En los últimos meses han surgido algunas polémicas respecto del uso político de lo popular o respecto de la posición a adoptar frente a algunas de sus manifestaciones. Esto tiene todo el sentido e incluso cierta urgencia en el marco de intentos por resucitar cierto nacionalismo andaluz. Pero es que, además, algún tipo de relación con lo popular es ineludible para cualquier proyecto político de masas. Independientemente de las polémicas concretas, este es un tema interesante y con aristas. Principalmente, porque la relación entre la izquierda y lo popular puede ser conflictiva e incluso se podría decir que tradicionalmente ha predominado cierto antagonismo.
Primero, habría que especificar qué entendemos por lo popular. Una posibilidad, sería definirlo por su oposición a lo elitista. Al hacerlo nos encontramos con dos nociones que son particularmente interesantes, la de cultura popular y la de clases populares, entre las que hay una fuerte relación, pero no una identidad absoluta. La cultura popular puede reconocerse por su oposición a la cultura de élite, que se identifica a su vez por su exclusividad y su demanda de esfuerzo económico o intelectual. Por su parte, la clase popular es una noción más bien ambigua, que serviría para aunar la mayor parte de las veces a los estratos medio-bajos y bajos. Es un concepto que ha sido especialmente útil en los países latinos, incluidos parte de los latinos europeos, dónde la estructura de clases moderna del tipo industrial nunca fue por completo descriptiva del conjunto, y donde la clase obrera, senso estricto, no ha dejado de ser un grupo privilegiado más bien minoritario dentro de las clases populares. La clase popular como pueblo estaría compuesto por estratos sociales diversos, que tienen en común su exclusión de la élite social. Cuál es esta élite es otra pregunta difícil de responder. Sin duda están ahí las clases altas, pero también podrían entrar ciertas clases medias urbanas. Combinar las ideas de clases y cultura populares permite aclarar algo esta cuestión. La cultura popular engarza con expresiones masivas y, a menudo, tradicionales y más o menos arraigadas, dentro de las cuales distintas clases pueden tener distintos roles y ocupar diferentes lugares físicos. Los palcos nos han acompañado desde el circo romano hasta el futbol moderno, pasando por las hoy polémicas corridas de toros. Las clases altas siempre han tenido su rol en las principales expresiones de la cultura popular, en tanto que cultura tradicional. En este sentido, la cultura popular se opone a la cultura de elitista, pero no necesariamente a las clases altas. Podría ser incluso que, en los tiempos más recientes, la cultura de élite haya sido más a menudo abanderada por los estratos profesionales y por las clases medias urbanas, que dependen más de la acumulación de títulos, conocimientos y alta cultura para asegurar su posición. Frente a ellos, los estratos más elevados, cuya prosperidad se basa en la herencia material y la tradición, no sienten la necesidad de buscar distinción rechazando las manifestaciones del pueblo llano.
La política moderna es política de masas o es política elitista. Cuando es política de masas, necesita algún tipo de complicidad con lo popular. El término populismo, se puso muy de moda en el último ciclo político, en su versión laclauniana, como un tipo de patrón político basado en la adscripción de múltiples conflictos o reivindicaciones a una noción vaga de pueblo. Más allá de que se comulgue más o menos con los significantes flotantes de Laclau, el populismo se articula frente a un enemigo común. En los nacionalismos populares, este enemigo suele ser el extranjero y sus aliados dentro del propio pueblo. En el mejor de los casos este otro, frente al que se genera la cohesión de demandas irreductibles e incluso irreconciliables, pueden ser las élites. Dentro de la política populista, aunque pueblo, cultura popular y clases populares puedan ser nociones bastante diferenciables, debe existir algún tipo de articulación entre ellas o se puede acabar pagando. La ultraderecha en España puede usar un discurso populista, pero se ha señalado en otros lugares como la composición elitista de sus cuadros puede suponerle algún tipo de lastre. Pero lo mismo podría decirse del supuesto populismo de izquierdas. Las clases medias profesionales urbanas en las que se basan sus cuadros también pueden ser interpretadas como élites. Resultaría paradójico que los que querían articular cierto tipo de populismo laclauniano acaben representados como la élite contra la que se articula un populismo reaccionario.
