Según el último Eurobarómetro sobre la independencia percibida entre el público general de los sistemas nacionales de justicia (enero de 2020), el Reino de España ocupa el puesto 20º de un total de 28. Es decir, la mayoría de su población no cree que jueces y tribunales sean independientes (un 34% valora como «mala» la independencia judicial, un 15% como «muy mala» y un 7% lo desconoce, frente a un 36% que la valora como «buena» y un 8% como «muy buena»). Los únicos Estados de la Unión Europea cuyos ciudadanos tienen una peor valoración de sus jueces son, por este orden, Eslovenia, Portugal, Rumanía, Bulgaria, Polonia, Italia, Eslovaquia y Croacia.
¿Estamos realmente ante un problema de percepción errónea de la ciudadanía, de mala comunicación de los jueces y de quienes los gobiernan? ¿O realmente tenemos una profunda crisis de confianza en la justicia provocada por razones reales? ¿Cómo debería ser la justicia para que pudiera considerarse digna de confianza? ¿Bastaría con que los jueces fueran independientes, objetivos y conocedores del Derecho? ¿La solución está en que el Legislativo designe un órgano de gobierno (CGPJ) al margen de criterios políticos o, incluso, que sean los propios jueces los que, cual casta hindú, se gobierne a si misma? ¿Han de ser los jueces el poder judicial hecho carne y habitar entre nosotros, o ser meros funcionarios, con conocimientos técnicos, que aplican la Ley creada por los representantes del pueblo? ¿O ninguna de las dos opciones? ¿Es la Justicia un derecho subjetivo («derecho a la justicia») o un Poder del Estado?
Permítanme que les cuente una vivencia personal. Cuando en junio de 1999 terminé mis estudios de la licenciatura de derecho no tenía nada claro a qué me dedicaría. Como no se me daba mal estudiar y mis padres, haciendo un gran esfuerzo, podían seguir manteniendo a un hombre de 23 años, me decidí a estudiar unas oposiciones para llegar a ser juez. Ante mí se presentaba un largo y arduo camino de varios años de estudio. ¡Qué duro, verdad? Pero, naturalmente, de lo único que debía preocuparme era de aprenderme los 450 temas sobre derecho civil, penal, administrativo, procesal, laboral, mercantil, etc. En mi casa familiar disponía de habitación propia, la comida siempre estaba en la mesa, y la ropa limpia y planchada. Mi única obligación era memorizar temas de derecho. Ni entonces, ni ahora, existían escuelas públicas, ni siquiera academias privadas, donde estudiar para ser juez. La forma de llegar a serlo era buscar un «preparador», usualmente un juez o fiscal, al que visitabas una vez a la semana para «cantar» un tema, preguntar dudas y que te marcara el ritmo de estudio. Esta labor docente se remuneraba al contado, sin factura ni recibo, por supuesto (en mi caso, cada mes, 30.000 de las antiguas pesetas, es decir, al cambio 180 euros). Cuando, por fin, normalmente una vez al año, llegaba el día, debías viajar a Madrid y someterte a un examen oral en la sede del Tribunal Supremo. No quiero cansarles. Baste decirles que me presenté en tres o cuatro ocasiones. La última vez no me salió del todo mal el primer tema sobre la teoría del Estado, ni el segundo sobre los censos (derecho real de clara raíz feudal y de rabiosa actualidad… en el siglo XVIII). El resto de temas no los supe «cantar» y, obviamente, no aprobé. En 2002 circunstancias personales me obligaron a dejar las oposiciones a la «carrera judicial». ¿Quién sabe si, de haber seguido estudiando y memorizando mejor los temas, hubiera aprobado? Pasaría a un segundo examen y, luego, dos años de curso teórico-práctico en la Escuela Judicial en Barcelona.
Creo que la anécdota anterior es bastante ilustrativa de que no todo el mundo puede permitirse estudiar unas oposiciones, y menos tan largas y costosas como las de juez. Inevitablemente la extracción social de quienes llegan a aprobar es muy distinta de aquellos a quienes tienen que juzgar. También es obvio que un sistema memorístico, centrado en la positividad de la ley, no va a ayudar mucho a que la justicia sea percibida como cercana al pueblo, al caso concreto y empática. Si a ello se le suma que los jueces se convierten en una especie de funcionarios especiales, que encarnan la justicia, valorando los hechos y el Derecho, pero dependientes en su carrera profesional de decisiones de otro poder (legislativo), la crisis de legitimidad está servida.
