Por enésima vez, hace unos días se volvió a evidenciar la actitud supremacista del estáblisment político-mediático español con respecto a Andalucía y a lo andaluz. En esta ocasión el objetivo del desprecio ha sido la Portavoz y Ministra de Hacienda del Gobierno español, la andaluza de Sevilla María Jesús Montero por expresarse en lo que, mucho más que un “acento” es una de las distintas modalidades de hablar en andaluz.
Las acusaciones de “vulgaridad” y “bajunería” ponen de manifiesto que no solo es cuestión de la entonación o de la forma de pronunciación del español, sino que la cosa tiene mucho más que ver con una manera de expresión, de construcción de las frases, de utilización de términos y vocablos, de giros y juegos del lenguaje y de un conjunto complejo de aspectos y dimensiones que son los que constituyen la especificidad de una lengua. No de un idioma, que debe ser siempre entendido como un sistema lingüístico abstracto que solo tiene existencia real a través de su plasmación concreta por parte de comunidades específicas de hablantes, cuyas culturas y condiciones históricas y medioambientales le dotan de personalidad.
Cuando se critica el “acento” andaluz -sin negar que nuestra lengua, como cualquier otra, puede ser utilizada de manera inadecuada por algunos de sus hablantes- lo que realmente se hace es juzgar genéricamente nuestra cultura, nuestra forma de ser, nuestra identidad como pueblo (vulgar, bajuno…). Y ello se hace desde actitudes que van desde la condescendencia paternalista a la prepotencia de quienes se consideran superiores a quienes formamos parte de un pueblo sometido.
No hay nada que haga más legítimo el rechazo que parece producir en algunos nuestra aspiración de las haches o eses, nuestro ceceo o seseo, incluso, más puntualmente, el rotacismo de la ele en erre, que el de la pronunciación siseante de las eses, para mí profundamente desagradable, característica de determinados personajes de la villa y corte, como la consorte del monarca o el matrimonio voxista de los áticos fraudulentos, que para los andalófobos son ejemplos paradigmáticos del español –español y mucho español, como diría ese monumento vivo de la lengua castellana llamado Mariano Rajoy-, consagrado urbi et orbe por los noticiarios radiofónicos y televisados, no sólo por los emitidos desde Madrid, sino, lo que es mucho peor y más triste, desde los de “nuestra” (de ellos, tanto antes, como ahora) RTVA.
Pero en mi opinión, lo peor de todo es la actitud que muchos andaluces adoptan ante estos ataques que nos denigran a todos y que, en este caso, más allá de la mayor o menor cercanía política con la señora Montero, y sin necesidad de que se pueda estar de acuerdo o no con sus actuaciones como miembro de un determinado gobierno, no solo no contestan la inaceptable censura, sino que callan, y por lo tanto, otorgan, e incluso se adhieren a la misma de manera vergonzante y vergonzosa, renegando, en consecuencia, de si mismos.
Entre ellos, lamentablemente, se cuentan personas, muchas más de las que pudiera parecer, que por su destacada posición intelectual deberían jugar un papel fundamental en la respuesta a esta ignominia. Personas que parecen prisioneras del profundo complejo de inferioridad que el citado sometimiento ha impreso en nuestro pueblo. Las reacciones furibundas, dignas de mejor causa, provocadas por algunos de los intentos por dar soporte material a la identidad lingüística andaluza mediante diferentes propuestas de transcripción de nuestras formas de hablar, son buen ejemplo de este curioso complejo. Lejos de apreciar el valor que estos intentos tienen para poner de manifiesto la realidad de nuestra lengua y preservar, de paso, la multitud de formas locales en rápido proceso de extinción, los condenan, tachándolos paradójicamente de fomentar de manera contraproducente los tópicos estigmatizadores y acusándolos de absurdas intenciones de normalización uniformizadora de la diversidad que la enriquece. Su comportamiento evoca lastimosamente el de muchos de nuestros antepasados, exhibiendo su afición por morcillas y otros productos del cerdo para demostrar la sinceridad de su conversión, no ya a la religión de los conquistadores, sino a su concepción del mundo y de la sociedad, en la que, para más inri, ocupaban la posición de sometidos. Tantos siglos de opresión, sin duda, imprimen carácter. Si queremos tener un futuro propio como pueblo debemos superar este síndrome del esclavo satisfecho y diligente en la defensa de los instrumentos, entre ellos el de la lengua, con los que lo mantienen postrado.