No deja de ser sorprendente como, en el contexto actual, con todos los problemas que está arrastrando la sociedad, la ocupación se ha instalado en el debate, no ya como un problema relevante, sino como autentico enemigo público. Esto es un logro de la derecha, que ha encontrado un banderín perfecto al que enganchar muchos de los miedos y contradicciones que asaltan a los vecinos en tiempos inciertos. En cualquier caso, el estado de la opinión pública a este respecto no se explica solo como resultado directo de un contexto tan particular como el que vivimos. No es algo que se haya construido de la noche a la mañana. La campaña de estigmatización se ha desarrollado a lo largo de mucho tiempo y se ha intensificado por distintos motivos en los últimos años. Todo el mérito no corresponde aquí a la derecha. También ha contribuido la izquierda, la que se compra de manera apresurada los discursos conservadores y la que le coge el gusto al gueto y busca ansiosamente la auto-marginación.
A la hora de entrar en la discusión, hay cuestiones de orden moral y legal y otras de carácter estructural que hay que tratar. Respecto del primer grupo, la inmoralidad incuestionable del acto de la ocupación parece proceder del propio hecho de su ilegalidad. Por el contrario, la especulación desaforada con bienes básicos como la vivienda o echar a una familia de su casa por no pagar la hipoteca, son actos perfectamente morales como demuestra el hecho de su legalidad. Buscar un techo para tus hijos en una situación extrema es inmoral y dejarlos en la calle para defender un margen mínimo de beneficios es moral. Esto no debería sorprender a nadie. La derecha ha valorado siempre mucho más la propiedad que la vida. En este espectro ideológico, asesinar a un hombre por la espalda, por coger unas pocas habas de una finca, es el paradigma de acto moral. Una escena que se repite en la historia, incluso en estos tiempos modernos (en Huelva el mayo pasado).
La idea de que, una vez que has incumplido la ley, cualquier argumento o justificación carece de validez, tiene mucha fuerza en la actualidad. Al mismo tiempo, es habitual ver a ilustres representantes de la extrema derecha, también del extremo centro, reivindicar el incumplimiento de la ley. Hemos visto llamados a saltarse los límites de velocidad en el pasado y vemos ahora emplazamientos a saltarse la alerta sanitaria para ir a la casa en la playa o en el campo. A decir verdad, ya sea desde posiciones conservadoras o progresistas, es legítimo transgredir la ley cuando esta es considerada claramente injusta. Para la derecha de este país parece legítimo transgredir la ley para cubrir un deseo egoísta y superficial, aunque implique algunos miles de muertos, pero en ningún caso lo sería para salvar la vida o la dignidad de una persona. Esto ha sido siempre así y no hay que extrañarse.
Por otro lado, el miedo a la ocupación tiene en la actualidad un mayor anclaje a la problemática estructural que en el pasado. La ocupación, como enemigo público, ya no se asocia a la izquierda contra-cultural, como pasaba dos décadas atrás. La denuncia del okupa se dirige en mayor medida contra comportamientos incívicos, sin una motivación política, de una parte de la población que vive en el margen de la legalidad y genera problemas de orden. Es pura aporofobia. Podríamos valorar que la cuestión actual tiene mucho más que ver con el ciclo de ocupaciones que se produjeron entre 2011 y 2015. En ese periodo, tras un auge desconocido hasta entonces de ejecuciones hipotecarias y de familias perdiendo sus viviendas, en plena crisis económica provocada precisamente por un modelo basado en la especulación inmobiliaria y financiera, fueron cientos las viviendas de bancos y entidades de créditos que quedaban vacías y abandonadas y que eran ocupadas por familias que se habían quedado en la calle. La legitimidad que alcanzó en su momento este tipo de acción, tiene su inverso en un proceso de estigmatización fraguado a fuego lento desde entonces. El problema se magnifica demagógicamente, haciendo que un fenómeno más bien raro pase por un peligro que podría amenazar a cualquier ciudadano. La idea ridícula de que pueden ocupar tu casa mientras vas a comprar al Mercadona se ha instalado bien. La principal misión de las correas de transmisión de la derecha en los medios es hacer que la masa se identifique con los intereses de una minoría dominante y los defienda como suyos. De hecho, este mecanismo está implícito en el nacionalismo, otro dispositivo ideológico que no por viejo está menos de moda.
La ocupación se ha convertido en la punta del iceberg detrás de la cual supuestamente se ocultan todos los comportamientos vandálicos e ilícitos que se producen en esta sociedad. El problema en muchos barrios es la violencia física y verbal, las peleas, el deterioro galopante de los espacios públicos (y de los privados), los robos, el tráfico de drogas, las adicciones de distinto tipo, etcétera, que se están asociando a una cierta idea de ocupación de manera más bien gratuita. Esta falsa relación, permite presentar un problema más acotado, una imagen más clara del enemigo, planteando soluciones sencillas y, por supuesto, falsas. El problema real es que hay una parte de la población que para integrarse en el sistema (aquí nadie está fuera), a menudo de manera precaria, tiene que hacerlo cometiendo constantes ilegalidades. Esto no es un defecto moral, sino algo bastante común en cualquier economía poco desarrollada o con problemas galopantes como la nuestra. El problema no tiene las mismas dimensiones en Navarra que en Andalucía. Igualmente, no es el mismo en el centro de las ciudades que en los barrios obreros periféricos. Aunque no es un indicador exacto, no hay más que echar un vistazo a los números y a la distribución del desempleo. Hay aquí problemas estructurales, que no parece que vaya a ir a mejor en los tiempos que corren. Esta parte de la población que tiene que cometer ilegalidades es mayor cuanto mayor sea la cantidad de gente que el sistema formal no puede absorber. La represión funciona, pero tiene sus límites y sus costes. Plantear la raíz de los problemas no supone romantizar la marginalidad, sino visibilizar sus causas reales y rechazar frontalmente falsas soluciones. El discurso torcido y demagógico de la derecha debe encontrar respuesta en los barrios donde se sufren estos problemas.