Vivir en un patio de vecinxs. No necesariamente en uno de esos típicos andaluces que todxs tenemos en la cabeza. No en uno de esos tan bonitos y “tradicionales” que se han visto convertidos en lo que el antropólogo Marc Augé ha llamado “no lugares”, espacios sin personalidad reservados al simple tránsito de personas, espacios carentes de toda vida comunitaria. No, no hablo de vivir en uno de esos patios a los que nadie sale ni se asoma.
Vivir en un patio de vecinxs, con vecinxs, es otra cosa. En un patio se comparte vida, se genera vida, se hace por coincidir (o, al menos, no se evita la coincidencia) en ese espacio común central, y no se huye el encuentro: lxs mayores dan monedas a lxs más pequeños, las pelotas chocan con las paredes del edificio, las voces de un balcón a otro son habituales y los olores a comida van escaleras arriba-escaleras abajo.
Vivir en un patio en tiempos de confinamiento sube el ánimo. Cada tarde, a las 20’00 horas, se produce el encuentro para reconocer la labor del personal sanitario que, a pesar de la precariedad de nuestra sanidad pública por los recortes sufridos en las últimas décadas, trabaja sin descanso. En el patio, más que un encuentro, se produce una quedada: hay quien sale con una copa de vino cada día (nunca nos gustó beber solxs), quien propone canciones para el posterior karaoke, quien agradece al vecino los pestiños de la merienda, o quien se ofrece a hacer la compra a quienes son grupo de riesgo… En el patio, durante el confinamiento, se sale a los balcones, reservando para quienes viven en los pisos bajos esa zona común central. El patio nos hace a todxs algo menos dura esta distopía hecha realidad.
También cada tarde, a las 20’00, se hacen evidentes los pisos-negocio de nuestro patio que, por suerte, continúan siendo una minoría. Nadie sale ni asoma por sus ventanas y balcones. No hay aplausos. No hay desesperación ni alegría compartida. Porque no hay nadie. Porque no hay vida. Porque solo hay vacío donde hasta hace bien poco hubo gente de paso, gente demasiado ocupada en ver la ciudad en dos días como para detenerse a saludar a quien se cruzara en su camino.
Cada tarde, se hace también evidente que, más allá de nuestro patio, son pocos los aplausos en la calle, en la manzana. Muchas casas fueron convertidas, en su totalidad, en apartamentos turísticos. Por eso, cada día, gente huérfana de vecinxs hace coincidir su paseo al perro con nuestros aplausos en el patio, sintiéndose así parte de un barrio que, al menos en algunos lugares, sigue siendo barrio. Porque nuestro patio, como el escenario de un teatro, carece de cuarta pared. Asoma a la calle. Por eso hay tardes en que, incluso, recuperamos espacios aún sin salir de casa, usando la fachada de edificios enteros reservados al turismo como pantalla de nuestro karaoke improvisado para el “Resistiré”, el “We are the champions”, el “Como una ola” o el “Cantajuegos”.
En estos días, sin embargo, nuestra banda sonora, como la de tanta gente de otros rincones de la ciudad, ha cambiado. En esta Semana Santa sin Semana Santa, el sonido del saxo de un vecino nos sorprende con Campanilleros y las cornetas y tambores del balcón de enfrente nos lleva por el pasillo a ritmo de marchas. Mientras, un incienso colocado de manera estratégica en una venta se cuela en nuestras habitaciones y el trasiego de dulces típicos de distintos pueblos de Andalucía nos alegra el paladar cada tarde. Así es como vivimos colectivamente una fiesta que, cada quien desde lo más íntimo, comparte con el resto del patio. Por suerte, el azahar se adelantó un año más y pudimos disfrutarlo en las calles previamente al confinamiento.
Vivimos una Semana Santa a trompicones, pero aquí está, en nuestro patio, rompiendo incluso una rutina que creíamos inamovible, una rutina que apenas lleva un mes pero que pesa como una losa.
A ver cómo vivimos la Feria…