Idas y vueltas en la precariedad

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Hace un año más o menos que volví de Catalunya para encontrarme con la tierra prometida, Andalucía de mis carnes. Desde que me fui decidí que un día volvería. Los años pasaron y llegó un momento que la pulsión del retorno se hacía más constante. Una vocecita me despertaba muchas noches para susurrarme: vuelve. Y la vuelta era lo único que deseaba.

He vivido en barrios de la periferia de Barcelona. Muchas de mis vecinas eran andaluzas, migradas hace tiempo por necesidad, como yo. ¿De verdad yo me fui por necesidad? Hablar con estas personas andaluzas y encontrar la mirada de complicidad de la tierra añorada me colocaba en un espejo donde mirarme e imaginarme mi futuro. Elles, con sus historias, me narraban los recuerdos de sus pueblos, de sus casas, de sus caminos y de sus paisajes. Con una memoria viva, me susurraban entre silencios que les hubiera gustado volver, pero que tuvieron hijes y que ahora tienen nietes y que ya no pueden. Me decían: “Aquí estamos bien pero echamos de menos el pueblo”. Esto me hacía cuestionarme mi lugar allí. ¿Estaba preparada para no volver? ¿Cuándo fueron estas personas conscientes de que no volverían? Por eso digo que me hacían de espejo, me llevaban a pensarme en un mar de dudas, en un aquí y allí, en un dentro fuera, en un quiero pero no. ¿Quería echar raíces en esa tierra con una añoranza eterna? Pasaba el tiempo en Barcelona, y cada vez me sentía con más ansias de retorno. ¿Y si pasa tanto tiempo que cuando vuelva a Andalucía ya soy una extraña? ¿Y si pasa tanto tiempo que ya se hace tarde para volver? Y el ímpetu por volver se hacía cada vez más grande. Hasta que un día, dejé mi casa, metí todo lo que me cabía en un coche y volví.

¿Alguien piensa en el desarraigo cuando comienza su retorno? Volví ilusionada, con ganas de echar raíces en esta Sevilla que se gentrifica a pasos agigantados. Quería encontrar trabajo, alquilarme un piso y vivir en esta tierra cerca de mi madre, mis tías y mi hermana. Quería hacer amigas, encontrarme con las de antes, militar en alguna asamblea, hacer una resistencia de mi retorno. Deseaba estar aquí, en Sevilla para bailar flamenco, tomar mil clases con mis referentes bailaoras, ensayar, disfrutar y vivir.

Llevo un año aquí y la precariedad es más fuerte de lo que recordaba. Podría hablar de muchas estadísticas que ponen sobre la mesa la diferencia económica entre los territorios en los que yo he vivido, podría hacer una cartografía que demostrase el desnivel que existe entre Catalunya y Andalucía (territorios donde yo he vivido). Podría hacerlo, y así legitimar mis vivencias. Pero decido poner el cuerpo. En esta tierra donde habito es difícil vivir. Las ofertas de empleo son escasas. Yo, que estudié la Licenciatura de Farmacia gracias a todo el sudor de mi familia, hace tiempo que no ejerzo y me dedico a temas más sociales con perspectiva de género. Pero estando aquí decidí comenzar a buscar trabajo como farmacéutica porque creía que sería más fácil para sustentarme. Pero no es así, no hay trabajo. Un ejemplo: en el Colegio Oficial de Farmacéuticos de Sevilla en esta semana han salido solo dos ofertas (para ir a trabajar a Alemania), en el Colegio Oficial de Farmacéuticos de Barcelona hoy han salido diez. Había olvidado la desesperación de buscar trabajo y no encontrar. En Barcelona, yo no tengo ese problema, soy una privilegiada. Es así.

Pero aquí, a pesar de mis carreras y máster, no hay trabajo. Decidí trabajar de camarera, me pagaban 5 euros. Me echaron sin avisar literalmente (no tengo contrato). Me sacaron del grupo de whatsapp sin decirme nada y ya no me enteré de si estaba en los horarios, o sea sin curro que me quedé. ¿La razón? Hice huelga el 8M (creía que todas lo harían teniendo en cuenta que el local está lleno de consignas feministas que incitan a la huelga) y porque pedí el dinero que me debían hacía más de un mes. Así está la cosa, si cobras 7 euros has triunfado pero, eso sí, todo esto sin contrato. Esto es Sevilla y aquí hay que mamar. La turistificación de Sevilla es inminente y la bajada de condiciones laborales en hostelería también.

