En su obra Psicología de las masas y análisis del yo, publicada en 1921, Sigmund Freud, quizá el teórico político moderno que —a pesar de su declarado ateísmo— mejor ha continuado la tradición letárgica del judaísmo, señalará a la Iglesia católica y al Ejército como instituciones ejemplares de lo que él denomina “masas artificiales”. La razón por la que estos grupos humanos organizados son artificiales es que tanto uno como otro necesitan, según Freud, de la “coerción exterior” para evitar que colapsen y se fragmenten en innumerables pedazos singulares.
Se trata de estructuras muy rígidas, con normas severas de pertenencia, que, en general, escapan a la voluntad de sus miembros. Recordemos a propósito el bautismo de los infantes o el reclutamiento obligatorio de los ejércitos modernos tras la Revolución Francesa. Cualquier intento de saltarse estas normas, desertar del grupo o incumplir las condiciones determinadas por los superiores jerárquicos en este par de instituciones es rigurosamente castigado.
A pesar de sus diferencias superficiales, tanto la Iglesia como el Ejército se mantienen unidos por un pegamento que no por ser irracional es menos efectivo. Freud ya llevaba años estudiando cómo la conciencia racional, a pesar de las apariencias y de toda la marcha triunfal de la Ilustración, no gobierna el mundo interno de los ciudadanos. Es decir: que “el yo no es dueño y señor en su propia casa”.
¿Cuál es entonces el pegamento que mantiene sólidas las estructuras del Ejército y de la Iglesia? El pegamento es la ilusión salvífica del principio de jefatura. Creyentes, sacerdotes, soldados, oficiales mantienen en su foro interno siempre vigente y activa la “la ilusión de la presencia visible e invisible de un jefe (Cristo, en la Iglesia católica, y el general en jefe, en el Ejército), que ama con igual amor a todos los miembros de la colectividad”.
Freud, además, destaca otro aspecto característico de estas formas de organización de carácter vertical: la vinculación familiar con el jefe. Así, el dirigente aparecerá como un protector mágico del grupo contra la maldad circundante. Más que un padre, será un hermano mayor que suplanta las funciones paternales. En efecto, Jesucristo es el Hijo de Dios, pero también sus fieles serán todos hijos de Dios, y por lo tanto, hermanos menores del primero. La figura del padre se desvanece en este esquema familiar y queda como garante ausente de la situación establecida. La Iglesia y el Ejército, modelos primigenios del Estado moderno, serán entonces comunidades fraternas. Como escribió Agustín de Hipona en los inicios de la era cristiana, la Iglesia “es mejor que una sociedad… es una fraternidad”. Algo explícito en el caso de las órdenes religiosas católicas, cuyos miembros se hacen llamar entre sí “hermanos” y “hermanas”.
Resulta curiosa la buena fama que tiene la idea de fraternidad en la teoría política moderna, una idea que, aunque revestida de laicismo, ha sido trasplantada directamente desde el acervo teológico cristiano. Sin embargo, lo que realmente nos inquieta de las fraternidades, de esta forma específica de relación que se da en este tipo de instituciones, son sus precedentes bíblicos: las historias de Caín y Abel o Esaú y Jacob, por poner dos ejemplos muy ilustrativos. Algo que, curiosamente, también aparece en la tradición política latina: Roma se levantó sobre la sangre de Remo, asesinado por su hermano Rómulo. Ni el pensamiento cristiano ni la filosofía política moderna parecen haber tenido en cuenta las profundas advertencias que estos relatos míticos nos ofrecen acerca de las envidias y los rencores que también se dan en las relaciones entre hermanos. La idea de fraternidad ha sido despojada de su más pleno significado y ha pasado a ser una metonimia que oculta las partes más escabrosas del término. Eliminadas estas incomodidades, una relación fraternal será en la Iglesia y en el Ejército, pero también en nuestro lenguaje cotidiano, una beatífica relación de ayuda mutua bajo la atenta mirada de otro protector familiar.
