Esta primavera, como tantas otras (con el paréntesis de 2020 y 2021 como consecuencia de la pandemia), hemos vuelto a poner nombre a las calles de Sevilla por las que apenas pasamos el resto del año pero que, en Semana Santa, son de recorrido obligatorio. Barrio del Arenal, de la Encarnación, de la Alfalfa, de San Lorenzo, de Santa Catalina…, barrios por cuyas calles pasan buena parte de las cofradías de la ciudad y de cuyos balcones asomaban, hasta hace no tanto, vecinas y vecinos para ver pasar las cofradías. Asomarse, sentir el presente y revivir otros tiempos mediante una imagen, un sonido, un aroma… no tiene precio. Como tampoco lo tiene ser invitada ocasional a subir y comer torrijas hasta la llegada de un paso, más si el calor y la gente aprieta abajo. Balcones hacedores de vida colectiva, hacia adentro -compartiendo mesa y descanso- y hacia afuera-compartiendo miradas, calles y barrio-.
“Soy de la Hermandad del Baratillo porque mi abuela era del Arenal, de una casita baja de la calle Valdés Leal. Luego ya se mudó. Ahora, por allí, son todo hoteles”. Escuché decir a un joven parado con sus amigas durante el discurrir de nazarenos. La filiación (o pertenencia familiar) y su vinculación a un barrio es determinante en la pertenencia a una hermandad. Pero ¿qué ocurre cuando la vinculación al barrio se va difuminando? El inicial proceso de gentrificación y posterior turistización continúa provocando el desplazamiento de un importante número de vecinxs que no encuentran otra opción que mudarse de barrio. Por eso, apenas quedan casas en el Casco Antiguo de la ciudad de las que ver salir a varias generaciones de nazarenos camino a su capilla. Las vidas se viven en otros lugares, y el vínculo a determinados barrios se mantiene, casi exclusivamente, con la vuelta, cada año, para salir con tu hermandad, que es la de tu familia, o para verla en su barrio.
Esta Semana Santa, los balcones cerrados en prácticamente todo el recorrido de las cofradías por el centro histórico de la ciudad estremecían. Solo había que mirar un poquito hacia arriba para observarlo: muchos paños rojos o granate para dar credibilidad al decorado, pero nadie asomado, ninguna mirada cómplice, ningún rostro tocado por la emoción, ninguna invitación a subir a casa. Nadie. Vacío. Ninguna relación entre ¿el barrio? físico y la fiesta. Porque las casas ya no son de lxs vecinxs. No hay vecinxs. Y no puede haber barrio sin vecinxs. Hay edificios donde hacen noche algunas vidas, pero no hay casas hacedoras de vida. Convertido todo el centro en alojamiento ocasional -sea en hotel o en vft (vivienda con fines turísticos) – la sensación de estar atravesando un decorado descorazona. Sentir un abismo entre la gente y su fiesta, y la ciudad histórica, desgarra.
El proceso está siendo rapidísimo. En una reciente investigación sobre el impacto del turismo en grandes capitales andaluzas[1], se evidencia la pérdida de alrededor de 4000 habitantes en el centro histórico de Sevilla en la última década, una pérdida que coincide con los lugares de gran concentración de viviendas para fines turísticos, viviendas que, en contra de lo que se pueda pensar, han aumentado durante los meses de pandemia. Y esto tiene consecuencias, claro que sí, también en las fiestas, por todas las rupturas que provoca.
Sin embargo, la radicalidad del proceso hace que se evidencie el contraste. Así, junto a los edificios sin vecinxs de estos barrios, en sus calles, durante la fiesta, regresa la vida, por encima de negocios y reglamentaciones: encuentros, reencuentros, empujones, caramelos, cera, enseñanzas, emociones… Y sí, entre tanto balcón cerrado, también, todavía, algunos resisten, a pesar de las presiones. Como el balcón de Ana, inquilina de encima de la taberna del Vizcaíno en la calle Feria que, pese a tener colgado el cartel de “se vende”, sigue recibiendo gente el jueves santo a la salida y entrada de la Hermandad de Montesión; o los balcones frente al mercao de esa misma calle Feria, desde los que varias vecinas saludan en bata a la Macarena antes de ser envuelta en una lluvia de pétalos lanzados desde una azotea en la esquina con la calle Relator.
La vida colectiva, la única que nos salva y merece la pena, es la que hace barrio y la que resucita, una vez al año, el casco histórico de Sevilla. Lo demás… “puro teatro. Falsedad bien ensayada, estudiado simulacro…”.
[1] ITUCA. Impactos del Turismo Urbano Cultural en Andalucía. Desarrollo urbano y procesos socio-espaciales ligados al sector turístico en grandes ciudades andaluzas