Si dividimos la deuda del país entre todos los españoles el resultado es que debemos 23.000 euros a la banca cada uno. Este es el legado que nos deja una clase política, empresarial y sindical derrochadora, irracional y corrupta al servicio del Capital. Esta es la magnitud de su estafa, del robo perpetrado. Lo que hoy no encuentran los ciudadanos en sus bolsillos, en su cesta de la compra, en sus pensiones, en sus contratos laborales, en los desmantelados servicios educativos, sanitarios o culturales deben buscarlo en las obras inútiles, los edificios construidos sin finalidad alguna, en el generoso trato a la Iglesia católica, a los bancos, a las grandes empresas, a las rentas del capital, a los presupuestos militares y policiales. En vez de recaudar donde hay, los gobiernos del PP/PSOE amnistían a los ricos, consienten el fraude fiscal de las grandes empresas (el 70% del total), otorgan exenciones fiscales a la banca y las sociedades que cotizan en bolsa, y para que ellos mismos, arzobispados y órdenes religiosas, amén de los Amancio Ortega, Emilio Botín, Alicia Koplowitz, Isak Andi, Duquesa de Alba, María Pilar de Borbón y Borbón, Fernando Hierro, Pedro Almodóvar o Ana Rosa Quintana, no tengan que evadir capitales, con el riesgo que eso conlleva, se montan aquí esos paraísos fiscales llamados SICAV que tributan al 1% y sobre los que nos dicen que debemos estar tranquilos porque la Comisión Nacional del Mercado de Valores vela por su legalidad si no fuera porque el propio vicepresidente de la CNMV, Carlos Arenillas, es titular de una SICAV junto a su mujer la ex ministra socialista de Educación Mercedes Cabrera, de la que poseen el 99’25% de las acciones.
Pero no son tan malos como creemos, no se olvidan de nosotros, cada cuatro años nos mienten con sus programas electorales para que les votemos, para que los sigamos manteniendo en el poder y ellos puedan seguir gobernando para los de arriba, gestionando los recursos públicos a su antojo, enriqueciéndose. Y los de abajo, los disciplinados, los mansos, los sumisos, los obedientes, atemorizados con los discursos apocalípticos de los grandes líderes anunciando que hay que elegir entre ellos o la barbarie, entre el orden y el caos, entre el gobierno y la anarquía, entre la patria o el comunismo… les votamos, que es como votar nuestra propia ruina.
De quienes pretenden seducirnos hablando de la continuidad y la tradición, la conformidad y la nación, la propiedad y el gobierno, deberíamos sospechar, deberíamos alejarnos. A quienes nos hablan en estos términos no les podemos pedir que nos hablen de la explotación, la violencia de la clase dominante o las luchas de los oprimidos, no lo harán.
Igualmente, no podemos pretender que ellos entiendan que las agresiones contra monumentos, instituciones, cabinas telefónicas, hamburgueserías, oficinas bancarias, inmobiliarias, empresas de trabajo temporal, centros financieros, tiendas de moda, grandes almacenes, sindicatos o delegaciones de multinacionales están cargadas de voluntad dramática y de intención moral y, sobre todo, expresan una impugnación frontal de aquello que lo atacado encarna simbólicamente: el poder, la corrupción, la explotación, la carestía de la vida, el colonialismo, los sueldos de miseria, la propiedad como recurso especulativo y, en suma, los abusos que los capitalistas cometen contra una ciudadanía desamparada y sin horizontes que hace de esta violencia ritual su manera de señalar al mal.
Tampoco podemos pedirles que nos escuchen cuando hablamos de no pagar la deuda, salir del euro, nacionalizar las empresas estratégicas y los grandes latifundios y ponerlos bajo control democrático, expropiar a los bancos, aumentar los impuestos a los ricos, universalizar la sanidad y las pensiones, repartir el trabajo, poner la producción al servicio de las personas y limitar la productividad a las necesidades básicas y no para el lucro de unos pocos o acometer una seria transición hacia una economía verde y hacia una democracia radical, horizontal y activa.
Sostener una mayoría precarizada, empobrecida y abatida, y una minoría cautiva de su propia violencia y avaricia solo se puede hacer desde la ignorancia del otro y la inmersión ininterrumpida del conjunto de la sociedad en los oscuros légamos de un fascismo de baja intensidad hecho de resignación cotidiana, indiferencia y miedo, mientras se despliega hacia afuera la guerra del terror y el ataque preventivo. Se sigue hablando de libertades pero a la vez se promulgan leyes mordaza y se vacía de contenido la democracia, se sigue hablando de derechos ciudadanos cuando en realidad la ciudadanía hace tiempo mutó en mansos consumidores a merced de las empresas que los explotan, los bancos que los estafan y los gobiernos que los exprimen a base de tasas e impuestos. Se sigue exaltando el fetiche del trabajo, como si fuera una condición ontológica de la humanidad y no una condición histórica ligada a la producción de mercancías, mientras se despoja a sus propietarios (los trabajadores) y se desvaloriza como actividad. El trabajo hace mucho que dejó de ser un lugar donde las personas crecían en dignidad, aprendían a cooperar, desarrollaban su condición de trabajadores y construían sociedad e identidad con su esfuerzo colectivo, para transformarse en una mercancía más, zarandeada por la ley de la oferta y la demanda, a merced del capricho de los patronos y aligerado de todo tipo de trabas burocráticas o sindicales que puedan entorpecer su libre disposición. El trabajo es propiedad absoluta del empresario, que lo concede o lo arrebata al trabajador que, aislado y convertido en mercancía, solo le queda lanzarse en soledad a competir con todos sus iguales en esa selva que es el mercado de trabajo donde nuevas reglas salvajemente aplicadas dejan a la luz la inhumanidad sobre la que se sustentan las nuevas relaciones sociales. Hoy, cuando clamamos por trabajo, en realidad lo que pedimos es un explotador que nos robe la vida.
Las grandes empresas descubrieron el poder del internacionalismo proletario y se apropiaron de él al punto de que hoy son ellas las que echan a pelear a unos obreros contra otros en una carrera hacia el abismo de producir más a menor coste con tal de mantener los empleos que se traduce, paradójicamente, en una menor capacidad de consumo y en alarmantes tasas de deflación que sirven, de paso, para dinamitar el precario edificio del Estado de Bienestar en los países del norte. El resultado, en un primer momento, es conocido: se incrementan las transferencias de capital desde los trabajadores hacia los explotadores y se abren nuevas oportunidades de negocio en sectores antes protegidos de la rapiña capitalista: sanidad, educación, cuidados… La estrategia, aunque calculada, tiene sus inconvenientes. Las políticas deflacionistas son peligrosas porque terminan afectando a la capacidad de compra, y por lo tanto no son sostenibles en el tiempo, pero aún más peligrosos son los factores exógenos sobre los que el capitalismo se ha desarrollado y ha consumido sin tasa y gratis, es decir, la degradación medio ambiental, el calentamiento global y la catástrofe climática en ciernes podría no solo acabar con el capitalismo sino con nuestra civilización tal y como hoy la entendemos, pero por desgracia, ante la disyuntiva de socialismo o barbarie, los capitalistas ya han hecho su apuesta, ahora nos toca saber qué vamos a hacer nosotros.