Uno de los profesores de los que guardo mejor recuerdo de la Universidad, por todo lo que aprendí y por su trato, fue Bartolomé Clavero. En sus clases, en mi etapa como colaborador del departamento de Ciencias Jurídicas Básicas (entre otras, Historia del Derecho y las Instituciones), y, especialmente, en libros como Happy Constitution. Cultura y lengua constitucionales, aprendí una nueva perspectiva de lo que era real e históricamente el constitucionalismo: derechos de los ciudadanos; participación ciudadana en todos los asuntos de la comunidad; elaboración de las normas y su aplicación por jurados; así como respeto e integración de los decrechos nacionales de los pueblos. Soberanías, en definitiva.
En lo que aquí nos ocupa, ya hubo autores que desde el despertar de los tiempos constitucionales tenían claro que tanto la justicia, como la elaboración de las leyes, debían ser participadas por el pueblo y, respecto a la segunda, no una mera aplicación automática de la Ley por una casta profesional. Así, un clásico como Cesare Beccaria, en su obra De los Delitos y de las Penas, de 1766, hoy se recuerda como paradigma del principio de legalidad. Pero suele olvidarse que también fue un gran defensor de la institución del Jurado y de la justicia participada ya que, para él, «utilísima es la (Ley) que ordena que cada hombre sea juzgado por sus iguales […] sin que tenga lugar en el Juicio la superioridad, con que el hombre afortunado mira al inferior, y el desagrado con que el infeliz mira al superior».
Otro clásico como e barón de Montesquieu, en su obra El espíritu de las leyes (1748), en la parte dedicada a la constitución de Inglaterra, afirmaba que «la potestad de juzgar no debe darse a un senado permanente, sino que han de ejercerla personas del cuerpo del pueblo, nombradas en tiempo señalado, en la forma prescrita por la ley, que formen un tribunal, que no ha de durar más tiempo que el que requiere la necesidad. De esta manera la potestad de juzgar, tan terrible entre los hombre, no se halla anexa a determinado estado ni profesión, y por lo mismo viene a ser invisible y nula. […] También es requisito que los jueces sean de la condición del acusado, o sus iguales,para que no pueda creer que ha caído en manos de gentes propensas a irrogarle agravio».
Merece la pena destacar también los Comentarios a las Leyes de Inglaterra (1769) de William Blackstone, cuando dice que «la Administración imparcial de justicia que asegura tanto nuestras personas como nuestras propiedades, constituye el objetivo mayor de la sociedad civil. Si el mismo se confía a la magistratura, a un cuerpo selecto de hombres, a quienes designa generalmente el monarca o quienes se benefician de los oficios superiores en el Estado, los mismos, a pesar de su propia integridad natural, sufrirán frecuentemente desviaciones a favor de los de su rango y dignidad. No cabe esperar de la naturaleza humana que la minoría esté permanentemente atenta hacia los intereses y el bien de la mayoría. Por otro lado, si el poder de juzgar estuviera aleatoriamente entregado en manos de la multitud, sus decisiones serían bárbaras y caprichosas, y una nueva forma de proceder se introduciría cada día en nuestros tribunales». Por eso, como indica el profesor Clavero, para Blackstone los jueces no son figuras decorativas, pues ejercen funciones efectivas de dirección del proceso e ilustración del jurado que pueden suponer también garantías para los justiciables.
Concluyamos. Hoy es común entender que la participación en los asuntos públicos y el examen de Democracia de un Estado se aprueba votando libremente a listas cerradas de partidos políticos cada cuatro años para formar un parlamento que elija Gobierno e, indirectamente, jueces. Sin embargo, hubo un tiempo, en los albores constitucionales, en los que se tenía claro que, para que pudiera hablarse de Estado constitucional y democrático, la soberanía debía ser del pueblo en toda su extensión (elaboración de leyes, elección y control del gobierno, y derecho a ser juzgado por tus iguales participando en la administración de la justicia). Si queremos recuperar la confianza en la justicia hemos de empezar a cambiar el paradigma para considerarla como un derecho, como una garantía de libertades, y no como un poder ejercido por una casta de funcionarios dependientes del poder político. Es necesario dejar de considerar a los jueces como poder del Estado (ni siquiera como funcionarios que lo ejercen), y configurarlos como funcionarios asesores que dirigen y coordinan el proceso. Es necesario suprimir los tribunales especiales como la Audiencia Nacional o el Tribunal Constitucional, de manera que no existan aforamientos y que todos los órganos judiciales puedan controlar el cumplimiento de la Constitución. Es fundamental garantizar un acceso igualitario y gratuito a una escuela que forme lo que hoy son jueces y magistrados. Es vital suprimir el Consejo General del Poder Judicial y generalizar el juez natural y el tribunal por jurados que fijen los hechos y apliquen el Derecho.
Es necesario cambiar la justicia para hacerla democrática, constitucional y participada por la ciudadanía.