“La donación es un acto de liberalidad por el cual una persona dispone gratuitamente de una cosa en favor de otra, que la acepta.” Artículo 618 del Código Civil.
La mayoría de la doctrina jurídica define la donación como un contrato mediante el cual una parte -donante- atribuye un bien a otra -donatario- sin contraprestación alguna por parte de ésta. Por consiguiente, se produce un enriquecimiento del patrimonio del donatario a costa del correlativo empobrecimiento del donante. Por ello se habla de negocio jurídico traslativo del dominio a título gratuito, a diferencia de otros como la compraventa en la que se paga un precio a cambio del bien, revistiendo onerosidad.
El elemento intencional es clave en la donación: la liberalidad del donante. Esto es, su voluntad de proporcionar a otra persona una ventaja o beneficio sin obtener a cambio ninguna contraprestación. Pero no debe confundirse liberalidad con desinterés. De hecho, con frecuencia el donante realiza su regalo con la confianza de obtener distintos resultados: ventajas espirituales en la vida eterna; reconocimiento social; agradecimiento familiar; mejor trato político; beneficios fiscales; e incluso favores sexuales o amorosos. ¿Hasta qué punto podemos seguir hablando de donación? ¿No sería más correcto denominar inversión o simplemente compraventa a las donaciones con una clara intencionalidad de lograr beneficios económicos, morales, sentimentales o sociales?
En cualquier caso, en toda donación se produce un desequilibrio entre las partes. En efecto, si por ejemplo, en una compraventa clásica existe una igualdad entre los derechos y obligaciones de comprador y vendedor, en una donación el donante se coloca en una posición de superioridad legal y hasta moral sobre el donatario. El propio ordenamiento jurídico así lo reconoce cuando exige al donante capacidad para contratar y disponer de sus bienes, mientras que al donatario le basta con ser persona no incapacitada. No existe una igualdad de trato. Pero es que el donante ostenta una auténtica superioridad moral sobre el donatario. No en vano, nuestro Código Civil permite que el donante tenga derecho a solicitar la revocación de la donación, recuperando los bienes donados, cuando sobrevivan o sobrevengan hijos; cuando el donatario incumpla alguna de las cargas que le impuso el donante (por ejemplo, un regalo con motivo de una boda si posteriormente los cónyuges se divorcian); o incluso por ingratitud del donatario.
Resulta evidente el importante papel de elemento legitimador social que cumplen las donaciones y el propio ordenamiento jurídico se encarga de protegerlo. El donante, que con su acto demuestra generosidad (al menos aparentemente), se convierte en modelo a imitar y a alabar. Incluso en los casos en los que el donante ocupa una escala social claramente inferior al donatario (por ejemplo, cuando se dona a un rey o a una imagen religiosa), el regalo es siempre símbolo de la categoría del que lo hace y afirmación de la propia posición.
Las tres grandes religiones monoteístas en Andalucía se cuidaron mucho de prevenir contra los falsos donantes, que bajo un manto de hipocresía escondían los verdaderos motivos por los que se mostraban públicamente generosos.
Así, el gran cordobés Maimónides, en su obra Mishné Torá, establece ocho niveles de Tzedaká (donación a una causa digna), que de mayor a menor virtud serían: 1º) Facilitar trabajo o un préstamo para lograr una ocupación; 2º) Donar anónimamente sin conocer la identidad del donatario; 3º) Donar anónimamente pero conociendo al destinatario de la donación; 4º) Donar públicamente pero desconociendo la identidad de donatario; 5º) Donar directamente al donatario pero antes de que éste lo pida; 6º) Donar directamente al donatario pero después de que el donatario lo haya pedido; 7º) Donar menos de lo que uno hubiera podido según sus posibilidades; y 8º) Donar de mala manera.
El Evangelio de San Mateo, por su parte, también trata la cuestión de las donaciones previniéndonos de los hipócritas o de quienes pretenden obtener ventajas sociales con ellas. Así, nos dice «En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos; de lo contrario no tendréis recompensa de vuestro Padre celestial. Por tanto, cuando hagas limosna, no lo vayas trompeteando por delante como hacen los hipócritas en las sinagogas y por las calles, con el fin de ser honrados por los hombres; en verdad os digo que ya reciben su paga. Tú, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; así tu limosna quedará en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (Mateo 6,1-6.16-18).
Finalmente, el Corán se manifiesta de una manera parecida cuando revela: “¡Creyentes! No malogréis vuestras limosnas alardeando de ellas o agraviando, como quien gasta su hacienda para ser visto de los hombres, sin creer en Allah ni en el último Día” (2264); o, más adelante: “Si dais limosna públicamente, es algo excelente. Pero si la dais ocultamente y a los pobres, es mejor para vosotros y borrará en parte vuestras malas obras. Allah está bien informado” (2271).
En cualquier caso, las donaciones pertenecen siempre a la esfera privada. Son actos expresivos de la voluntad individual del donante. El problema surge cuando estas actuaciones privadas pretenden convertirse en modelos de praxis política, en ejemplos de conducta social que sustituyan a programas de gobierno o propuestas de acción. Este es un defecto que podemos observar a derecha e izquierda del espectro político. Son conocidos los casos de grandes empresarios que realizan bien publicitadas donaciones de equipos oncológicos, material sanitario o alimentos, convirtiéndose en ejemplos de bienhechores y paladines de la bondad. Pero tampoco debemos ignorar aquellos representantes políticos que, desde posiciones izquierdistas, realizan públicas donaciones de salarios a causas sociales, renuncian a dietas o limitan la categoría de los hoteles o restaurantes que visitan.
Como actitudes personales pueden ser loables, sin duda. La clave no es si una persona es o no más austera, más o menos generosa. Pero si estas actuaciones privadas llegan a sustituir como elemento simbólico y como praxis política, a una verdadera política redistributiva y a una organización racional y pública de la riqueza, entonces sí tenemos un verdadero problema. Porque, en ese caso, la generosidad -real, simbólica o ficticia para lograr otros beneficios- estará entorpeciendo la justicia social.
Las donaciones no son negativas en si mismas. Pero una sociedad no debería permitirse redistribuir sus recursos y organizarse únicamente con un modelo basado en la voluntad individual de los donantes. Las políticas redistributivas, la organización de la Administración y del Servicio Público son lo suficientemente importantes para que la falta de ideas, propuestas o la ocultación de intereses más egoístas no se vean tapados por el ánimo de liberalidad del prohombre de turno.