La wilaya del 27, en el desierto argelino de Tindouf, es un asentamiento de refugiados con pequeños retales de favela brasileña. Una construcción precaria con aires de barrio de periferia en una ciudad fallida. Los cables por encima de la tierra, las construcciones precarias de viviendas esparcidas sin orden y algunas luces de neón, muy pocas, sobre establecimientos que venden casi de todo y de nada.
Allí, un chaval se acercó a uno de los compañeros veterano que viajaba con la expedición de cooperación gaditana. Un joven, de apenas 20 años y rostro cansado, que otrora fuera uno de esos niños de Vacaciones en Paz que pasaba los meses de verano en la provincia de Cádiz.
-¿Te acuerdas de mí, yo te conocí en El Puerto, jugaba a veces con la hija que tú tenías de acogida?
-Hombre, claro, qué alegría. ¿Cómo estás? ¿Qué haces?
-No hago nada. Porque aquí no hay nada. Sólo esperar la muerte.
Esperar la muerte. A los 20 años. Cuando aún no ha concluido siquiera el primer cuarto de existencia. Esperar la muerte como forma de vida. Esperar a la muerte cuando te arrebatan el presente y te niegan el futuro. Esperar la muerte cuando tu historia colectiva es la de un pueblo al que expulsaron de su tierra con bombas y napalm, se exilió en el desierto y el país administrador y las Naciones Unidas se desentendieron de la realidad de aquellas personas y se plegaron a los intereses de una monarquía chantajista.
En los campamentos de refugiados saharauis la única forma de vida es la espera de la muerte. Una muerte lenta y aburrida. Y nadie entiende que no hagan nada, que el Gobierno de España y su presidente cambien de postura, traicionen, cedan a Marruecos y se desentiendan de una tierra que consideran hermana y sobre la que legítimamente tienen obligaciones. Y nadie entiende que Marruecos ocupe, invada, circule y haga y deshaga tanto en territorio neutral como ocupado. Y nadie entiende, como es lógico, que ya sean 47 años subsistiendo en la más absoluta nada del desierto.
Y lo que tampoco se entiende, pese a ello, es la dignidad, los principios, la generosidad y la consciencia tan limpia y tan clara de un pueblo que ha convertido la resistencia en rutina. Decía Brahim Gali, secretario general del Frente Polisario, que no guardan ningún rencor. Ni siquiera a Marruecos. Porque algún día, cuando regresen al lugar que les pertenece, serán vecinos y construirán lazos de convivencia. Qué lección de paz en tiempos de guerra.
El pueblo saharui no se va rendir. Por si alguien piensa en esa posibilidad como salida al conflicto enquistado. Es imposible que lo haga por una razón muy sencilla: creen y aman su causa.
Y es que además no debe rendirse. Porque sería la rendición de los que siempre pierden, de a los que siempre se les niega todo y el mundo, este mundo, se convertiría en un lugar aún más injusto y deshumanizado.
Siempre decimos que lo personal es político. Y esto, en mi caso y en el de muchos y muchas, ha pasado a ser algo personal. Porque frente a la injusticia no cabe neutralidad. Porque existen agresores, cómplices y agredidos. Porque el Sáhara, pese a todo, es un pueblo de paz. Ojalá vuelvan. Ojalá volvamos. Y no al desierto, sino a un país de mar y arena completamente liberado.