Parece que ahora toca iniciar el debate público sobre las medidas para superar la crisis generada por el COVID-19. El gobierno de coalición de “progreso” junto al Banco de España han sido los primeros en participar de este debate. De hecho, en los últimos días hemos escuchado diferentes propuestas, entre las que destacan reformar las pensiones y congelar el salario de los empleados públicos. Las urgencias de derogar la reforma laboral y la ley mordaza quedaron ya en el olvido.
Nuestro sistema de pensiones –cuyo éxito ha sido indiscutible- se asienta sobre dos principios: la universalidad y su carácter público. Pues bien, conscientes de que se trata de una nueva oportunidad de negocio, el gran capital ya apunta hacia aquí. Quieren un nuevo nicho de mercado. Lejos de reconocer la tasa de cobertura del sistema, su fortaleza en tiempos de crisis o sus efectos en la redistribución de la riqueza, los “expertos” cacarean hasta la saciedad su insostenibilidad y lo necesario de su urgente reforma. El Pacto de Toledo, orientado por la política neoliberal del gobierno de “progreso”, obedece a los voceros del capitalismo y ya plantea nuevas reformas inminentes.
Ahora bien, ¿es el mejor momento para reformar las pensiones? Es evidente que esto no resulta urgente. El sistema responde satisfactoriamente –no ha fallado nunca- y el criterio demográfico que reiteradamente sostienen sus detractores es radicalmente falso. El sistema de pensiones no depende –en absoluto- de la pirámide de población sino de la productividad y de las decisiones políticas y sociales que se operen sobre cómo repartir la riqueza.
Y aquí encontramos un elemento importante, quizá el que más. La única manera de generar riqueza es a través del trabajo. Solo el trabajo crea riqueza. Aunque otros se la apropien toda la riqueza ha sido generada por los trabajadores. Este es el elemento central a tener en cuenta a la hora de reformar el sistema. Son los trabajadores quienes mantienen el sistema.
De hecho, para que este sea más robusto tan solo hay que incrementar las aportaciones, esto es, las cotizaciones a la Seguridad Social. Más y mayores salarios redundan siempre en un sistema más potente. Con más cotizaciones y más financiación, habrá más mejores prestaciones. Es tan sencillo como eso: más gente trabajando y con mejores sueldos. Por eso, también es mala idea lo de congelar el salario a los empleados públicos.
A tal fin no es eficaz retrasar la edad de jubilación, pues esto incidirá negativamente en la tasa de desempleo –especialmente en el juvenil-, recortar las prestaciones y desindexarlas del IPC –generará menor protección y peor distribución de la riqueza- ni tampoco facilitar el negocio de fondos privados –ya existen y su resultado es un rotundo fracaso-.
Desde un territorio como Andalucía, debemos estar especialmente atentos a este debate y desenmascarar los mitos que construyen el discurso oficial. Son decisiones políticas que responden a criterios políticos. Y en esto hay mucho que decir. Sobre todo si atendemos a los datos oficiales: la pensión media en el Estado asciende a 961,98 euros, mientras que la media andaluza se sitúa en 861,56. Toca profundizar en el debate e incorporar una perspectiva de justicia social. No nos vale con un discurso técnico para economistas de la ortodoxia. Se necesita, sin lugar a dudas de una perspectiva amplia. Porque sólo así podremos decidir si es razonable que sigamos subvencionando las cuotas a algunos empresarios, si queremos preservar la naturaleza pública del sistema, qué criterios debemos seguir para la revalorización de las prestaciones, si deben cotizar todas las rentas del trabajo (a día de hoy están exentas las más altas) o si hemos de introducir parámetros que corrijan la desigualdad prestacional entre territorios ricos y pobres. Es nuestra protección social y todos nos jugamos el futuro.