Ocurrió en el vuelo de regreso de Río de Janeiro a Roma. Después de la Jornada Mundial de la Juventud celebrada en Copacabana en julio de 2013, el papa Francisco se dirigió a los periodistas del avión y les preguntó: «¿Quién soy yo para juzgar a los homosexuales?» Jesús de Nazaret nunca condenó la homosexualidad, fue Pablo de Tarso el que señalaría, desde su educación y formación farisaica, a los adúlteros, afeminados, homosexuales, ladrones, borrachos, como excluidos del Reino de Dios (Cor 6, 10). Incluso cuando se habla de sodomitas en el AT, según algunos hermeneutas, el pecado de Sodoma fue la falta de hospitalidad con los mensajeros de Dios. No siendo un pecado sexual, sino social. La homosexualidad no es un pecado contra natura, la propia naturaleza tiene mil pruebas de ello; para el evangelio los pecados contra natura son las guerras, el hambre, la falta de un techo digno, la ausencia de vacunas y medicamentos para las enfermedades, el abandono de niños y ancianos, la vejación de las mujeres, el rechazo al migrante. El Dios padre-madre es un Dios inclusivo, abraza a todos sus hij@s, es el papaíto o la mamaíta como diría Jesús de Nazaret, que no distingue por etnias, orientación sexual, género o creencias. El programa de Jesús es la Bienaventuranzas, evaluadas en el juicio de las naciones de Mt 25, 31-46: “tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme”. ¿Desde qué supuestos evangélicos se basa la doctrina de la Iglesia para prohibir el matrimonio homosexual?
Veinte siglos después, en 1948, tuvo lugar la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en cuyo primer artículo se afirma que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”, completado con el artículo segundo al referirse a que no debe existir distinción alguna de “raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole”. Es más, el artículo doce señala al que ose entremeterse en la “vida privada, su familia, su domicilio o su correspondencia, ni de ataques a su honra o a su reputación”. El artículo16:1 proclama que «los hombres y las mujeres, a partir de la edad núbil, tienen derecho, sin restricción alguna por motivos de raza, nacionalidad o religión, a casarse y fundar una familia» (no indica que tenga que ser exclusivamente heterosexual el matrimonio). ¿Cómo puede negar la Iglesia este derecho humano? Como plantea el teólogo José María Castillo, el Estado Vaticano «pone de manifiesto la contradicción en que vive una institución religiosa que, por boca de su autoridad suprema, exhorta a los demás al cumplimiento de los derechos humanos, al tiempo que en esa misma institución, tales derechos no se ponen en práctica (…) Los súbditos del Estado Vaticano carecen de derechos debidamente garantizados, es evidente que dentro de ese Estado no resulta posible reconocer y poner en práctica los derechos humanos». Además la iglesia vive una gran esquizofrenia en su propio seno como describe el escritor Frédéric Martel en el libro, Sodoma, poder y escándalo en el Vaticano, que arroja luz sobre uno de los mayores secretos de nuestra época: «el Vaticano (según el autor) es una organización con predomino gay». El papa Francisco, que llegó a leer el libro, manifestó que era «correcto». Solo una cosa es segura: la relación de la Iglesia Católica con la homosexualidad está marcada por contradicciones y doble moral.
Cada vez son más países los que aprueban el matrimonio entre personas del mismo sexo, ¿hasta cuándo la Iglesia católica estará al margen de las constituciones de los estado democráticos? ¿hasta cuándo la iglesia dejará de causar tanto sufrimiento y dolor entre los creyentes homosexuales? Incluso jerarcas católicos alzan su voz en contra de la postura oficial de la iglesia como el presidente de la Conferencia Episcopal alemana, Georg Bätzing, que dijo no sentirse «feliz» por la toma de postura de Roma en este momento. Y es que la teología romana parece haber retrocedido de nuevo a los tiempos previos al Concilio Vaticano II.