Recuerdo que hace ya cerca de quince años me invitaron a dar una charla en un Centro Social Ocupado. Trataba del Estatuto de Autonomía de Andalucía y la reforma que por entonces se proyectaba. Todo fluía con normalidad mientras hablaba de derechos y competencias. Pero el entusiasmo del auditorio se tornó en desagrado cuando expliqué lo que decía el Estatuto entonces vigente sobre la creación de un cuerpo de policía andaluza. En cierta medida no le faltaba razón a mi paciente público: había soportado multas, desalojos y compulsión sobre sus personas por intentar crear y mantener espacios sociales autogestionados de resistencia, y ahora estaba oyendo a un tipo que, sin su sacrificio, ni su lucha a su espalda, les hablaba de creación de un cuerpo de policía, andaluza sí, pero policía al fin y al cabo. Y ya se sabe, los palos no duelen menos si te los pega un andaluz.
Todo Estado es una organización social que ejerce, en un territorio determinado, el monopolio de la violencia y que cuenta con un aparato represivo, ideológico y burocrático para mantener y reproducir un orden social concreto. El Estado es la concentración del poder y es una creación humana. Ni ha existido siempre, ni, posiblemente, exista para siempre. Es innegable que el Estado ha supuesto un avance civilizatorio en muchos aspectos y una mejora de las condiciones de vida de poblaciones enteras, acabando con hambrunas, posibilitando nuevas vías de comunicación y servicios, o eliminando la violencia indiscriminada de grupos o personas. Pero no debemos olvidar tampoco que el Estado, en demasiadas ocasiones, ha servido para cometer crímenes atroces, anular la personalidad, aniquilar a poblaciones enteras o favorecer la acumulación de riqueza de un determinado grupo social. En todas las ocasiones el Estado no es sino un instrumento, una herramienta. Idealizar o sacralizar el Estado es tan absurdamente peligroso como rechazarlo de plano y anatemizarlo. Tanto como adorar a un destornillador por permitir colgar un cuadro o culpar a una fregona de un dolor de espalda.
A lo largo de la Historia, la humanidad ha vivido un proceso, con sus avances y retrocesos, de democratización social, esto es, de extensión del poder político a más amplias capas de la población. De manera progresiva, cada vez capas más amplias de la población han ido conquistando, en una dura lucha, el poder público del Estado. Mujeres, no propietarios, no contribuyentes, no europeos, migrantes, etc. han tenido que dejarse la vida en muchos casos para conseguir formar parte del sujeto político en la sociedad. Frente a esta mayoría social, democrática y popular siempre ha estado una minoría defensora de la privatización del poder. La abolición de los señoríos territoriales y jurisdiccionales, de los monarcas como soberanos y propietarios del reino, de los fueros, tribunales y regímenes jurídicos personalizados, de los juegos y obras públicas sufragados por el patricio local, o de los cargos u oficios públicos comprados o hereditarios, por citar algunos ejemplos, fueron avances hacia la configuración de un poder público defensor de los intereses de la mayoría.
Las distintas ideologías han mantenido relaciones ambivalentes y contradictorias con el Estado, la policía y la Administración Pública en general en función de cómo sirvan a sus intereses de clase. En general, el grupo dirigente suele, como es lógico, promocionar las ideas y valores que le permitan seguir detentando el poder (la unidad de la patria, el culto al ejército y la policía, la autoridad…), al tiempo que persigue y demoniza a quienes suponen una amenaza para el status quo (disidentes, librepensadores, reformistas, revolucionarios…). Así, por ejemplo, se pueden dar paradojas como que una movilización popular para reclamar un reconocimiento político será calificada de rebelión, sedición o golpe de estado en un lugar del planeta, mientras que en otro, un asalto a un cuartel del ejército y una autoproclamación como presidente serán calificados como expresiones democráticas de la voluntad popular.
Cuando logramos analizar el Estado como un simple instrumento al servicio de unos intereses de clase, estas aparentes contradicciones desaparecen y todo se ve con más naturalidad. Es importante desentrañar la causa última de las distintas posiciones con relación al Estado. Así, cuando desde el liberalismo se defiende una reducción del Estado, lo que se está queriendo decir realmente es que debe reducirse una parte del Estado que no afecta nunca al mantenimiento del orden (policía, ejército), ni a los aparatos y estructuras que permiten continuar con la acumulación de poder y riquezas en las mismas manos. Por eso, los defensores de esta ideología no tienen empacho en considerar más eficaz la gestión empresarial privada, demandar bajadas de impuestos o reducción del gasto público al tiempo que fichan para sus consejos de administración a gestores públicos, participan en todo tipo de órganos administrativos (cobrando por supuesto), perciben subvenciones o exaltan al ejército o la policía. Se busca, en definitiva, una privatización del poder en beneficio de unos intereses particulares.
Un error común en cierta izquierda ha sido identificar al Estado con la clase social o grupo que detenta el poder, ignorando que para lograr un cambio efectivo y permanente de las condiciones sociales de la población es necesario dos requisitos fundamentales: en primer lugar, construir una sociedad civil organizada y consciente políticamente; y en segundo lugar, llegar a controlar los instrumentos de poder estatal para doblegar a quienes no respeten la voluntad de la mayoría y para resistir el acoso exterior. Ignorar la necesidad de estos dos elementos supone asumir una derrota segura y centrarse en la defensa de aspectos puramente estéticos o simbólicos que en modo alguno cambian la realidad ni mejoran la vida de las personas.
Como funcionario y burócrata que intenta cada día prestar un buen servicio público a la ciudadanía sufro en mis carnes esta orfandad ideológica. Por un lado la derecha estigmatiza todo gasto público y todo aparato administrativo que no sirva a sus intereses. Cuando habla de equiparación de salarios se refiere siempre a la policía y no a otros funcionarios. Cuando destaca los valores del servicio, la dedicación o el sacrificio se refiere indefectiblemente a los militares o a la Guardia Civil. Pero por otro lado tenemos una izquierda que ha renunciado a hacerse con el control del Estado (no del Gobierno, eso es otra cosa, que para conseguirlo está dispuesta a lo que sea); a construir un ejército popular o una policía que defiendan a los intereses de los trabajadores y las trabajadoras frente a los abusos y especuladores. Una izquierda que no entiende que el aparato administrativo y la burocracia, son necesarios para cambiar la realidad, mantener el control de un territorio y garantizar los derechos y las libertades de la ciudadanía; que, en definitiva, ha dejado valores como el sacrificio, el esfuerzo, el orden y la disciplina, o instrumentos como la fuerza y la violencia del Estado en manos de quienes sí los usaran en favor de sus propios intereses de clase.
Creo que debemos resistir los intentos de involucionar hacia la privatización de la vida pública. Que debemos defender el Estado (no al Estado español actual, entiéndase) como instrumento de una sociedad andaluza madura, consciente, soberana y viva, en la que cada cual pueda desarrollar su personalidad trabajando por la comunidad, tejiendo redes de solidaridad y en las que cada colectivo pueda determinar soberanamente su futuro. Asimismo, debemos considerar a la Administración y la burocracia como herramientas de transformación social y garantías de derechos, ajenas a una función mercantilista de obtención de beneficios monetarios, con una dotación de medios personales y materiales suficientes.