Con frecuencia pienso que vivimos una gran paradoja en nuestra sociedad capitalista occidental: estamos obsesionados por rellenar hasta el último resquicio de nuestras vidas y pensamientos con estímulos externos pero, en cambio, nuestra mente es, cada vez, menos reflexiva, menos crítica en definitiva. Me explico: tengo la sensación de que siempre tenemos un ruido de fondo que penetra hasta los más pequeños espacios que nuestra mente, impidiendo a ésta expandirse y pensar con libertad, analizando críticamente la realidad que nos rodea, mostrándonos empáticos con las diferencias y, en definitiva, haciéndonos perder nuestra soberanía como personas. Y es que es raro ya disfrutar de momentos de aburrimiento absoluto, de observación pausada del entorno, de mente vacía de distorsiones exteriores pero llena de pensamientos que van madurando, preludio siempre de la creación.
Esa banda sonora que nos impide encontrarnos con nosotros mismos y con los que nos rodean se ha incrementado sensiblemente con las nuevas tecnologías que, en muchos casos, nos aíslan más que nos conectan. Así, cuando salimos a hacer deporte o nos dirigimos al trabajo lo hacemos escuchando música sin contacto alguno con el exterior (luces, sombras, pájaros, insectos, hojas que caen, conversaciones de otros…), ni con nuestro interior (respiración, latidos del corazón, tensión muscular…). Hasta cuando bajamos en un ascensor, esperamos un autobús o expulsamos nuestras heces en un inodoro no podemos hacerlo sin mirar en el móvil las redes sociales, los estados de whatsapp de los contactos o las últimas noticias. Incluso cuando dormimos estamos conectados a relojes inteligentes que monitorizan nuestro sueño para, a la mañana siguiente, decirnos cuántas veces nos hemos despertado o nos hemos sentido inquietos. Hasta cuando pensamos que estamos muy cansados tras un duro día de trabajo y pretendemos no hacer nada, acabamos haciendo algo: encender la televisión y enchufarnos a esa adicción moderna que son las series.
Es difícil ya ponerse a leer un libro, que objetivamente requiere un esfuerzo intelectual, reflexivo y de proceso de la información superior que ver la televisión o las redes sociales en un móvil. Estas últimas, será por las imágenes, los colores, los destellos, tienen un componente altamente hipnótico y adictivo, de tal manera que, casi sin darnos cuenta, vamos deslizando nuestro dedo por la pantalla sin encontrar un final donde parar.
En esta sociedad en la que se inunda cualquier espacio de nuestra psique, taponando al pensamiento libre, donde las conversaciones suelen ser triviales y las lecturas banales, es lógico que nuestros representantes políticos sean un reflejo fiel del propio pueblo que los elige.
Y es que, desde niños, se nos educa a no pensar, a no aburrirnos nunca, a no reflexionar ni analizar los distintos puntos de vista que pueden existir de cada cuestión. Como padre lo vivo cada día. Veo como se les llena desde pequeños de actividades extraescolares (inglés, sobre todo, pero también deporte dirigido, conservatorio, robótica, etc.); como se les coloca delante de una pantalla de móvil para almorzar, esperar en el médico o, simplemente, en un restaurante para que no molesten. Como en los grupos de whatsapp de padres se piden y corrigen apuntes o deberes olvidados, evitando que les regañen al día siguiente; como se coordinan chalecos en días de frío y hasta se dirige el vestuario que deben llevar las niñas en el baile de la fiesta del colegio que, en principio, deberían organizar ellas solas. No se deja espacio al error, al aburrimiento, al decidir por ellos mismos. Con diez años se les regala un móvil por aquello de no ser diferentes de los demás pero nos da miedo que jueguen solos en la calle a la pelota. Si hasta para montar en bicicleta o en patinete los niños parece que van a jugar un partido de hockey con los cascos y las protecciones. Estamos creando súbditos perfectos.
Desde pequeños se nos educa para no pensar, para que nuestra mente nunca esté vacía. Se fomentan las enseñanzas técnicas y los idiomas extranjeros con el objetivo de lograr un mejor acceso a un empleo, en detrimento de enseñanzas más reflexivas como las lenguas clásicas, la filosofía o la historia que se consideran inútiles. Incluso las humanidades se enseñan desde una óptica positivista, como un todo dogmático y cerrado, sin espacio al análisis comparado o a las distintas opciones. Se consiguen así individuos sin empatía, sin compromiso cívico, sin autonomía de pensamiento y sin mentalidad crítica, paso previo para intentar cambiar la realidad.
Revertir esta situación es harto complicado. En primer lugar, porque creemos firmemente que es lo mejor para nosotros y para el futuro de nuestros hijos. No pensar siempre es más cómodo y del latín o la filosofía no se vive, cree la mayoría. En segundo lugar el propio Estado se encarga de mantener y reproducir este orden de cosas. Valga un ejemplo: el pasado 25 de septiembre se publicó la Resolución del Director General de Red.es (entidad dependiente del Ministerio de Economía y Empresa del Gobierno español) por la que se convocaban ayudas en una cuantía de 145.000.000 € a las comunidades de propietarios para compensar los gastos de adaptación al segundo dividendo digital. Para ver la tele, vamos. La nueva tecnología permitirá ver más canales, con mejor definición y servicios adicionales, algo que, al parecer, era muy necesario porque los que ahora hay son pocos y se ven mal (naturalmente habrá que comprar nuevos televisores si queremos aprovechar al máximo estos avances tecnológicos). Y como al Gobierno le preocupa mucho que todos sigamos viendo la tele pues destina ese dinero a fomentarlo. Me pregunto qué pasaría si llegara un día en que la televisión y los móviles se apagaran. Lo mismo tendríamos que empezar a hablar los unos con los otros y hasta puede que leyéramos un libro de ensayo.
¿Podemos hacer algo para cambiar esta dinámica de las cosas? Algo se puede hacer sin duda. Probemos a bajar en el ascensor sin mirar el móvil. Más atrevido: intentemos salir de casa sin teléfono. Antes se hacía y no pasaba nada. Reservemos un tiempo para la lectura diaria o para pensar, con la televisión apagada y sin música. Es más, tengamos siempre la televisión apagada como norma salvo algo concreto que queramos ver. No dejemos a los niños solos con la televisión ni con el móvil. Permitamos que se aburran, que se equivoquen, que discutan, que solucionen sus conflictos por si mismos, que les riñan en el colegio si olvidan sus tareas.
Me gustaría terminar con dos ejemplos de prácticas saludables que tomo prestadas de las artes marciales. Una de ella es el mokuso (黙 想, pensar en la nada) que se define como el acto de meditación antes o después de la clase. Sirve, al empezar, para centrarnos en el trabajo a realizar y, al terminar, para relajarnos de la tensión mantenida y volver a la actividad normal. Así, eliminamos todos aquellos pensamientos y distorsiones que nos puedan perturbar, permitiendo al mismo tiempo fijar lo aprendido.
La otra idea es la de vacío, elaborada por el célebre samurai Miyamoto Musashi en el siglo XVII. El vacío es el estado más elevado al que llega el practicante de las artes marciales cuando, tras un trabajo constante, disciplinado y reflexivo, sin desviarse por estímulos externos ni internos, logra combatir con naturalidad casi instintivamente, aplicando lo aprendido, pero sin pensar en ello, dejando que la mente se libere y el pensamiento fluya.
Vaciemos nuestras mentes de todo aquello que nos impide pensar, analizar críticamente la realidad, cambiarla y, en definitiva, ser personas soberanas.