No quiero hablar de estadísticas porque estoy harta de ser números, yo pongo el cuerpo. La precariedad te lleva a límites que jamás pensarías. Soy Licenciada y tengo dos Máster. En Barcelona no me faltaba el trabajo, aquí sobrevivo como puedo. La verdad es que estoy triste, voy a tener que volver a irme. A pesar de que hice lo que me dijeron que hiciera: estudiar, trabajar, hacer prácticas, ser voluntaria, seguir estudiando, trabajar, militar, escribir, ser feminista, empoderarme, decir ‘no’ a trabajos de mierda, coger trabajos de mierda para poder pagar el alquiler, seguir estudiando, seguir empoderándome. Y así estoy en un bucle. Mientras parece que hay una parte de esta sociedad que culpa a la gente que no consigue el sueño. Aquí estoy, cansada de sentir que salir de la precariedad es solo cosa mía. La precariedad es colectiva, y a pesar del neoliberalismo que me inyecta el veneno de creer que es mi culpa, yo sé que no.

Mis dos hermanos están fuera de Andalucía. Uno decidió volver y tuvo que marcharse porque no encontró forma de subsistir. ¿Se considera eso una migración forzada? No digo que todas las migraciones sean iguales pero, ¿cómo nombramos esas historias de vida en las cuales las personas están obligadas a marchar para poder tener techo y comida? Si yo me tengo que volver a ir, ¿cómo asumo mi partida? ¿Cómo asumo mi marcha si todavía no he podido disfrutar de mi retorno? ¿Cómo me nombro en este vacío viscoso llamado precariedad? ¿Tengo derecho a nombrarme precaria? ¿Soy una mujer pobre? Soy la precariedad echa carne. Soy la andaluza enrabietá porque quiere quedarse y va a tener que irse. Soy una mujer que quiere estar cerca y va a tener que estar lejos. Soy un cuerpo vulnerable. Soy la angustia de no saber cómo pagar el alquiler. Soy el tiempo perdido enviando curriculums a la inmensidad del ciberespacio. Soy una pregunta sin respuesta. Soy una bailaora sin zapatos. Soy un sueño roto antes de tiempo. Soy el desarraigo hecho materia. Soy la culpa de no haberlo conseguido. Soy la feminista que sueña con que le paguen su trabajo. Soy la andaluza que habla andaluz porque ha nacido aquí, la que no imita un acento para parecer más de barrio. Soy la andaluza que saca las uñas cada vez que alguien dice que en Andalucía no hay nada más que flojos. Vente aquí a vivir y siente un poquito esto que te estoy contando. Soy el coraje hecho cuerpo cuando alguien que vive en territorios enriquecidos viene a Andalucía de visita y dice: “Qué barato es todo aquí”. Soy la rabia atragantá cuando pienso en contestar, aunque a veces no pueda: “Sí, es barato con tu dinero”. Soy la sevillana que no puede ir a la feria.

Soy precaria, y quizá tenga que irme de nuevo. Pero antes de marchar voy a nombrar lo que siento, sin estadísticas ni numeritos que corroboren lo que ya sé. Y lo voy a hacer para colectivizar sentires, para hacer esta rabia colectiva. Últimamente pienso que si comenzáramos a nombrar los malestares de la precariedad en conjunto, desde el cuerpo que siente, desde los cuerpos que somos, habría una posibilidad de buscar estrategias para revertir este sistema de mierda. La precariedad a la que impera en este mundo neoliberal te lleva a la soledad, y creo que la gente precaria tenemos que combatir todo esto juntes, nombrando la realidad desde nuestras experiencias, aunque sintamos culpas y vergüenzas. Al sabernos cercanes creo que el miedo se haría más liviano y las culpas desaparecerían para exigir responsabilidades. Por eso, antes de irme (si es que al final tengo que hacerlo) voy a buscar espacios para nombrar la precariedad de forma activa y si no los hay, me los invento.