Podríamos creer que las ideas de patria o gloria, en el caso del Ejército, o las de salvación o redención, para la Iglesia, cumplen un papel primordial para mantener unidos con fuerza a los miembros de estas colectividades. Sin embargo, Freud piensa que el potencial explicativo de estas ideas es claramente secundario, ya que la solidez de estos grupos humanos se debe a la vinculación amorosa que liga a los individuos con el jefe y, una vez dada ésta, a los restantes miembros entre sí. Este tipo de relación basada en la función central del director en la psicología del grupo ha sido, según este pensador, tratada con negligencia y frecuentemente minusvalorada.
La ligazón afectiva al dirigente es tan intensa que, sin que el peligro aumente, “basta la pérdida del jefe —en cualquier sentido— para que surja el pánico. Con el lazo que los ligaba al jefe desaparecen generalmente los que ligaban a los individuos entre sí, y la masa se pulveriza”. En realidad, nos indica Freud, lo que parecía una construcción colectiva rotunda, ordenada y duradera tenía unos cimientos inesperadamente frágiles.
La excesiva dependencia del principio de jefatura que, mientras se mantiene en vigor encarnado en la figura visible o invisible de un máximo superior jerárquico, mantiene a raya los impulsos egoístas, insolidarios u hostiles entre los miembros del grupo familiar, provoca, al mismo tiempo, que estos impulsos afloren con mucha intensidad cuando la organización queda descabezada. Los hermanos menores bien avenidos pueden convertirse, cuando el mayor desaparece de la vista, en enemigos mortales irreconciliables.
Otra pensadora, Hannah Arendt, alertaba sobre esta forma de organización familiarista de la política: “la ruina de la política resulta del desarrollo de cuerpos políticos a partir de la familia”, ya que, por un lado, en este modelo se disuelve nuestra diversidad originaria bajo el peso del parentesco y, por otro, se destruye la igualdad en la toma de decisiones entre los miembros del grupo organizado en torno al padre/jefe de turno.
El hecho de que estos grupos se sustenten en un vínculo amoroso de carácter familiar produce asimismo que esta afectividad entre los miembros se transforme en desconfianza, recelo u odio hacia los que no forman parte del colectivo. Si bien el caso de la Iglesia es más obvio, también el Ejército funciona como una religión que une a los adeptos entre ellos y los enfrenta con los otros, con los infieles, es decir, con los que no comparten la misma fe. Freud pensaba que “toda religión, aunque se denomine religión del amor, ha de ser dura y sin amor para con todos aquellos que no pertenezcan a ella. En el fondo, toda religión es una religión de amor para sus fieles y, en cambio, cruel e intolerable para aquellos que no la reconocen”.
Si escuchamos atentamente las palabras del maestro austríaco, reconocemos al hombre que sabía dolorosamente que formaba parte de un pueblo extraño sin soberanía y sin ejército, considerado infiel por la mayoría católica de los vecinos de su tierra natal. Freud vivió desde niño los riesgos de ser miembro de una minoría rechazada, pero también tuvo la valentía de exponerlos ante la previsible censura a sus ideas. Quizá por eso pensaba que “no hay que reprochar demasiado al creyente su crueldad y su intolerancia” pues, al fin y al cabo, se trataba de una especie de rasgo antropológico sobre el que no se hacía demasiadas ilusiones de que algún día pudiera ser cambiado:
“Si tal intolerancia no se manifiesta hoy de un modo tan cruel y violento como en siglos anteriores, no hemos de ver en ello una dulcificación de las costumbres de los hombres. La causa se halla más bien en la indudable debilitación de los sentimientos religiosos y de los lazos afectivos de ellos dependientes. Cuando una distinta formación colectiva sustituye a la religiosa, como ahora parece conseguirlo la socialista, surgirá contra los que permanezcan fuera de ella la misma intolerancia que caracterizaba las luchas religiosas, y si las diferencias existentes entre las concepciones científicas pudiesen adquirir a los ojos de las multitudes una igual importancia, veríamos producirse por las mismas razones igual resultado.”
Y el que quiera entender, que entienda.