienta cómodo y llamando como siempre a todos al margen de intereses partidistas. Unir siglas sin trabajo previo, sin trabajo acumulado y sin más apoyo que el de las estructuras verticales de los viejos partidos y sus marcas no es hacer municipalismo: es montar un chiringuito, sin más.
Y tras las elecciones municipales de 2019, ser municipalistas seguirá siendo lo mismo, independientemente de que Asamblea de Alcalá y el resto de candidaturas municipalistas andaluzas consigan muchos concejales o no consigan ninguno. Ser municipalistas seguirá siendo abrir espacios de debate en los barrios, elaborar denuncias y propuestas con los vecinos, curtirnos en las luchas locales para descubrir en ellas la memoria combativa de nuestros vecinos y para familiarizarnos con sus formas de organización. Y si tenemos concejales, ser municipalistas será conseguir que esos concejales se mantengan dentro de estas luchas. Y, para eso, saber resistir el ritmo alienante de una política, la institucional, que intentará asfixiarnos en reuniones constantes, comisiones de comisionados y papeleo eterno.
Para el proyecto municipalista andaluz el reto, hoy, no debe ser sacar un montón de concejales para que ellos solos transformen desde sus sillones la realidad de los andaluces, porque eso es imposible. Tampoco debe ser volcarnos en el estudio de las leyes y la burocracia local para ser munícipes solventes en los términos del régimen. El reto es desarrollar trabajo en la calle, en los barrios, en las asociaciones, en los movimientos sociales. Y, en la medida en que nuestros vecinos quieran dotarnos de concejales, reforzar con su trabajo esa transformación social que previamente ya habremos comenzado a hacer realidad.
[1] Sobre el asamblearismo como fetiche escribí hace tiempo el artículo “’Lo que diga la asamblea’. El ritual político como fetiche en tiempos de crisis” (ver en http://revistas.ucm.es/index.php/NOMA/article/view/53291)