Exilio andaluz

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El exilio es el mayor castigo al que viene siendo sometido el pueblo andaluz, desde hace siglos. En este tiempo, son más de dos millones de andaluces los que se han visto brutalmente separados de su tierra, a través de uno de los procesos históricos más violentos que conoce la humanidad. El éxodo ha marcado trágicamente la vida de nuestro pueblo.

En la pequeña localidad de Agmat, a unos 30 kilómetros de Marrakech, un mausoleo alberga los restos de al-Mutamid, que fue expulsado por los almorávides en el siglo XI. El pequeño, pero digno panteón, está cuidado por Abdel Krim, que nos explica la historia del rey poeta sevillano. Nos recuerda que, en el año 1088, al-Mutamid pidió al emir Yusuf de Marrakech ayuda para los musulmanes de al-Andalus, pero los almorávides no sólo combatieron al rey Alfonso VI, también impusieron a los propios andalusíes su forma integrista de entender el Islam. El emir Yusuf no aceptaba la tolerancia de al-Andalus con judíos y cristianos. Al Mutamid fue derrocado y confinado en la ciudad de Agmat, donde murió cinco años después.

Dice la memoria popular que cuando al Mutamid y su esposa Itimad iban navegando por el río Guadalquivir hacia el exilio, eran despedidos con lágrimas por los sevillanos. El rey poeta era contrario al integrismo de los almorávides, monjes guerreros que lo condenaron al destierro, convirtiéndose en símbolo del exilio andalusí. Los restos de al Mutamid descansan con los de su familia, su esposa Itimad y su hijo, bajo tres decorativas losas de azulejería andaluza. En su destierro de Agmat, al Mutamid escribió los más bellos poemas de la literatura universal, a decir por el arabista Emilio García Gómez. El mausoleo se conoce hoy como la tumba del forastero, debido al epitafio que el mismo rey poeta nos dejó en su lápida: “Tumba del forastero que la llovizna vespertina y la matinal te rieguen, porque has conquistado los restos de Ibn Abbad”. Blas Infante visitó este mausoleo en 1924 y nos enseñó que los andaluces tenemos en esta pequeña localidad marroquí parte de nuestra historia.

También en Marruecos, en algún lugar de Fez, yacen los restos de Abu Abdalá, más conocido como Boabdil. El último emir de Granada entregó la ciudad el 2 de enero de 1492, tras la firma de unas capitulaciones que violaron los Reyes Católicos. Boabdil fue obligado a marchar a la Alpujarra y, más tarde, a la ciudad de Fez, donde vivió cuarenta años más en el exilio. Blas Infante nos cuenta que, durante su viaje a Marruecos, siguió también el rastro de Boabdil y pudo hablar con sus descendientes. Y el historiador al Maqarri reveló que los restos del emir granadino, fallecido en 1533, podrían estar enterrados en una ermita, cerca de la Puerta de la Justicia, en al medina de Fez. Actualmente, el cineasta Javier Balaguer prepara un documental y un largometraje sobre la figura del emir granadino, con el título: “Un hombre maltratado por la historia al que debemos la salvación de Granada y de la Alhambra”. Y un equipo arqueológico, dirigido por el antropólogo-forense Francisco Etxebarría, de reconocido prestigio internacional, busca la tumba del último emir granadino. Sin embargo, la maraña burocrática marroquí ha impedido, de momento, localizar y exhumar los restos del ilustre exiliado. Si Boabdil vuelve algún día para ser enterrado en su Granada, será un acto de justicia histórica.

Pero al Mutamid y Boabdil no fueron los únicos obligados a exiliarse. Junto a ellos, más de un millón de andaluces fueron ilegalmente expulsados y buscaron refugio en los países árabes, desde Marruecos a Damasco, donde sintieron la nostalgia del paraíso perdido. Aquellos exiliados eran musulmanes y tan andaluces como nosotros. Sin embargo, pasaron a ser “extranjeros infieles” en la historia escrita por los vencedores. De esta falacia histórica nos habla Blas Infante en su libro el Diwan de las peregrinaciones, un episodio que, según Infante, se caracterizó por la pérdida de nuestra identidad como pueblo.

