A estas alturas de la película personal y política, individual y colectiva, está claro que es optimista quien se lo puede o se lo quiere permitir; hay quien lo es por sociología o por biología, pero también quienes lo son, o fingen serlo, porque les ha ido muy bien e intentan arrastrar a su posición de optimistas políticos a quienes disienten, recelan o simplemente tienen memoria.
El optimismo es una propensión a ver y juzgar el lado más favorable de las cosas, algo perfectamente legítimo y hasta comprensible, pero a condición de que las y los optimistas no se empeñen en desconocer la existencia de los otros aspectos de la realidad, menos favorables y, sobre todo, que no se empeñen en imponer su propensión o en considerar a quienes no la comparten como causantes de que las cosas no salgan a la medida de su optimismo.
Por supuesto, hablo del gobierno. Llevo días leyendo comentarios muy optimistas acerca del gobierno de Pedro Sánchez, fundamentados la mayoría en el número, realmente importante, de mujeres que configuran el gabinete. Y me sorprende comprobar, a medida que pasa el tiempo y aumentan las noticias e informaciones críticas sobre miembros femeninos, y también masculinos, del gabinete de Sánchez, lo arriesgado de opinar o argumentar en contra de este optimismo, que se quiere presentar como generalizado e incuestionable, tratando, de manera más o menos sutil, de ligar el optimismo con el feminismo. Es decir, parece poco feminista no manifestarse a favor, sin reservas, del gobierno de Sánchez, al que, sin haber movido aún un dedo, se le suponen grandes valores. A estas horas seguimos esperando incluso el gran gesto que nos emocione, como cuando Zapatero anunció la retirada de las tropas españolas de Irak.
Sin embargo, creo legítimo, tan legítimo como lo contrario, no olvidar que todas y cada una de las personas del gabinete Sánchez tienen una historia detrás. Una historia que, en mi caso, y porque mi propensión optimista está reñida con la amnesia, me resulta necesario tener en cuenta.
No quiero obviar que Carmen Calvo forme tándem con Borrell, emitiendo el mensaje al soberanismo catalán de que van a ser firmes pero dialogantes. Claro que prefiero las formas suaves de Calvo a la verborrea desfachatada de Sáenz de Santamaría, pero eso no me impide pensar que nombrarla ministra de igualdad y vicepresidenta no significa necesariamente que la lucha por la igualdad esté garantizada. Hasta ahora, las políticas de igualdad no han impedido que España y Andalucía hayan alcanzado niveles de desigualdad clamorosos.
No quiero obviar que la ministra de Educación, Isabel Celaá, ha declarado que la educación concertada “no tiene nada que temer”, lo que significa que las cosas, al menos, van a seguir como hasta ahora, con el desequilibrio presupuestario de la privada concertada en detrimento de la educación pública. Igualmente, nada supone que aparezca la Formación Profesional en el título de la cartera. Y si las cosas siguen como hasta ahora, no supone nada …bueno.
No puedo olvidar, ni quiero, que Teresa Ribera, ministra de Transición Energética y Medio Ambiente, fue quien en 2009 firmó la Declaración de Impacto Ambiental del polémico almacén de gas frente a la costa de Castellón.
Tampoco quiero olvidar, ni puedo, que Grande Marlaska, nuevo ministro de Interior, afirmara, en octubre de 2016, que en los CIE “no se vulneran” sino que se “tutelan” los derechos fundamentales.
No quiero olvidar, ni quiero, las políticas de recortes, manejadas con mano de hierro por M.ª Jesús Montero, ministra de Hacienda, mientras ha sido Consejera de Hacienda y Administraciones Públicas de la Junta de Andalucía.
De aquí viene, entre otras cosas, mi falta de optimismo. Tampoco ayuda la fundada sospecha, vistos algunos mimbres de este cesto, de que el presidente Sánchez acaba de hacer una enorme operación de marketing político, intentando vendernos ya veremos qué, pero, y esto es lo que me preocupa, utilizando el feminismo como atractivo envoltorio, como práctica mercadotécnica para aumentar las adhesiones o las esperanzas de la gente. Con el objetivo, y no hay que ser un lince para percibir esto, de mejorar su posición y la de su partido en la parrilla de salida para las próximas elecciones. A todo ello están ayudando, y no poco, las adeptas y adeptos fervorosos, que difunden la buena nueva de la llegada del feminismo al poder, mientras lanzan sutiles sospechas de no ser feministas sobre quienes no se alegran lo suficiente. Y, por supuesto, hablan del feminismo, en singular.
¿Y qué hay de la esperanza? La esperanza es un estado de ánimo que surge cuando lo que se desea se presenta como alcanzable. O, al menos, eso dice el diccionario. ¿Qué esperan del nuevo gobierno quienes tan optimistas se muestran? ¿Que aplique el Pacto de Estado contra la “violencia de género” y libre los míseros 200 millones comprometidos y no presupuestados? No estaría sino cumpliendo con su obligación. ¿Que derogue la LOMCE y corrija el desequilibrio presupuestario entre la enseñanza pública y la privada concertada? Lo dudo del gobierno de un partido que se inventó la perversa expresión de “centros sostenidos con fondos públicos” para nombrar a los centros privados concertados, a los que no se les ha disminuido la financiación ni en los años más duros de la crisis. ¿Que se restituyan los depauperados servicios sociales? ¿Que se reviertan los recortes de la sanidad pública? ¿Que se derogue la “ley mordaza” y la reforma laboral? ¿Que se acabe con la discriminación salarial de las mujeres? ¿Tal vez que deje de haber presos políticos y que se amnistíe a las y los damnificados por la “ley mordaza”? Yo lo aceptaría encantada, como gran gesto fundacional.
Pero si poco o nada de esto se puede esperar porque es un gobierno que se supone breve y de transición, atado por unos presupuestos ya aprobados, entonces a qué viene tanto optimismo. Porque es legítimo tener esperanzas, pero es inadmisible alimentarlas con humo.
Tal vez esperen que se feminice la política y que las mujeres y ciertas minorías no heteronormativas sean más visibles. Si, pero como objetivo político me parece bastante pobre. Más si tenemos en cuenta que la visibilidad no es transferible y que es un requisito necesario pero no suficiente para las mujeres. Y espero sinceramente que no se les ocurra hacerse, de nuevo, un reportaje en Vogue… En cuanto a la política, se feminizará no por las formas más o menos suaves de quienes ejercen el poder, sino si las políticas y las decisiones que adopten sirven para, al menos, iniciar el camino hacia la transformación social y política que el feminismo pretende.
Ser optimistas o pesimistas, tener esperanza o haberla perdido, no sirve para medir el grado de feminismo. En cambio, hacer políticas transformadoras, poner la vida en el centro de las mismas, ejercer el poder de manera antipatriarcal sí que es feminista. Y eso este gobierno debe demostrarlo todavía. Habrá que recordar, una vez más, que ser mujeres no nos salva de ser patriarcales ni nos hace feministas. Y ser ministras, tampoco. ¿Afirmaríamos que en la gobernanza de Andalucía ha habido un cambio cualitativo, feminista y a mejor, a partir de que Susana Díaz sea la presidenta? Pues eso.
Para terminar, sí me gustaría reconocer que el colectivo aeroespacial acaba de conseguir una visibilidad sin precedentes. Solamente hay un astronauta en este país y está en el gobierno…
Autora: Pura Sánchez.