El caso es que la relación de la izquierda con la cultura popular es complicada desde su génesis. La tradición izquierdista y radical occidental del XIX nace imbuida de las expectativas de ilustración y progreso propias de la modernidad. Por ello, inevitablemente debe oponerse a una cultura tradicional anclada en valores obsoletos. El vínculo de la izquierda con el movimiento obrero durante el siglo XX, utilizando los términos del populismo, se fundamentaba en una representación positiva de las clases bajas, la localización del origen de los males sociales en las clases altas y la promesa de cierto tipo de progreso a través de reformas o revoluciones. Sin embargo, el radicalismo de izquierdas debía al mismo tiempo enfrentarse a la cultura tradicional, como reaccionaria, así como a la popularización de nuevas modas en tanto que aburguesantes y, a menudo, extranjerizantes. En la periferia del capitalismo, y a veces en su propio centro, el radicalismo de izquierdas tuvo que hacerse nacionalista y articular alguna forma izquierdista de la cultura popular-tradicional, donde residían la identidad de grupo que permitía una articulación política de masas. Así sucedió con los movimientos de liberación nacional. La reivindicación de cierta tradición puede ser un buen dique contra progresos indeseados, por ejemplo, la racionalidad neoliberal. En algunos casos el campo de lo popular en su vertiente progresista se ha segregado de la izquierda. En América Latina, a menudo, lo popular vinculado a expectativas de progreso colectivo (nacional) fue articulado dentro de proyectos estatales que no se identificaban con la izquierda, que a su vez los criticaba, pero se veía obligada a tratar con ellos. El mejor ejemplo es el peronismo en Argentina, como movimiento político basado en cierta concepción de lo popular-nacional, que deja la denominación de izquierda para un segmento marginal del espectro político.
En el contexto actual, parece que esta articulación con el nacionalismo fuese la única manera de intentar movilizar una base amplia para un proyecto progresista, de ahí el interés por el populismo y por la cultura popular, incluso en su vertiente más tradicional. En este campo la izquierda, creo, parte con desventaja frente a la derecha, que acusa poco la incoherencia de bascular entre el conservadurismo cultural y el liberalismo económico. El radicalismo de izquierda siempre ha tenido ciertos niveles de exigencia moral e intelectual. En un contexto en el que el movimiento obrero (siendo amables) tiene poco peso político, este radicalismo es hoy más que nunca patrimonio de clases medias profesionales y urbanas, con elevados niveles de formación. Este es un grupo que bascula ideológicamente, en mayor medida, hacia el cosmopolitismo y a menudo sufre un rechazo visceral a cualquier tipo de parroquialismo. A esto se suma que puede ser víctima propicia de una representación sesgada como élite cultural y por lo tanto anti-popular.
Lo anterior provoca que a la hora de articular lo popular desde la izquierda andaluza se hagan patentes algunas taras. El término popular es una noción invariablemente positiva para casi todo el mundo, lo problemático son sus contenidos. A menudo, para el izquierdista es más fácil empatizar con cualquier expresión de la cultura popular (tradicional) de cualquier parte del mundo antes que con la de su propia tierra. También existe la tentación, propiciada por la propia ambigüedad del término, de tomar por popular solo lo que nos interesa. Lo popular son los corrales de vecinos, pero las iglesias son un símbolo de opresión, como si ambas cosas fueran excluyentes. Lo popular implica la opresión y su transgresión, jerarquías y resistencias. Una visión inocente sobre esto no puede beneficiar a ningún proyecto político. Otro riesgo es ofrecer versiones intelectualistas de lo popular. La resignificación de la cultura y las tradiciones ha funcionado bien en algunos casos en el pasado. Sin embargo, también puede resultar en una versión tan transformada, que acabe siendo alienígena para las propias clases populares. Lo popular es fácilmente apropiado por ciertas clases medias urbanas y devueltas como una muestra más de su elitismo cultural. Si es necesario articular manifestaciones populares con valores progresistas deberían intentar evitarse estos errores. Asimismo, deberíamos valorar hasta qué punto movilizar políticamente lo popular es algo que solo puede hacerse con éxito desde dentro de la cultura popular y desde las clases populares.