De Agmat a Collioure

Ya en el siglo XX, la historia se repite con Antonio Machado, durante la guerra civil. En 1939, el franquismo, heredero ideológico de los Reyes Católicos, estaba a punto de tomar Madrid, donde residía el poeta. Machado se resistía a exiliarse, pero Rafael Alberti y León Felipe lograron convencerle de que su vida corría peligro, por haberse significado a favor de la República. De hecho, antes del exilio francés, asistió en Valencia al II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, organizado por la Alianza de Intelectuales Antifascistas. Es más, en 1937 publicó La guerra, obra de compromiso histórico y testimonial, y entre sus últimos escritos, destaca la elegía estremecedora que dedicó a otro poeta andaluz, Federico García Lorca, con el título: El crimen fue en Granada. Según el investigador Ian Gibson: “Cuando a Machado le llegó la noticia del asesinato de Lorca, se vino abajo”.

Lo mismo que al Mutamid, el también poeta sevillano Antonio Machado murió en el exilio, en 1939. Sus restos descansan en el cementerio de Collioure, al sur de Francia, donde recibe la visita de numerosos grupos escolares que le rinden homenaje, leyendo su poesía. Entre los muchos mensajes que escriben los admiradores del poeta, cuando visitan su tumba, uno dice así: “Hay que ir una vez en la vida. No puedes dejar de ir. Hay que darle las gracias al poeta por lo que escribió y solidarizarse con él y su familia, por lo que sufrió”. Antonio Machado es símbolo del exilio republicano tras la guerra civil y nos recuerda a miles de andaluces que huyeron del terror fascista por la carretera de Málaga a Almería, episodio conocido como La Desbandá. Muchos acabaron en campos de concentración franceses y su situación se agravó con el estallido de la segunda guerra mundial. Los más jóvenes se unieron a la resistencia francesa para combatir a los nazis. Y gran parte de los exiliados encontraron refugio en América, como Juan Ramón Jiménez, Manuel de Falla, Luis Cernuda o María Zambrano.

Exilio político encubierto

Apenas 20 años después, en la década de los sesenta, la dictadura franquista provocó un nuevo éxodo andaluz, esta vez hacia Europa. El régimen forzó a miles de andaluces a emigrar a tierras extrañas, donde sufrieron racismo y humillación. Los utilizó como mano de obra barata para conseguir divisas con las que financiar su dictadura. Sin importarle el sufrimiento y desarraigo de miles de familias que malvivían en barracones. Sin embargo, detrás de esa emigración por motivos económicos, había un exilio político encubierto. Así lo denuncia Encarna Castillo en su libro Venta del Rayo, sobre la represión en Loja. La autora investigó la historia de su familia que emigró de Andalucía a Cataluña para huir de la miseria, pero también de la atmósfera asfixiante de un pueblo en el que estaban marcados como “rojos” y sólo podían aspirar a la caridad de los vencedores. Muchos de esos exiliados se vieron obligados a elegir el anonimato de la gran ciudad, frente al desprecio de sus pueblos. Y la viuda de “rojo” acabó emigrando también para buscar una nueva vida. En Cataluña no necesitó, nunca más, el carnet de mendicidad.

Y el último éxodo andaluz se está produciendo ahora mismo. Empezó con la crisis financiera de 2008, provocada por los especuladores, y seguirá creciendo con la nueva crisis que viene, provocada por el coronavirus. Cuando menos lo esperábamos, miles de jóvenes andaluces tienen que marcharse, otra vez a Inglaterra, Francia o Alemania, huyendo del paro y la precariedad laboral en Andalucía. Nuestro pueblo no puede prosperar, mientras sus generaciones más jóvenes y mejor preparadas tengan que abandonar su tierra para ofrecer su talento y sus conocimientos a las grandes potencias industriales. Esta lacra secular nos recuerda que Andalucía sigue siendo un país dependiente y con una economía subalterna. ¿Hasta cuándo? La respuesta sólo puede darla el pueblo andaluz, en la medida en que tome conciencia de que su problema no es económico, sino histórico y político.